Las principales
potencias del mundo parecen haber llegado ya a la conclusión de que la crisis económica
se produjo por falta de regulación de los mercados. Que los individuos se
equivoquen o que sean codiciosos son dos problemas que pueden resolverse a
golpe de legislación; al fin y al cabo, parece, los políticos que aprueban esas
leyes no son individuos susceptibles
de error o codicia.
Lo cierto es que
achacarle la culpa de todos los males a la desregulación de los mercados tiene
una larga tradición. Ya en 1934, cinco años después del crack del 29, el Congreso de Estados Unidos creó la Securities and Exchange Commission (SEC),
un organismo supervisor de las compañías cotizadas. No en vano, la versión
oficial de la crisis fue que los inversores, movidos por su irrefrenable
codicia, habían asumido niveles de apalancamiento muy elevados para adquirir
acciones sobre las que no existía suficiente información.
Pese a las apariencias, antes
de la creación de la SEC no es que los mercados no estuvieran supervisados, sino
que era cada inversor quien tenía la posibilidad de denunciar por fraude a los
directivos ante los tribunales. A partir de 1934, sin embargo, fue la SEC quien
pasó a efectuar de manera casi monopolística esta labor de vigilancia.
Pero este cambio supuso
una mala solución. El problema de la SEC y de cualquier otro organismo de planifica
o fiscalización central es que debe captar y verificar enormes volúmenes de
información que le resultan del todo inasequibles; y por ello sus errores son
harto frecuentes. Uno de los más sonados fue el caso Enron. La empresa
eléctrica presentó unos balances manipulados -con activos inflados y compañías
preocupados por sus propiedades deudas ocultas- pero certificados por una de las
auditoras más importantes del mundo, Arthur Andersen. La SEC no fue capaz de
darse cuenta.
Muchos quisieron ver
aquí, de nuevo, una demostración de que el capitalismo no se auto regula, sino
que tiende al fraude masivo. Desde luego, siempre habrá individuos que quieran
lucrarse aun violando los derechos de los demás; la cuestión no es si podemos
eliminar este rasgo de la naturaleza humana, sino qué incentivos creamos para
combatirlo.
Tras este escándalo,
¿qué les ocurrió a Enron, Arthur Andersen y la SEC? Las dos primeras empresas
desaparecieron, pero la SEC fue premiada con nuevos poderes: su fracaso, se
dijo, no se debía a una imposibilidad estructural por controlar toda la
información, sino a la falta de competencias. Fue así como en 2002 se aprobó la
Ley Sarbanes-Oxley, que establecía requerimientos contables mucho más costosos
para las sociedades anónimas. La SEC debía encargarse de su implementación
ayudada por un organismo subordinado de nueva creación: la Junta de Supervisión
de la Auditoria de las Sociedades Anónimas.
Sin embargo, los fracasos
de la SEC no han dejado de multiplicarse. La actual crisis deja al descubierto
que la agencia no fue capaz de detectar el auténtico valor de los activos de
muchas compañías (como los bancos) y que una gran cantidad de obligaciones
(especialmente vía derivados) quedaban fuera de su control y comprensión.
Y ello por no hablar de
casos más mediáticos como el de Madoff, cuyo esquema fraudulento, sin embargo, sí
fue descubierto y denunciado ante la propia SEC en 2005 por ciertos inversores privados
vigilantes, como el hedge fund Aksia
(al que la SEC hizo poco caso, dicho sea de paso).
El G-20 cree que todos
los escándalos anteriores demuestran que el mercado adolece de una falta de
regulación. En mi opinión, no obstante, los fallos del supervisor y del
regulador revelan la imposibilidad de que el Estado se enfrente a problemas concretos
y con una enorme capacidad adaptativa.
Es decir, no necesitamos
mastodontes burocráticos como la SEC sino individuos y millones de compañías
que se preocupen por fiscalizar su propiedad como Aksia; no hacen falta hiperregulaciones
del sistema financiero internacional, sino reglas sencillas y claras cuyo
cumplimiento pueda vigilarse de manera descentralizada por los agentes económicos
y denunciarse en tribunales o árbitros independientes.
La tragedia es que al
desviar el foco de atención hacia la supuesta desregulación nos olvidamos de
quién fue el verdadero culpable de la crisis: un sistema financiero consistente
en unos bancos centrales que refinancian de manera inflacionaria el
insostenible y lucrativo fondo de maniobra negativo de los bancos privados. Y a
este esquema seguro que nadie del G20 está dispuesto a meterle mano,
esencialmente porque el nada codicioso sector público es uno de sus mayores
beneficiarios.