martes, 1 de abril de 2025

'The Economist', el semanario para ricos biempensantes (que todos deberíamos leer)

(Un texto de Ramón González Férriz en El Confidencial del 25 de septiembre de 2018)

La revista británica cumple 175 años [en 2018]. El legado de una publicación histórica.

El semanario británico 'The Economist' fue fundado hace [más de] 175 años, en 1843. Su objetivo, según
declaró en el primer número, era tomar partido en “un agrio enfrentamiento entre la inteligencia, que quiere avanzar, y una ignorancia indigna y pusilánime que obstruye nuestro progreso”. Debajo de esa grandilocuencia, sin embargo, había un asunto de impuestos: su fundador, James Wilson ―un fabricante de sombreros escocés―, se oponía a las llamadas “leyes del grano” que, para proteger los ingresos de los terratenientes ingleses, imponían un arancel a los cereales importados. Esas leyes provocaban que el pan fuera caro y que las hambrunas se produjeran con frecuencia. De hecho, se derogaron poco después, pero el periódico siguió con su propósito: defender una rama singular del liberalismo.

Aunque era, según su propia definición, un “periódico político, literario y general”, su contenido principal era la información económica basada en los hechos y el rigor. Se dirigía a los “hombres de negocios” y propagaba la buena nueva del libre comercio, la limitación de las interferencias del gobierno y el internacionalismo (algo que en esa época no andaba muy lejos de lo que hoy llamamos colonialismo).

'The Economist' se ha publicado de manera ininterrumpida durante estos 175 años, y no ha variado sustancialmente su ideología: ha mostrado entusiasmo por la globalización, es partidario de leyes de inmigración abiertas y fue pionero en la defensa del matrimonio homosexual y de la legalización de la droga. Es cosmopolita, aborrece las dictaduras y los líderes de carácter populista ―ha dedicado portadas muy críticas a presidentes y primeros ministros como Putin, Erdogan, Berlusconi o Trump― y, aunque nunca le encantó el euro, se ha opuesto al Brexit.

Pero el semanario ―que tiene alrededor de un millón y medio de suscriptores en todo el mundo― es tan
idiosincrásico que resulta fácilmente parodiable. Sus artículos, por lo general, no llevan firma, cosa que algún crítico ha atribuido a la edad de sus corresponsales. “La revista está escrita por jóvenes simulando que son viejos”, dijo el periodista financiero Michael Lewis. “Si los lectores estadounidenses pudieran echar un vistazo a las juveniles caras de sus gurús económicos, cancelarían sus suscripciones en masa”. Hasta la serie de dibujos animados 'Los Simpson' se mofó de su cosmopolitismo, haciendo que un ufano Homer Simpson leyera un ejemplar en un avión y le dijera a Marge: “Mírame, estoy leyendo 'The Economist'. ¿Sabías que Indonesia se encuentra en una encrucijada?”. Y a veces puede parecer una especie de relaciones públicas del rico biempensante: muy a favor del libre comercio, la innovación y la cultura sofisticada, pero muy en contra del racismo y de todo lo que no suene… bueno, a rico y sofisticado. Bill Gates afirmó que “leo 'The Economist' de cabo a rabo porque su contenido me hace pensar de manera crítica sobre el mundo”.

La parodia es certera, pero la afirmación de Gates también. Cuando uno se suscribe a 'The Economist' se vuelve adicto a él y a la sensación de que entiende el mundo. Es una percepción falsa. Mi experiencia reiterada como lector es que cuando leo un artículo sobre la exportación de materias primas rusas o la deriva represora del gobierno birmano ―asuntos sobre los que no sé absolutamente nada―, me quedo satisfecho, pero cuando se trata de la política o la economía española ―asuntos sobre los que sé algo más― se equivoca tanto como cualquier otro medio. (No quiero ser injusto, el actual corresponsal de 'The Economist' en España, Michael Reid, no solo no es joven, sino que es muy bueno.) Es decir, es un medio global que te crea la fascinante sensación de que, con solo unas horas de lectura a la semana, puedes tener el mundo en la cabeza. Como me dijo hace unos años “off the record” un célebre historiador británico, en realidad es la visión del mundo que tienen unos pocos centenares de licenciados en las universidades de élite británicas.

Todo esto es cierto, pero 'The Economist' es una gran institución, y aunque esté sujeta a los sesgos de quienes la conforman, es imprescindible. En este 175 aniversario de su fundación ha hecho algo inusual: organizar varios actos y publicar una serie de artículos que examinan, y en muchas ocasiones critican, su propia tradición de pensamiento: la liberal. La directora del semanario, Zanny Monton Beddoes, entrevistó al archienemigo del liberalismo biempensante, Steve Banon, ex jefe de estrategia de Donald Trump: la confrontación de ideas, argumentó Beddoes ante quienes criticaron que diera voz a Bannon, siempre es mejor que un silencio timorato.

El ejemplar de la revista de la semana pasada, que celebraba el cumpleaños, reconocía que era razonable
pensar que quienes defienden el orden establecido pertenecen a una “élite liberal”. “Hoy en día ―decía―, el liberalismo debe escapar de su identificación con las élites y recuperar su espíritu reformista”. O, en su
programa para repensar el futuro de un liberalismo en crisis, criticó la deriva antiliberal que con frecuencia
adoptan los liberales demasiado persuadidos de su propia bondad. “Con demasiada frecuencia, en tiempos
recientes, las reformas liberales han sido impuestas por jueces, bancos centrales y organizaciones
supranacionales que no rinden cuentas –decía en otra parte–. Quizá la parte más fundada de la presente
reacción contra el liberalismo sea la ira que la gente siente cuando sus panaceas les son impuestas con
condescendientes promesas de que así les irá mejor”. No es muy frecuente encontrar tanta autocrítica.

Otra de las armas que siempre ha tenido el semanario es el humor: en innumerables portadas se han reído de su propia retórica economicista y de su visión liberal: desde poner a dos camellos follando incómodamente para demostrar las dificultades de la fusión de dos empresas, hasta utilizar un estribillo de Abba ―“Mamma mia, here we go again”― para lamentar la reelección, hace años, de Berlusconi como primer ministro.

'The Economist' no es perfecto, no debería considerarse un faro infalible, y toda deferencia excesiva por la
prensa anglosajona es un error. Pero sigue siendo el medio que mejor permite entender el mundo y el que
aporta los argumentos más convincentes para mantenerlo lo más abierto, tolerante y plural posible. De modo que muchas felicidades a quienes lo hacen y a quienes lo leemos.

sábado, 1 de marzo de 2025

La ruina del populismo

(Un reportaje de Michael Sauga en el XLSemanal del 15 de noviembre de 2020)

Los populistas gestionan peor la economía que sus rivales de la política tradicional. Eso demuestra un reciente estudio que ha analizado más de un siglo de populismo de izquierdas y de derechas en el mundo. Pero no es su única conclusión…

Pocos días después de haberse contagiado de COVID-19, Donald Trump subió al balcón de la Casa Blanca y recibió el homenaje de sus seguidores. Había resistido al «terrible virus chino», aseguró, y añadió que era momento de volver a la lucha por lo que definió como «causa justa». «¡Te queremos!», rugió la multitud. «Y yo os quiero a vosotros», replicó el presidente.

Esto es lo que ocurre cuando el hombre más poderoso del mundo da un balconazzo, cuando pronuncia desde un balcón el típico discurso de «nosotros contra…», esas arengas con las que en su día Juan Domingo Perón en Argentina o Alan García en Perú buscaban garantizarse la simpatía de las masas.

Trump se apropió de esta práctica al igual que tomó muchas de los demagogos: la apelación a la gente común, las diatribas contra el establishment, la idealización del pasado nacional. «Trump ha venido a ser la suma de todos los elementos del populismo moderno», dice Christoph Trebesch, del Instituto de Economía de Kiel.

Y, si él lo dice, será por algo. Junto con su compañero Manuel Funke y el también economista Moritz Schularick, Trebesch ha estudiado los resultados políticos y económicos de más de un siglo de populismo, entendido como movimiento que asegura anteponer los intereses del ciudadano de a pie a los de una élite depredadora. Algunos de sus representantes siguen una agenda izquierdista, como ocurre en la socialista Venezuela; otros optan por una puesta en escena xenófoba y antiliberal, como el nacionalista de derechas húngaro Viktor Orbán.

A veces, la frontera que los separa de sus rivales del espectro democrático clásico no es fácil de delimitar, pero como dice Manuel Funke –uno de los autores del estudio– con el populismo pasa «como con la pornografía: lo reconoces cuando lo ves».

Este trío de investigadores ha puesto la lupa sobre más de 70 periodos de gobierno populista en 27 países, ha analizado miles de datos sobre crecimiento y distribución de la riqueza y ha examinado casi 800 estudios económicos.

Ahora acaban de presentar un trabajo de 190 páginas que aplica por primera vez los métodos cuantitativos de las ciencias sociales al estudio del conjunto de los gobernantes populistas. Y sus resultados ofrecen unas conclusiones bastante incómodas para el mainstream democrático de Occidente.

La más importante de ellas: aunque la mayoría de los dirigentes populistas ha dejado como herencia graves daños económicos a largo plazo, en lo político ellos han triunfado por encima de la media. Casi todos fueron capaces de torear a sus contrincantes durante años, aglutinar tras de sí a unos partidarios por lo general fanáticos y dejar su impronta en regiones enteras. «En muchos países –dice el director del estudio, Moritz Schularick–, el populismo se ha vuelto endémico. No se trata de un episodio pasajero que surge y desaparece sin más».

Al contrario, según demuestra su investigación: el movimiento lleva estas tres últimas décadas en curso ascendente. En la actualidad, la cuarta parte de las 60 principales economías del mundo están gobernadas por estos nuevos tribunos de la plebe, ya sean de izquierda o de derecha, desde el presidente brasileño, Jair Bolsonaro, hasta el jefe del Gobierno indio, Narendra Modi. ‘La era del populismo’, como la denomina el estudio, ha alcanzado en esta nueva reedición a más países que durante su primera fase álgida, en los años veinte y treinta.

Lo más llamativo es que hasta hace no demasiado tiempo el movimiento parecía prácticamente extinto. En la guerra fría que siguió a la gran contienda bélica mundial no había mucho espacio para este tipo de ideología, toda vez que el fascismo alemán había desacreditado la doctrina que le servía de fundamento. En 1981, el primer ministro neozelandés Robert Muldoon y el presidente griego Andreas Papandreu eran los dos únicos gobernantes en ejercicio que se presentaban como hombres fuertes al servicio de la gente de la calle.

Turbulencias económicas

Luego cayó el telón de acero y el lado oscuro de la globalización alimentó una ideología que desde sus orígenes había sido hija de la crisis. Otro de los motivos del retorno del populismo fue la incesante sucesión de turbulencias monetarias y crediticias del último cuarto de siglo. El movimiento populista reapareció primero en América Latina, después en Asia y finalmente en el este de Europa y el mundo occidental.

Por ejemplo, Hugo Chávez, inventor del ‘socialismo para el siglo XXI’, llegó al poder tras la hiperinflación venezolana de los años noventa. El filipino Joseph Estrada, un actor de cine con una imagen de Robin Hood moderno, llegó a la Presidencia de su país impulsado por la crisis financiera asiática.

En Europa Oriental, sumida en una debacle económica tras el derrumbe de la Unión Soviética, de un día para otro los antiguos miembros de los diferentes partidos comunistas empezaron a presentarse como fervientes políticos . Uno de ellos fue el eslovaco Robert Fico, que gobernó su país como autoproclamado héroe del pueblo.

Hay pocas cosas en las que los populistas sean tan buenos como en el arte de seguir en el puesto. Según demuestra el estudio, de media se mantienen 8 años en el poder, el doble que sus colegas de los partidos tradicionales del espectro democrático.

La mayoría de los populistas son reelegidos para sus cargos, como por ejemplo el búlgaro Boiko Borísov. Este antiguo profesor de kárate, a quien le gusta presentarse como «verdadero búlgaro» frente a «los mentirosos del Parlamento», ya ha conquistado la Presidencia del Gobierno tres veces; la última de ellas, en 2017. El presidente ecuatoriano José María Velasco Ibarra, que se vendía como el salvador de la nación, llegó a ejercer el poder en cinco ocasiones entre los años 1934 y 1972.

Un tercio de los populistas que consiguen llegar a la cima del Estado son reelegidos al menos una vez. De sus rivales, aquellos que se definen con las etiquetas clásicas de socialdemócratas, conservadores o liberales, solo lo consigue uno de cada seis.

La sed de poder es un rasgo que une a todos los populistas. Lo que los separa es la política económica. Mientras que la rama izquierdista del movimiento nacionaliza empresas extranjeras, la variante derechista generalmente apuesta por un programa favorable a los empresarios, basado en bajadas de impuestos, desmantelamiento del sector público y desregulación.

No es de extrañar que estos enfoques diferentes cosechen resultados diferentes, tal y como demuestra el estudio. Los gobernantes populistas de izquierda consiguen reducir la brecha entre ricos y pobres, al menos parcialmente, con mayor frecuencia que los demás. Por el contrario, sus correligionarios del otro extremo del espectro político tienen más éxito a la hora de atraer capital extranjero al país. ¿La diferencia entre izquierda y derecha es, por lo tanto, más relevante que la dicotomía populista/no populista?

En absoluto, señalan los autores del estudio. De hecho, en temas de política económica los populistas de ambos bandos tienen en común más de lo que pudiera parecer. Por ejemplo, casi todos ellos siguen una política de «mi país primero». A veces suben los aranceles, a veces se protegen de la competencia exterior por otros medios, pero la esencia sigue siendo la misma. En nombre del pueblo, explotado y saqueado por las organizaciones internacionales y la depredadora élite patria, los populistas tienden a incrementar la deuda pública, lo que con el tiempo obliga a adoptar severas medidas de ahorro y emprender recortes. El resultado es una coyuntura tipo yoyó, como la que se da en muchos países de Latinoamérica: breves periodos de crecimiento impulsados por el crédito se alternan con profundas recesiones.

El núcleo peligroso

Pero, por encima de todo, el movimiento populista ataca aquellas instituciones que resultan especialmente importantes para el desarrollo a largo plazo de la economía de un país: los tribunales, las universidades, los bancos centrales, la democracia de partidos. Ese es el núcleo realmente peligroso de la doctrina populista: quien se cree capaz de percibir e interpretar la voluntad del pueblo ya no necesita al Parlamento para gobernar.

Proteccionismo, economía basada en la deuda, deterioro institucional, esos son los rasgos que definen a los gobiernos populistas. No es una combinación especialmente propicia para el crecimiento económico, como ha demostrado el trío de investigadores tras aplicar sus exhaustivos modelos de cálculo. De media, a los 5 años de la subida al poder del líder populista de turno, el producto interior bruto per cápita de su país se sitúa ya cinco puntos porcentuales por debajo del de un grupo de países democráticos equiparables, seleccionados conforme a criterios económicos. A los 15 años, la distancia supera ya los diez puntos.

Si se hace caso al estudio, no hay muchos regímenes populistas que hayan gestionado con éxito la economía… pero los hay. El presidente boliviano Evo Morales, por ejemplo, elevó el ingreso medio en su país en torno a un nueve por ciento más de lo que se dio en otros países equiparables. En este caso coincidieron dos fenómenos poco habituales: por un lado, el izquierdista Morales supo mantener las finanzas del Estado bajo control; por el otro, su país contaba con una sociedad civil fuerte que limitó sus ansias de poder.

Pero, en una amplia mayoría de las ocasiones, el balance final es desolador. Tras una década de Hugo Chávez al frente de Venezuela, el producto interior bruto per cápita era doce puntos porcentuales menor que el de los países equiparables. Su homólogo sudafricano Jacob Zuma consiguió que esa diferencia negativa alcanzara casi ocho puntos porcentuales.

Cabría pensar que unos resultados tan pobres acaben desacreditándolos y limitando sus posibilidades de perpetuarse, pero la realidad parece ser otra. Los países que han sido infectados por el virus del populismo tienen mayores probabilidades de volver a sucumbir a él. Indonesia, por ejemplo, ha tenido gobiernos populistas en 24 de sus 75 años de independencia. Y Eslovaquia, en 15 de los 27 años que han transcurrido desde su pacífica separación de Chequia.

Este es el resultado más inquietante del estudio. El gobierno de los populistas no deja solo unos cuantos destrozos concretos, sino que con frecuencia lleva a una espiral en la que el declive político y el económico se refuerzan mutuamente. Su ejercicio del poder debilita la economía, lo que a su vez vuelve más probable que el siguiente hombre fuerte no tarde mucho en hacerse con el timón del país para salvar a la gente común.

Al final puede darse una evolución de continua crisis como en Argentina. El país era uno de los más ricos del mundo allá por el año 1900. Pero en 1916 llegó a la Presidencia el nacionalista de izquierdas Hipólito Yrigoyen, que predicaba «la liberación del trabajador argentino de los intereses empresariales extranjeros». Lo siguieron correligionarios izquierdistas como Juan Domingo Perón o Cristina Fernández de Kirchner y populistas de derechas como Carlos Menem. Todos ellos prometían convertir el país en un paraíso para el pueblo. Y todos ellos contribuyeron a que Argentina presente hoy muchos de los rasgos de un Estado fallido, con una clase media empobrecida y en el que las bancarrotas públicas se suceden una tras otra.

El factor Berlusconi

Turquía también se encuentra en la senda de la bancarrota bajo el gobierno del populista islamista Recep Tayyip Erdogan. El hombre que empezó siendo un reformista relativamente moderado ha destruido la democracia turca, ha creado una economía dominada por la corrupción y el amiguismo y ha sometido a su dictado a las instituciones independientes del país; la última de ellas, el Banco Central. La lira turca se encuentra en caída libre, los precios suben a un ritmo de dos dígitos y en los mercados financieros se cruzan apuestas sobre cuánto tardará Erdogan en tener que suplicar un crédito al Fondo Monetario Internacional.

Antes, al populismo se lo veía como una enfermedad de países en vías de desarrollo, un episodio transitorio en el presuntamente imparable avance hacia la democracia parlamentaria. Hoy, según demuestra el estudio, hay Argentinas en todas partes, incluso en el corazón de Europa.

Ningún político ha desempeñado un papel mayor en la latinoamericanización de Occidente que Silvio Berlusconi, quien utilizó sus canales privados para anestesiar a las masas y el aparato de gobierno para favorecer sus negocios.

Sus disputas con la Justicia de su país eran constantes: unas veces, acusado de fraude; otras, de evasión de impuestos. Y, a pesar de todo, marcó la política italiana durante 20 años. La economía apenas creció, lo que floreció fue la corrupción y la inseguridad jurídica, como demuestran todas las estadísticas internacionales. El viejo sistema de partidos se vino abajo. El hecho de que Italia sea hoy un país en el que los movimientos populistas suman más del 50 por ciento de los votos en las elecciones legislativas es, en buena medida, legado del empresario milanés metido a estadista, cuyo principio rector era atraer toda la atención posible por cualquier medio, aunque fuese con fiestas ‘bunga-bunga’.

Algunos ejemplos

Alan García,  Perú.La corrupción y la hiperinflación marcaron su mandato entre 1985-1990. Volvió al poder en 2006. Se suicidó el año pasado.

Juan D. Perón,  Argentina. Gobernó de 1946 a 1955 y de 1973 a 1974. Inició políticas sociales. Reprimió a la oposición y a la prensa.

Viktor Orbán, Hungría. De 1998 y 2002 y desde 2010 hasta hoy. Intervino la Justicia, los medios y la ley electoral.

Jair Bolsonaro, Brasil. Elegido en 2019, con un programa ultraliberal, la economía comenzó su declive antes de la pandemia.

Hugo Chávez y Evo Morales, Venezuela y Bolivia. Iniciaron grandes programas sociales. Hugo Chávez, fallecido en 2013, hundió la economía. Morales acaba de regresar.

Recep Tayyip Erdogan, Turquía. En el poder desde 2003. La economía se hunde, crece la corrupción y ha sometido a todos los poderes del Estado.

Evolución del PIB en los diez años siguientes al gobierno populista, en comparación con la progresión en países similares

·         14,9%* SILVIO BERLUSCONI ITALIA; PRESIDENCIAS: 1994-1995, 2001-2006, 2008-2011.

·         13,3% INDIRA GANDHI LA INDIA; PRESIDENCIAS: 1966-1977, 1980-1984.

·         12,4% HUGO CHÁVEZ FALLECIDO EN 2013. VENEZUELA; PRESIDENCIA: 1999-2013.

·         6,6% NÉSTOR Y CRISTINA KIRCHNER ARGENTINA; PRESIDENCIA: 2003-2015.

·         7,8% JACOB ZUMA SUDÁFRICA; PRESIDENCIA: 2009-2018.

·         8,0% VLADIMÍR MECIAR ESLOVAQUIA; PRESIDENCIAS: 1990-1991, 1992-1998.

sábado, 1 de febrero de 2025

La receta del moribundo que ha hecho millonaria a su hija

(Un texto de Héctor G. Barnés en El Confidencial del 2 de mayo de 2017)

La historia que Hiroe Tanaka cuenta sobre el origen del plato estrella de su cadena tiene todos los ingredientes del 'marketing' perfecto: éxito, fracaso y amor paterno-filial.

Hemos oído historias de triunfo de todos los colores y sabores. Que si empezamos en un garaje (¡mentira!), que si me fui de la universidad porque no era lo suficientemente buena para mí… La que nos faltaba era una que vinculaba la receta perdida y definitiva de un plato típico con una cadena de restaurantes valorada en miles de millones de euros. Concretamente, en unos 75.

Esta es la historia de Kushikatsu Tanaka Co., cuya vicepresidenta y rostro visible responde al nombre de Hiroe Tanaka que también abandonó la universidad por su propio pie antes de fundar una cadena que le lanzaría al estrellato internacional. ¿Su secreto? Como ella misma asegura a 'Bloomberg', “todo ha ocurrido gracias a mi padre”, a quien asegura rendir tributo todos los días.

La historia es sencilla. Tanaka, que ahora tiene 46 años, era una niña amante del conocido como kushikatsu, que consiste básicamente en brochetas de carne y verdura cubiertas de pan rallado y fritas. En definitiva, un plato de muy fácil preparación que, como tantos alimentos que gustan a todo el mundo, eran consumidos por las clases trabajadoras por su fácil preparación, polivalencia –¿no se le puede echar de casi todo a la pizza, los bocadillos o la tortilla?– y su bajo coste pero alta capacidad de saciar el hambre.

La diferencia, en este caso, es que el padre de Tanaka, mucho más consciente que sus compatriotas de que la cocina es un arte, había conseguido encontrar el equilibro perfecto entre aceite, rebozado y salsa. Una receta perfecta producto de años y años de práctica, y que hacía las delicias de su hija y de sus amigos de la ciudad de Osaka, el lugar de origen del kushikatsu. La historia cuenta que fue en 1929 cuando una mujer del barrio de Shinsekai cocinó por primera vez este plato.

El padre de Tanaka murió cuando ella tenía 21 años, a principios de los años 90, y la dejó huérfana tanto de su cariño como de su irresistible kushikatsu; muchos se sentirán identificados con la historia de cómo la muerte de un ser querido nos priva para siempre de una de sus recetas características. No ocurrió lo mismo en este caso. Aunque Hiroe pasó años y años intentando replicar la receta, no fue hasta finales de la pasada década cuando encontró en una caja de viejos documentos las instrucciones que su padre había dejado para cocinar kushikatsu.

En un primer momento, la joven no mostró demasiado entusiasmo por ese galimatías de anotaciones. Sin embargo, una vez probó a seguir las órdenes que su padre le enviaba desde ultratumba, se dio cuenta de que “era, de hecho, el sabor del kushikatsu que mi padre cocinaba”. ¿Por qué dio con la receta en ese momento y no otro? Porque fue cuando estaba recogiendo todas sus cosas para mudarse, después de que la crisis financiera de 2008 propinase un duro golpe a la cadena de restaurantes que abrió junto con Keiji Nuki, con quien ya había trabajado como cocinera, intentando en vano emular la receta de su padre.

Así que, una vez dieron con la receta definitiva, decidieron empezar desde cero con un pequeño y barato restaurante lejos del centro de Tokio, que de repente se convirtió en “viral”, como señala el artículo. El éxito de la compañía especializada en kushikatsu le llevó a abrir un segundo y un tercer restaurante, abarrotados hasta las trancas, hasta que finalmente Tanaka y Nuki decidieron que debían convertir su negocio en una franquicia.

Desde entonces, se ha convertido en una de las cadenas de más éxito en Japón, reproduciendo la fórmula de comida barata, sencilla y para todos los públicos pero con cierto toque casero, sobre todo: su historia fundacional asegura al cliente que está tomándose un kushikatsu del de verdad. Es una variante japonesa de las grandes cadenas de hamburguesas, pizza, tallarines, kebap o makis… o montaditos. ¿Una moraleja? El que consiga hallar la receta de la tortilla perfecta entre los papeles perdidos de su padre y comercializarla en serie puede tener entre manos la gran fórmula del éxito.

Lo demuestran los últimos datos de Kushikatsu Tanaka Co. La cadena cuenta actualmente con 146 locales en todo Japón y uno en Hawái. Además, este año planea abrir 40 franquiciados más. Durante el pasado año, la empresa declaró un beneficio de 2,6 millones de euros, un crecimiento de un 57% respecto al  ejercicio anterior. Aunque algunos analistas señalan que la competencia es dura y los objetivos muy ambiciosos, no se puede negar que Tanaka ha desarrollado la historia de 'marketing' perfecta. Una que contiene fracaso, éxito, comida adictiva y barata y, sobre todo, una bonita relación padre e hija más allá de la muerte.

miércoles, 1 de enero de 2025

Planificación y planes

(Un texto de Jorge Parra en el Heraldo de Aragón del 6 de octubre de 2013)

Tras culminar la Operación Overlord que se inició con el desembarco aliado en Normandía, el general Dwight D. Eisenhower afirmó: «Los planes no son nada; la planificación lo es todo». Esta aseveración tan tajante tiene su explicación. El general tuvo que modificar varias veces sobre la marcha el plan inicial del desembarco debido a circunstancias sobrevenidas. Sin embargo, el proceso de reflexión que mantuvo con su equipo para planificar la operación, en el que se evaluaron todas las alternativas y contingencias, le fue de gran valor a la hora de improvisar y tomar decisiones que modificaban el plan. 

Henry Mintzberg transmite la misma idea con su concepto de estrategia emergente: el plan es importante, pero se ve afectado por multitud de factores como la necesidad de adaptarlo a las cambiantes circunstancias externas de la organización, o la particular interpretación que los directivos hacen de la estrategia. Una cosa es la estrategia deliberada y otra es la que finalmente se lleva a cabo. A pesar de que el plan no siempre se ejecuta como estaba previsto, merece la pena dedicar tiempo de calidad a la planificación.

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