(La columna de Juan Manuel de Prada en el XLSemanal del 7 de abril de 2019)
Leo en estos días Lo pequeño es hermoso (1973), un iluminador ensayo del economista
E. F. Schumacher, que fue evolucionando –desde su adscripción juvenil
keynesiana– hacia posiciones que podríamos calificar de distributistas
(no en vano acabó abrazando, como Chesterton, la fe católica), hasta
postular un modelo de economía participativa y auténticamente
comunitaria.
En Lo pequeño es hermoso, Schumacher dedica un capítulo a
narrar el milagro económico logrado por Ernest Bader, un empresario de
orígenes suizos instalado en Inglaterra, fundador de una empresa de
resina de poliéster y polímeros que, al cabo de los años, llegó a ser un
negocio próspero. Bader, sin embargo, era un detractor de las
relaciones laborales propias del sistema capitalista, que a su juicio
fomentaban el desapego del trabajador respecto al destino de la empresa.
«Me di cuenta –escribe Schumacher, citando a Bader– de que estaba en
contra de la filosofía capitalista de dividir a la gente entre los que
son dirigidos por un lado y los que dirigen por otro. El obstáculo real
era la ley de sociedades, con sus disposiciones que otorgan poderes
dictatoriales a los accionistas y a la jerarquía de la administración
que ellos controlan».
Bader, sin embargo, era también un defensor
de la propiedad privada y un detractor del ordenancismo socialista. Así
que se propuso introducir en su empresa cambios que, a la vez que
garantizasen la implicación de los trabajadores, no supusieran una
pérdida de rentabilidad. Ernest Bader se dio enseguida cuenta de que,
para llevar a cabo esta reforma de su negocio, necesitaba una
transformación de la propiedad. Ni corto ni perezoso, instituyó una
sociedad comunitaria denominada Scott Brader Commonwealth, convirtiendo a
sus trabajadores en socios. Y la dotó de unos estatutos en los que se
establecía que la empresa mantuviese siempre un tamaño limitado, de modo
que «cada miembro pudiera abarcarla mentalmente». También se consideró
que el trabajo mejor remunerado de la organización sólo podía
multiplicar por siete el trabajo peor remunerado. Y se determinó que la
mitad de los beneficios netos de la empresa se destinasen a fines
caritativos. Por último, Bader impuso que la empresa no vendiese
productos a clientes que pudieran usarlos con fines bélicos.
Cuando
Bader introdujo estas sorprendentes reformas, los lacayos al servicio
del turbocapitalismo proclamaron que una empresa que operase sobre estas
bases distributistas no podría sobrevivir. Pero la realidad es que la
empresa fue creciendo y afianzándose poco a poco, dentro de los límites
aceptados por su fundador, dando empleo cada vez a más gente y
distribuyendo beneficios entre sus socios; y, por supuesto, jamás
padeció una huelga. Bader demostró que la senda que había tomado el
capitalismo hacia el gigantismo, la concentración de propiedad y la
precarización del trabajo no era la única opción posible. Demostró que
la salud de una empresa no se mide únicamente por criterios mercantiles,
sino también por criterios humanos generalmente relegados a un segundo
plano o ignorados completamente por el capitalismo. Demostró, en fin,
que el sistema de acumulación de propiedad, en el que los trabajadores
se convierten en un mero instrumento al servicio del capital, puede ser
sustituido por otras formas de organización mucho más estimulantes y
participativas, en las que el trabajador se implique con alegría y tesón
en el destino de la empresa, cooperando en una causa común. Ernest Bader murió en 1982; casi cuarenta años después, su empresa sigue funcionando bajo los principios que la fundaron.
Naturalmente,
no se nos escapa que la forma de economía participativa diseñada por
Ernest Bader exige una generosidad y una inspiración sobrehumanas (o,
para ser más exacto, divinas). Pero la búsqueda de fórmulas de
participación de los trabajadores en el destino de las empresas es cada
vez más necesaria para la supervivencia social. Pues, como sostiene
Schumacher, el capitalismo global no hace otra cosa sino destruir las
comunidades humanas, creando una casta corrompida por la codicia y una
masa reconcomida por la envidia. Cuando el trabajo se convierte en una
cárcel de nuestra creatividad, cada vez peor remunerada y más
despersonalizada, se produce una quiebra muy profunda en nuestro ser; y
esa quiebra hace inviable, a medio y largo plazo, la forma de
organización económica que la ampara. Porque un orden económico que
desnaturaliza el trabajo y concentra la propiedad está negando al
hombre; y está, por lo tanto, condenado a perecer, dejando tras de sí un
rastro hediondo de codicias y envidias.