(Un artículo de Carlos Salas en El Mundo del 16 de
mayo de 2010)
El de los trenes ha sido uno de los negocios más
ruinosos de EEUU porque se tarda una semana en cruzar ese enorme país de costa
a costa en un expreso, pero sólo cuatro horas en avión. Está claro: los
aeropuertos son los grandes competidores de los trenes de larga distancia.
En 1968 algunos empresarios pensaron que si
fusionaban Pennsylvania Railroad con New York Central Railroad y si añadían The
New York, New Haven and Hartford Railroad podían sacarlas de las pérdidas y
ganar dinero. En la corta y media distancia podían ganar a los aviones. Para
hacer las cosas fáciles la llamaron Penn Central.
Vista desde un satélite, la zona que abarcaba Penn
Central era la más poblada de EEUU. Claro que seguían teniendo un serio
competidor: las autopistas. Desde una ley aprobada en 1956 por Eisenhower, las four-line
highway se construían a ritmo feroz. Otro enemigo era la Comisión
Interestatal de Comercio que regulaba las tarifas. Ni un centavo más de lo
permitido.
En 1970, incapaz de asumir su enorme deuda, Penn
Central anunció la mayor suspensión de pagos de la historia hasta entonces
conocida y conmovió la mentalidad empresarial norteamericana.
A raíz de esa quiebra, sucedieron varias cosas. En
primer lugar se creó Amtrak, una empresa estatal de trenes que sale en todas
las películas desde 1970.Y, en segundo lugar, las casi inadvertidas agencias de
rating disfrutaron del mayor empujón de su historia. Las agencias de
calificación financiera existían desde principios del siglo XX. Se dedicaban a
emitir informes sobre si ésta o aquélla empresa era creíble desde el punto de
vista financiero. Esas opiniones aparecían en unos libros de rating que podía
comprar cualquier mortal. ¿Quería usted adquirir acciones de Acme? Entonces
compraba esta opinión independiente y luego tomaba su decisión. No era un
negocio fabuloso, pero sí muy respetado.
Las casas de rating como Moody's se
enorgullecían en los 50 de no recibir «un centavo de las empresas», de ser
incorruptibles y de practicar una tajante moral basada en la independencia,
según lo describía el vicepresidente de la compañía en el diario religioso Christian
Science Monitor. Eso se llama sindéresis. Opiniones justas. Era bueno para
el sistema financiero. Era bueno para los inversores.
Las cosas empezaron a cambiar en los años 70 debido
a la quiebra de Penn Central. Dado que las fiebres en las finanzas se transmiten
como las bacterias de la peste bubónica, los bancos pusieron en duda a todas
las empresas y les cerraron el grifo. No había más dinero. Cero préstamos. «Eso
produjo el efecto contrario al esperado», contaba Carballo, ex director general
de Banca de Moody's, en un artículo en Expansión en septiembre [de
2009]. «Sin crédito, esas mismas empresas incrementaron aún más sus impagos».
Aterrorizadas por esta decisión, las empresas
norteamericanas fueron corriendo a buscar a alguien que les diera un certificado
de buena salud financiera. Y entonces descubrieron a las agencias de rating.
Todos los empresarios hicieron cola y obtuvieron sus certificados de
solvencia financiera. «Tanto se incrementó la demanda del rating que las
agencias se vieron obligadas a cobrar por primera vez a las empresas que se lo solicitaban»,
añade Carballo.
Las agencias de rating descubrieron el gran
negocio de vender certificados de salud financiera, el rating famoso.
AAA significaba muy buena salud. CCC significaba enfermedad terminal.
En poco tiempo pasaron de ser pequeñas compañías de moral intachable, a
grandes firmas que vendían sus opiniones a los mismos sobre los que opinaban.
Era como si el jurado de Operación Triunfo fuera pagado por David
Bisbal. ¿No es un poco sospechoso?
Para aumentar su regocijo, en 1975 el Gobierno de
EEUU les dio un empujón más. La Securities and Exchange Cornmission, llamada
también el watchdog (el sabueso o guardián) de la Bolsa americana, se
percató de que las calificaciones podían ser un gran detector de minas
financieras. Para evitar futuras quiebras por falta de fondos, obligó a los
intermediarios financieros a poner más dinero cuando su rating fuera
malo, y menos si su rating era de alta calidad. Era como si en la
escuela, los chicos que sacan malas notas fueran obligados a pasar más horas
estudiando, y los que sacan buenas notas, menos horas.
El remate fue que sólo las agencias certificadas
podían dar esas notas. Para ello se creó la National Recognized Statistical
Rating Organization (la organización nacional de rating de EEUU) que hoy
contempla 10 firmas. Pero las importantes son Fitch, Moody's y Standard
&Poor's.
Para muchos observadores, una agencia de rating no
puede ser del todo honesta pues juzga a quienes le pagan. La prueba está en
que, poco antes de la crisis de septiembre de 2008, los bonos de Lehman gozaban
de gran calificación. «Estas acusaciones caen por su propio peso si se ve el
enorme porcentaje de acierto de sus calificaciones», se defendía Carballo en Expansión,
«algo que no se obtiene si no es con un gran nivel de independencia».
Pero sus errores han sido mayúsculos y por eso se
plantea multarlas. El Parlamento europeo aprobó un reglamento el año pasado que
trata de romper además con el oligopolio de las tres agencias americanas. Todo
ello acaba de ser destripado por Alberto Tapia en su monografía Las agencias
de calificación crediticia (Thomson Reuters-Aranzadi).
La verdad es
que ahora las agencias están entre la espada y la pared. Si son muy duras con
los estados (como España), reciben un chaparrón de críticas, pues pueden hundir
las finanzas de un país. Y si son muy blandas, como sucedió en 2008, serán
acusadas de haber vendido su alma al dinero. Es una paradoja que las agencias
que califican la honestidad financiera hayan perdido prestigio por su falta de
honestidad en años pasados. Pero guste o no siempre tiene que haber jueces y
agencias de rating. De alguien hay que fiarse, ¿no?