sábado, 16 de marzo de 2013

La canción de Peggy Lee



(La columna de Pablo Rodríguez Suanzes en El Mundo del 11 de abril de 2010. ¡Qué poco han cambiado las cosas!)

[…] The Wall Street Joumal publicó un largo artículo de opinión de Irwin Stelzer, analista del Hudson Institute, un think tank conservador (http://cort.as/Igv). En él se ataca duramente la política económica de España que «lleva siete trimestres en recesión, su tasa de paro roza el 20% [...] y su déficit es el 11,4% del PIB». Stelzer usó la letra de Manana (www.lyricsdepot.com/peggy-lee/manana.html) un éxito de 1947 de la cantante Peggy Lee, como ejemplo. Es una melodía pegadiza pero que esconde un claro mensaje: «Mi madre [...] trabaja muy duro / Pero siempre que me busca estoy durmiendo en el jardín / Mi madre piensa que soy vaga y quizás tenga razón / Iré a trabajar mañana pero he de dormir». 

En el último párrafo, la canción dice: «La ventana está rota y la lluvia está entrando / Si no lo arregla nadie, me voy a empapar / Pero si esperamos un día o dos quizás la lluvia se vaya». Dejando a un lado la critica a la pasividad, la idea de la ventana rota evoca dos teorías muy conocidas. Ya en 1850, Frederic Bastiat habló sobre la trampa de la ventana Tota (bastiat.org/en/twisatwins.html). Hay quien piensa que la rotura de una ventana es buena, porque da trabajo al cristalero. Es decir: el gasto genera beneficios. Sin embargo, Bastiat replicó pronto que esa idea es absurda, pues esos «seis francos» gastados en cristal se podrían haber usado mejor para «cambiar de zapatos o comprar un nuevo libro». 

En marzo de 1982, James Q. Wilson y George L. Kelling publicaron en The Atlantic un artículo titulado Broken Windows. En él, afirmaban que «Los psicólogos sociales y la policía están de acuerdo en que si se rompe la ventana de un edificio y no se repara, el resto estarán pronto igual», pues hace de efecto llamada a los vándalos, tanto en los barrios buenos como en los marginales. Su consejo, poco económico, era claro: cueste lo que cueste, hay que arreglar las ventanas lo antes posible. La alternativa es mucho peor.

jueves, 14 de marzo de 2013

El insólito giro de las agencias de ‘rating’



(Un artículo de Carlos Salas en El Mundo del 16 de mayo de 2010)

El de los trenes ha sido uno de los negocios más ruinosos de EEUU porque se tarda una semana en cruzar ese enorme país de costa a costa en un expreso, pero sólo cuatro horas en avión. Está claro: los aeropuertos son los grandes competidores de los trenes de larga distancia. 

En 1968 algunos empresarios pensaron que si fusionaban Pennsylvania Railroad con New York Central Railroad y si añadían The New York, New Haven and Hartford Railroad podían sacarlas de las pérdidas y ganar dinero. En la corta y media distancia podían ganar a los aviones. Para hacer las cosas fáciles la llamaron Penn Central. 

Vista desde un satélite, la zona que abarcaba Penn Central era la más poblada de EEUU. Claro que seguían teniendo un serio competidor: las autopistas. Desde una ley aprobada en 1956 por Eisenhower, las four-line highway se construían a ritmo feroz. Otro enemigo era la Comisión Interestatal de Comercio que regulaba las tarifas. Ni un centavo más de lo permitido. 

En 1970, incapaz de asumir su enorme deuda, Penn Central anunció la mayor suspensión de pagos de la historia hasta entonces conocida y conmovió la mentalidad empresarial norteamericana.

A raíz de esa quiebra, sucedieron varias cosas. En primer lugar se creó Amtrak, una empresa estatal de trenes que sale en todas las películas desde 1970.Y, en segundo lugar, las casi inadvertidas agencias de rating disfrutaron del mayor empujón de su historia. Las agencias de calificación financiera existían desde principios del siglo XX. Se dedicaban a emitir informes sobre si ésta o aquélla empresa era creíble desde el punto de vista financiero. Esas opiniones aparecían en unos libros de rating que podía comprar cualquier mortal. ¿Quería usted adquirir acciones de Acme? Entonces compraba esta opinión independiente y luego tomaba su decisión. No era un negocio fabuloso, pero sí muy respetado. 

Las casas de rating como Moody's se enorgullecían en los 50 de no recibir «un centavo de las empresas», de ser incorruptibles y de practicar una tajante moral basada en la independencia, según lo describía el vicepresidente de la compañía en el diario religioso Christian Science Monitor. Eso se llama sindéresis. Opiniones justas. Era bueno para el sistema financiero. Era bueno para los inversores. 

Las cosas empezaron a cambiar en los años 70 debido a la quiebra de Penn Central. Dado que las fiebres en las finanzas se transmiten como las bacterias de la peste bubónica, los bancos pusieron en duda a todas las empresas y les cerraron el grifo. No había más dinero. Cero préstamos. «Eso produjo el efecto contrario al esperado», contaba Carballo, ex director general de Banca de Moody's, en un artículo en Expansión en septiembre [de 2009]. «Sin crédito, esas mismas empresas incrementaron aún más sus impagos».
Aterrorizadas por esta decisión, las empresas norteamericanas fueron corriendo a buscar a alguien que les diera un certificado de buena salud financiera. Y entonces descubrieron a las agencias de rating. Todos los empresarios hicieron cola y obtuvieron sus certificados de solvencia financiera. «Tanto se incrementó la demanda del rating que las agencias se vieron obligadas a cobrar por primera vez a las empresas que se lo solicitaban», añade Carballo. 

Las agencias de rating descubrieron el gran negocio de vender certificados de salud financiera, el rating famoso. AAA significaba muy buena salud. CCC significaba enfermedad terminal. En poco tiempo pasaron de ser pequeñas compañías de moral intachable, a grandes firmas que vendían sus opiniones a los mismos sobre los que opinaban. Era como si el jurado de Operación Triunfo fuera pagado por David Bisbal. ¿No es un poco sospechoso? 

Para aumentar su regocijo, en 1975 el Gobierno de EEUU les dio un empujón más. La Securities and Exchange Cornmission, llamada también el watchdog (el sabueso o guardián) de la Bolsa americana, se percató de que las calificaciones podían ser un gran detector de minas financieras. Para evitar futuras quiebras por falta de fondos, obligó a los intermediarios financieros a poner más dinero cuando su rating fuera malo, y menos si su rating era de alta calidad. Era como si en la escuela, los chicos que sacan malas notas fueran obligados a pasar más horas estudiando, y los que sacan buenas notas, menos horas. 

El remate fue que sólo las agencias certificadas podían dar esas notas. Para ello se creó la National Recognized Statistical Rating Organization (la organización nacional de rating de EEUU) que hoy contempla 10 firmas. Pero las importantes son Fitch, Moody's y Standard &Poor's. 

Para muchos observadores, una agencia de rating no puede ser del todo honesta pues juzga a quienes le pagan. La prueba está en que, poco antes de la crisis de septiembre de 2008, los bonos de Lehman gozaban de gran calificación. «Estas acusaciones caen por su propio peso si se ve el enorme porcentaje de acierto de sus calificaciones», se defendía Carballo en Expansión, «algo que no se obtiene si no es con un gran nivel de independencia». 

Pero sus errores han sido mayúsculos y por eso se plantea multarlas. El Parlamento europeo aprobó un reglamento el año pasado que trata de romper además con el oligopolio de las tres agencias americanas. Todo ello acaba de ser destripado por Alberto Tapia en su monografía Las agencias de calificación crediticia (Thomson Reuters-Aranzadi).

 La verdad es que ahora las agencias están entre la espada y la pared. Si son muy duras con los estados (como España), reciben un chaparrón de críticas, pues pueden hundir las finanzas de un país. Y si son muy blandas, como sucedió en 2008, serán acusadas de haber vendido su alma al dinero. Es una paradoja que las agencias que califican la honestidad financiera hayan perdido prestigio por su falta de honestidad en años pasados. Pero guste o no siempre tiene que haber jueces y agencias de rating. De alguien hay que fiarse, ¿no?

martes, 12 de marzo de 2013

Imposible contentar a todos



(Extraído de la columna de Pablo Rodríguez Suanzes en El Mundo del 16 de mayo de 2010)

[…] Según el Teorema de Imposibilidad de Arrow, enunciado por el nobel Kennet Arrow; no es posible contentar a todos. Al menos si hay 3 opciones en juego (www.es.wikipedia.org/wiki/Paradoja_de_Arrow). 

La tesis de Arrow es que, aunque no nos guste, «existen situaciones en las que no es posible determinar una ordenación racional de las preferencias de una sociedad». Un ciudadano puede ser racional en sus gustos y elecciones, pero no es posible tomar decisiones colectivas que respeten los criterios racionales individuales. No, al menos, sin que sean impuestas, lo que, en la terminología de Arrow, genera la figura del dictador (http://www.analitica.com/Bitblio/kelly/teorema.asp). Él mismo explicó en 2008 el origen de su teorema y sus implicaciones. El vídeo se puede ver en: www.nobel prize.org/mediaplayer/index.php?id=1080. 

¿Son incompatibles democracia y decisiones económicas racionales? Dani Rodrik, profesor de Economía política en Harvard, ha llevado esta semana el argumento un paso más allá. A partir del caso griego, Rodrik escribe, con pesar, que existe en la actualidad un grave trilema político: «Globalización económica, democracia política y Estado-nación son conceptos mutuamente irreconciliables» (http://rodrik.typepad.com). Si sólo podemos tener dos a la vez, ¿cuál escoger? No es nada tomar una decisión, al menos sin caer en la conocida como Paradoja de Condorcet, que nos atormenta a todos desde su célebre formulación a finales del siglo XVIII (asojodcr.blogspot.com.es/2009/03/la-paradoja-de-condorcet.html).

domingo, 10 de marzo de 2013

¿Economía o principios?



(La columna de Pablo Rodríguez Suanzes en el suplemento económico de El Mundo del 3 de lulio de 2011)

La crisis ha golpeado a gobiernos más o menos conservadores, socialistas, comunistas. Para salir, llevamos años debatiendo si las recetas han de ser de izquierdas, de derechas o centro. Si hay que ser keynesianos, liberales. Pero si la crisis no es producto sólo de la economía (falsear estadísticas o ver en la peluquería un trabajo de riesgo no parece algo ideológico), la discusión es estéril. Cada vez más gente se pregunta si es “justo” que los ciudadanos paguen por los errores de sus gobiernos, bancos o empresas (economist.com/node/18897835). Pero si metemos la variable justicia en la ecuación, ¿cuándo paramos? ¿Es justo pagar impuestos? ¿Y la redistribución? ¿Y los subsidios? ¿Y el mismo Estado?
 
En 1971, John Rawls publicó Teoría de la justicia, obra magna en la que intentó reconciliar las ideas de libertad e igualdad a partir de un enfoque contractual, en la línea de los autores clásicos. Sin embargo, en 1974, su colega Robert Nozick replicó con Anarquía, Estado y Utopía, una visión radicalmente opuesta y contra la redistribución forzosa por parte del Estado. Para él era inadmisible perder libertad para lograr más igualdad (www.trinity.edu/rjensen/NozickInterview.htm). Stephen Metcalf (www.slate.com) ha resucitado estos días la obra de Nozick con un artículo muy polémico (www.juliansanchez.com/2011/06/21/nozick-libertarianism-and-thought-experiments/), que sin embargo apenas aborda su rivalidad (mzuluaga.wordpress.com/2007/06/05/comentarios-sobre-la-teoria-de-la-justicia-de-john-rawls/).

Uno de los ejemplos más famosos de Nozick es el del jugador de la NBAWilt Chamberlain. ¿Es justo que los pobres paguen por ver al jugador de la NBA y le hagan más rico mientas ellos se hacen más pobres? Él no veía problemas, pero llovieron criticas (www.saberderecho.com/2007/02/nozick-wilt-chamberlain-y-la-igualdad.html) o (biblioteca.itam.mx/estudios/estudio/estudio01/sec_19.html). El debate de los 70 sigue teniendo eco hoy en día. Michael Sandel, de Harvard como Rawls y Nozick, y que tiene su propia obra al respecto, es el profesor de una de las clases más populares de la historia. A sus aulas acuden miles de estudiantes cada año, y está disponible on-line (www.justice harvard.org).

viernes, 8 de marzo de 2013

España, a la cola de los modelos de pensiones



(Un texto de Cristina Berechet – economista jefe del think tank Civismo- en el suplemento económico de El Mundo del 17 de febrero de 2013)

«La idea de que el futuro sea diferente del presente es tan repugnante a nuestros modos tradicionales de pensamiento que mostramos una gran resistencia a actuar en consecuencia», decía Keynes. En España es difícil considerar un cambio en el modelo del Estado del Bienestar y menos aún en el sistema de pensiones. Sin embargo, el diseño y el funcionamiento de éstos varía mucho de un país a otro. 

Según el Australian Center for Financial Studies (http://www.globalpensionindex.com/), Dinamarca lidera el ranking de sistemas de pensiones; le siguen Holanda, Australia, Suecia, Suiza y Canadá. El estudio propone una serie de recomendaciones genéricas: aumentar la edad de jubilación, extender la vida laboral de los mayores o fomentar el ahorro privado para completar la pensión pública. 

Otro índice valioso es el de Sostenibilidad de Allianz (www.allianzglobalinvestors.eu/Documents/AGI_PensionSustainabilityIndex_2011.pdf), ranking que lidera Australia porque su sistema público de pensiones cubre únicamente las necesidades básicas, lo que exige que cada uno lo complete con un plan personal. España, en cambio, es el país del mundo que más precisa de una reforma, sólo por detrás de Grecia, India, China, Tailandia, y Japón. El envejecimiento de la población, el aumento de la deuda soberana y el elevado nivel de las pensiones ponen en tela de juicio la sostenibilidad.
La OCDE (www.oecd.org/spain/47367529.pdf) también incide sobre el elevado coste de las pensiones en España ya que la tasa de sustitución respecto al último salario es la segunda más elevada del mundo. Además el FMI añade el riesgo adicional de la baja productividad. 

Parece que los españoles estamos olvidando que Beveridge, el padre de la Seguridad Social, creía que «el Estado debería fomentar la iniciativa privada para asegurar una cobertura superior a la pensión mínima establecida».
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