jueves, 19 de febrero de 2015

La Economía del Bien Común



(Un texto de Luis H. Menéndez en el suplemento económico del Heraldo de Aragón del 2 de febrero de 2014)

EBC. […] el profesor austriaco Christian Felber, [es] el promotor inicial de la denominada Economía del Bien Común (EBC, Gemeinwohl-Ökonomie), un proyecto abierto a las empresas que apuesta por un modelo económico en el que prima el respeto al ser humano y al medio ambiente y que intenta huir del hecho de que solo sea el dinero el que guíe todo lo que hacemos. Decía el propio Felber a este periódico en estas mismas páginas que «en la actual economía de mercado se fomenta el egoísmo y la competencia, pero no los valores de las constituciones de la mayoría de las democracias occidentales». Lo que pretende la EBC, apuntaba, es «que esos valores, es decir la dignidad humana, la solidaridad, la justicia social, la sostenibilidad económica y la democracia, se implanten en la economía y se utilicen para medir el éxito de cada empresa». Pues bien, este ideario ha ido ganando partidarios en todo el mundo y en nuestro país ya se ha constituido la Asociación Federal Española para el fomento de la Economía del bien común.

[…] Javier Goikotxea, socio de la empresa BIKOnsulting, consultora especializada en el bien común, la primera en España. «Esto engancha porque es un cambio hacia un entorno en el que los valores tengan más peso y los objetivos no sean solo el dinero y el éxito económico», señalaba a este diario Goikotxea a modo de explicación. «Queremos que haya más empresas de esas que cualquiera pueda decir cuánto le gustaría trabajar en ellas», añadía.

CAMPO DE ENERGIA. Los grupos de personas con inquietudes de impulsar el movimiento EBC ubicados en diferentes comunidades autónomas se denominan 'campos de energía'. En Zaragoza hay uno, que cuenta con cerca de una docena de personas de procedencia muy amplia que se reúnen en el Centro Joaquín Roncal de la CAl […]. Están liderados por Francisco Rojas, profesional de larga trayectoria en el Instituto Tecnológico de Aragón (ITA), y la economista Elena Miguel, y entre otros también están Julio Bernardos, Estrella Bernal, Julio Atance, Jonatan Magaz, Jota Pueyo y Alberto Pardos. 'Campos de energía' como éste hay unos 25 más en España, país que ya cuenta con empresas auditadas en EBC al igual que Austria, Alemania, Italia y Suiza. […]

lunes, 16 de febrero de 2015

El capitalismo natural



(Un texto de María Blanco, profesora de Economía de la Universidad CEU San Pablo, en el suplemento económico de El Mundo del 12 de enero de 2014)

Hace unos días, Barack Obama, presidente de Estados Unidos, alertaba de la situación tan dramática que se está viviendo, no ya en su país, sino en el mundo occidental, como consecuencia de la prolongada crisis. Lo hizo en el discurso pronunciado en el Center for American Progress. Para Obama, la esencia de la grandeza de Estados Unidos descansa en la certeza de que «todos hemos sido creados iguales». Lo cual es absolutamente falso. No hemos sido creados iguales. Más bien al contrario, somos todos diferentes. Como nos enseñó Adam Smith en su Teoría de los Sentimientos Morales, eso permite que nos relacionemos, no solamente desde un punto de vista estrictamente económico, intercambiando bienes y servicios en un mercado. Las diferencias permiten también que unos ayuden a otros, que exista el aprendizaje, la admiración por el talento artístico y por la belleza ajena.

Porque somos diferentes hay líderes, héroes, místicos. Por supuesto, también hay villanos, inmorales y depravados. Pero la existencia de unos y otros, generada por la diferencia, no implica que haya que eliminarla y lograr un igualitarismo artificial, inexistente en la naturaleza.

Porque yo soy diferente a otros puedo ofrecer aquello que tengo de más, o aquel servicio que proveo mejor que el resto, y de esta forma, satisfacer mis necesidades sin depender más que de mi buen hacer, sacando provecho de lo que tengo. Inmediatamente se plantea la cuestión de qué sucede con aquellos que no tienen nada que ofrecer. La benevolencia, la compasión, la generosidad, todas ellas virtudes voluntarias, que no se pueden imponer para que no pierdan precisamente su carácter de virtud transformándose en simple obediencia, suplen la situación de los que no tienen nada. De esta manera, a lo largo de la historia, las personas hemos desarrollado nuestro ingenio, ofreciendo aquello que veíamos que se necesitaba en nuestro entorno, y otras creando esa necesidad en nuestros semejantes.

Por eso, la denuncia a quienes reclaman intervención política porque confunden desigualdad y pobreza es muy pertinente. Porque si fuera posible un mundo en el que todos fuéramos iguales, o todos tuviéramos lo mismo, obviamente no tendría sentido el intercambio, en sentido amplio.

Reclamar intervención política en el mercado es la manera de asegurar que quienes tienen menos no puedan acceder a un entorno libre, un mercado lo suficientemente grande y variado como para que encuentren alguien que se acomode a su oferta.

Pero lo peor es que quienes demonizan la riqueza y a los ricos pecan de una hipocresía soterrada que es necesario desempolvar y poner bajo los focos. De nuevo es necesario recurrir a Adam Smith quien, en el mencionado libro, expone cómo, a lo largo de la historia del hombre, el individuo se ha fijado en el que tiene más y las sociedades, a medida que han ido evolucionando, se han organizado alrededor de esta tendencia natural que consiste en la especial consideración hacia el rico y el poderoso.

Esta tendencia no implica el desprecio por los pobres, porque los seres humanos somos mucho más complejos y también somos capaces de admirar otras virtudes. Adam Smith defiende la necesidad de fomentar esas otras virtudes y yo también, pero nunca por ley.

Si somos sinceros, la mayoría de la gente que reclama un igualitarismo buenista (aunque falaz), votaría antes por un gobernante de dudosa reputación que acrecentara la riqueza del país que a uno de comportamiento virtuoso que no lo hiciera. Lo relevante no es la diferencia entre el que tiene más y el que tiene menos, sino que el que tenga menos pueda tener más. No se trata de comparar entre Estados Unidos y Senegal, se trata de que no haya hambre en Senegal.

Pero, políticamente, y en especial desde un país occidental, que se está empobreciendo pero en donde aún disponemos de muchas facilidades de una vida moderna, es más fácil vender votos despertando envidias. Porque en el fondo de todo habita la secreta esperanza de que nos toque algo en el reparto de prebendas. Eso es el socialismo, el sistema político que asegura el reparto arbitrario de privilegios. Y mientras eso sea así, el común de los mortales hará lo que sea para ser uno de los privilegiados, siempre bajo el disfraz de la subvención o el estímulo. Y eso es lo verdaderamente inmoral.

viernes, 13 de febrero de 2015

La atomización local para un consumo racional de los recursos



(Un texto de Josune Ayestarán en el suplemento económico de El Mundo del 12 de enero de 2014)

Los principios de eficiencia y equilibrio financiero exigen revisar el número de municipios. la Ley de Racionalización y Sostenibilidad de la Administración Local (www.boe.es/boe/dias/2013/12/30/pdfs/BOE-A-2013-13756.pdf) entraba en vigor poco antes de despedir 2013. Su objetivo: garantizar la prestación de servicios públicos sostenibles y de calidad, con independencia del lugar de residencia del ciudadano. La nueva norma devuelve los cometidos sociosanitarios a las CCAA, mientras que los municipios se encargarán de la salubridad pública y lo relacionado con cementerios y servicios funerarios. En casos puntuales, las comunidades tendrán la opción de transferir determinadas atribuciones a las diputaciones y ayuntamientos. Todo ello acompañado de un ajuste en las estructuras administrativas locales para adaptarse a criterios de transparencia.


La eficiencia implica dar con el tamaño de administración óptimo, capaz de garantizar una respuesta satisfactoria a las demandas de los ciudadanos sin derrochar recursos. Según últimos datos del INE, España cuenta con 8.117 municipios con sus correspondientes ayuntamientos, de los cuales, más de la mitad (4.901) son poblaciones inferiores a 1.000 habitantes. Alemania, Italia, Grecia y Portugal ya redujeron el número de municipios. Alemania, incluso, redefinió las competencias del Estado federal y los lánder. En algunos casos, los servicios gestionados localmente pueden ser más eficientes, ya que un conocimiento más cercano de la realidad favorece políticas más acertadas, pero esto hay que combinarlo con una gestión sensata (más cuando los recursos escasean). La meta es evitar duplicidades administrativas, fruto de la asunción por parte de los ayuntamientos de competencias ajenas y que, en lugar de incrementar el bienestar, sólo perjudican el bolsillo de los ciudadanos.

martes, 10 de febrero de 2015

Miedo



(La columna de Juan Manuel de Prada en el XLSemanal del 17 de junio de 2012)

El economicismo clásico estableció que la codicia o egoísmo personal era el motor de las relaciones económicas; y que la agregación y concurrencia de codicias personales  garantizaba el funcionamiento del mercado (a esto se denominó mano invisible): el panadero no amasaba y cocía el pan por un impulso altruista, sino porque sabía que, haciéndolo, atendía necesidades que a su vez le permitirían sufragar las suyas; y este egoísmo racional de los actores económicos (en el que, sin embargo, no faltaban factores de empatía, pues la codicia solo halla satisfacción cuando es capaz de ponerse en el lugar del otro, previendo y atendiendo sus necesidades) garantizaba, según tal doctrina clásica, el bienestar y riqueza de las naciones.

La visión antropológica que subyace en esta visión economicista es, a todas luces, nefasta. Considera que el motor de la acción humana es siempre el interés propio, extremo que nuestra propia experiencia desmiente: por muy egoístas y codiciosos que seamos, sabemos que muchas de nuestras acciones son desinteresadas, nacidas de un impulso ingobernable de generosidad (en realidad, mucho más ingobernable que nuestra codicia). También considera que un mal de origen (la codicia personal) puede redundar en un bien último (el bienestar y riqueza de las naciones), olvidando que todo lo que se funda sobre un mal, más allá de los beneficios mediatos o inmediatos que pueda reportar, acaba muy malamente. Pero no nos interesa aquí señalar los errores morales y metafísicos de tal doctrina, nacidos de una concepción pesimista (de raíz protestante) de la naturaleza humana, sino un error mucho más palpable, que consiste en dar por sentado que las relaciones económicas permiten que los hombres actúen movidos por la codicia. Tal vez esto pudiera ocurrir en un mercado ideal, en el que los actores económicos se desenvuelven libremente; pero sospecho que tal mercado ideal no ha existido nunca. Y, desde luego, no existe en nuestra época.

Para que los hombres puedan actuar por codicia necesitan tener certezas y seguridades; pero lo que caracteriza las relaciones económicas es precisamente la inseguridad y la incertidumbre o, si se prefiere, la convicción de que están gobernadas por fuerzas que escapan a nuestro control. En aquel mercado ideal que soñaron los teóricos del liberalismo los actores concurrentes conocían las necesidades de los otros actores con los que entablaban una relación económica; hoy tales relaciones se han debilitado hasta hacerse casi inexistentes, y cualquier decisión adoptada en instancias desconocidas, impersonales, brumosas y fuera de nuestro control en Nueva York o Pekín puede alterarlas. De este modo, la codicia deja de mover al individuo; y el único motor de su acción económica es el miedo. Un miedo que se extiende a todas sus elecciones, desde el preciso instante en que se convierte en actor económico. No elegimos una determinada carrera o formación por codicia, sino por miedo al fracaso, por miedo a no encontrar trabajo, por miedo a elegir otra que tal vez nos estimule más pero tiene menos salidas profesionales. No aceptamos tal o cual trabajo por codicia, sino por miedo al paro, por miedo a rechazar una oferta que tal vez mañana añoremos, por miedo a no cotizar lo suficiente para cobrar una jubilación, por miedo a la hipoteca que hemos suscrito con el banco, por miedo a otro trabajo menos digno que nos deje sin seguridad social. No aceptamos que las condiciones de nuestro trabajo sean cada vez más precarias por codicia, sino por miedo al despido, por miedo a que nos metan en un ERE, por miedo a la hipoteca que tenemos que seguir pagando, por miedo al contrato basura. No aceptamos un contrato basura por codicia, sino por miedo a envejecer sin haber hecho currículum, por miedo a que nos embarguen, por miedo al desahucio y al hambre. Y, sobre estos miedos que penden sobre nuestras decisiones, sobrevuelen otros miedos que exceden por completo el ámbito de nuestras miedosas decisiones: miedo a las sucesivas reformas laborales, miedo a los vaivenes de los mercados financieros, miedo a que quiebre el sistema de pensiones... Miedo, pura y simplemente miedo. ¿Dónde quedó la codicia de la que nos hablaban los teóricos de la economía? 

El miedo es el único motor o mano invisible que rige las relaciones económicas; un miedo nacido de la incertidumbre y la inseguridad. Y, como decía el replicante interpretado por Rutger Hauer en Blade Runner: «¿Es dura la experiencia de vivir con miedo, verdad? En eso consiste ser esclavo». 

jueves, 5 de febrero de 2015

Digamos que hablo de Quebec



(Un texto de Lorenzo B. de Quirós en el suplemento económico de El Mundo del 27 de octubre de 2013)

En 1995, los ciudadanos de Quebec votaron en contra de independizarse de Canadá en un referéndum sobre ese punto convocado previo acuerdo entre el Gobierno federal y el regional. La provincia canadiense tenía y tiene rasgos similares a los de Cataluña, un idioma propio, una participación en el PIB de la economía nacional del orden del 20%, una población algo mayor que la del Principado y un potente movimiento separatista, motor de la secesión. Los independentistas perdieron por un estrecho margen la consulta pero ésta tuvo un impacto negativo sobre la región de mayoría francófona del que no ha logrado recuperarse. Durante los últimos dieciocho años, el crecimiento de la economía, del PIB per cápita y del empleo han sido inferiores a su evolución en el resto del Canadá.

De entrada, el anuncio de la convocatoria del referéndum se tradujo en una rápida salida de personas, de capitales y de empresas desde Quebec hacia otras zonas del territorio canadiense, en especial, hacia Ontario. Como dato relevante cabe señalar que, en 1995, año de la consulta, la inversión en la provincia cayó un 12% respecto a la registrada en 1994. La dinámica de deslocalización de factores de producción no se invirtió después de la derrota de los independentistas entre otras cosas porque, a pesar de haber perdido el plebiscito, han mantenido, lo que ha generado una permanente incertidumbre sobre la evolución futura de la Provincia y ha debilitado su atractivo para la ubicación en su territorio geográfico de actividades productivas.

Por otra parte, la política lingüística desplegada por el partido nacionalista quebequés ha tenido consecuencias económicas no buscadas ni deseadas. En concreto, Quebec muestra una creciente incapacidad para atraer capital humano de alta calidad-productividad ante la barrera idiomática que supone el uso del francés. Esta restricción fáctica a la inmigración se traduce también en un estancamiento de la población en la provincia francófona, lo que constituye un elemento adicional de freno a su desarrollo. En otras palabras, la lengua se ha convertido en un lastre para impulsar un aumento del PIB potencial basado bien en el incremento de la productividad bien en la acumulación de factor trabajo bien en una combinación equilibrada de ambas variables.

A pesar de todo, los resultados socio-económicos de Quebec no han sido desastrosos por una sola razón: La secesión no se llevó a cabo. La Provincia sigue integrada en Canadá y, por añadidura, en el Tratado de Libre Comercio con EEUU y México, lo que le permite acceder a sus principales mercados, situación insostenible de haberse convertido en un Estado independiente. Dos ejemplos paradigmáticos ilustran la dependencia quebequesa del paraguas canadiense. El textil que es la principal industria quebequesa sobrevive por un sólo motivo, los altos aranceles proteccionistas concedidos por el Gobierno federal a Quebec y sus granjas suministran la mitad de la leche a la industria láctea canadiense. Hace falta un ejercicio de imaginación portentosa para creer factible mantener ese estatus comercial si Quebec estuviese fuera de Canadá.

Por otra parte, la independencia de la Provincia pondría en peligro su permanencia en la unión monetaria que hoy constituye Canadá. Si Quebec pudiese usar el dólar canadiense como lo hace ahora, el Gobierno del antiguo Dominio Británico no tendría capacidad de garantizar la solvencia de su sistema financiero, salvo que las instituciones crediticias quebequesas estuviesen sometidas a la supervisión-regulación del Banco de Canadá, lo que privaría al nuevo Estado de soberanía en ese terreno. Ante este panorama se abriría otra posibilidad, la dolarización unilateral de la economía de Quebec, lo que forzaría al Gobierno de Quebec a generar superávits permanentes en su balanza de pagos por cuenta corriente o a incrementar su endeudamiento externo para adquirir el volumen adicional necesario de dólares canadienses para sostener las transacciones monetarias de su economía.

De igual modo, la secesión quebequesa plantearía dos graves problemas: primero, la asunción por el Quebec independiente de la parte proporcional que le correspondería en la deuda estatal garantizada por el Gobierno federal hasta ese momento y segunda, la financiación de ella y de la privativa del nuevo Estado. Si se tiene en cuenta que la ratio Deuda-PIB de Quebec es semejante a la de Italia, la independencia plantearía dudas más que razonables sobre la solvencia de la neo-nata entidad estatal, esto es, sobre su capacidad de hacer frente a sus obligaciones. En este sentido, el Gobierno del nuevo Estado se vería forzado a realizar una durísima devaluación interna y un descomunal ajuste presupuestario para evitar la bancarrota si la unión monetaria con Canadá se mantuviese o hubiese elegido la dolarización de su economía. En ambos casos, los inversores deberían estar dispuestos a financiar la deuda, asunto complicado. La otra fórmula sería adoptar una moneda propia y desplegar una estrategia hiperinflacionaria para hacer frente a su endeudamiento.

Sin duda, un Quebec independiente, con una economía abierta al exterior, con disciplina fiscal y monetaria, con mercados libres e impuestos bajos podría sobrevivir e incluso prosperar, como enseñan Alesina y Spolaore en su espléndida monografía The Size of Nations. Ahora bien, antes de llegar a esa idílica situación atravesaría por una fase de transición larga, dolorosa, con niveles de incertidumbre y de inestabilidad enormes, acompañada de una brutal caída de los niveles de vida de sus ciudadanos durante un espacio temporal imprevisible. Y todo esto sucedería si el proceso de secesión fuese amistoso, imagínense lo que ocurriría si no fuese así…
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