(Un artículo de Francisco Comín en el
suplemento económico de El Mundo del 20 de octubre de 2013)
El endeudamiento español
está en máximos de un siglo. En el pasado se ha combatido con inflación,
impagos o privatizaciones, pero ninguna de estas herramientas es hoy una opción
realista.
En los Presupuestos
Generales del Estado para 2014 se preveía que la deuda pública alcanzará, a fin
de 2014, prácticamente el mismo volumen que el PIB. Aunque a los dos días el
Ministerio de Hacienda rectificó diciendo que sólo llegaría al 98,9% del
Producto Interior Neto (PIN), este
volumen de deuda es más que preocupante.
Aciertan los economistas
al decir que este endeudamiento es el más alto desde el ejercicio de 1910. Pero más relevante que ese nivel es signo de
la pendiente de la serie de deuda. El año 1910 no es relevante para compararlo
con la actualidad porque entonces la relación deuda/PIB era decreciente,
mientras que hoy es fuertemente creciente.
Ahora se está desarrollando
una nueva crisis de la deuda, cuando en 1910 se estaba solucionando la creada a
finales del siglo XIX. El año de referencia para la situación presente debería
ser 1897 (y también 1868), cuando había un nivel de endeudamiento similar al
actual y la ratio deuda/PIB estaba creciendo aceleradamente, hasta hacerse
insostenible.
Lo significativo es la
velocidad de crecimiento de la relación entre la deuda y el PIB. Viendo la
verticalidad de la serie desde 2007 y conociendo lo que sucedió en las dos
situaciones similares previas, es difícil imaginar cómo podrá frenar la escalada
de la deuda el Gobierno sin recurrir a un arreglo o impago parcial.
En aquellas dos
situaciones del siglo XIX, el Estado español alcanzó un nivel de endeudamiento
que no podía permitirse pagar desde el Presupuesto, de manera que los ministros
de Hacienda (Camacho en 1881 y Raimundo Fernández Villaverde en 1900) no
tuvieron otra opción que realizar un arreglo,
como se llamaba entonces, o una reestructuración, como se dice ahora. Es decir,
un impago parcial de la deuda. La insostenibilidad de la misma se alcanzó con
una relación deuda/PIB mayor que la actual: el 165% en 1879 y el 124% del PIB
en 1900. Pero esto no debe tranquilizarnos, como vamos a ver.
El desmesurado volumen
de deuda pública a finales del siglo XIX fue resultado de su acumulación a lo
largo de un siglo. En primer lugar, la serie se inicia con una enorme montaña
de deuda heredada del Antiguo Régimen, derivada de las continuas guerras desde
finales del siglo XVIII, financiadas a crédito, y por los altos costes de la
deuda ocasionados por los recurrentes impagos de Fernando VII y de los primeros
gobiernos liberales. Así, en 1850 la deuda pública ya era el 92% del PIB.
En segundo lugar, la
reforma tributaria de 1845 y el arreglo de la deuda de Bravo Murillo de 1851 no
solucionaron las deficiencias de la Hacienda. Por un lado, la deuda se siguió
acumulando porque los déficits públicos continuaron siendo la norma en la
segunda mitad del siglo XIX, alcanzando niveles de crisis fiscal en 1856-1875 (el
5,6% del PIB en 1870) y 1895- 1902 (4,5 % en 1897).
Los déficits pequeños
surgían de la insuficiencia del sistema fiscal que impedía que los ingresos tributarios
cubriesen los gastos normales del Estado. Los déficits alarmantes surgían de la
inestabilidad política y de las guerras durante el Sexenio Democrático (1668-1874)
y la guerra de Cuba. Por otro lado, la deuda pública también se acumulaba
porque se emitía para satisfacer obligaciones del Estado al margen del
Presupuesto ordinario. Entre 1851 y 1882 la deuda pública creció fuertemente por
diversos motivos. Por ejemplo, la permutación de los bienes del clero y
corporaciones civiles por inscripciones intransferibles de la deuda, derivadas
de la desamortización civil de 1855.
En segundo lugar, por
los presupuestos extraordinarios y las subvenciones a los ferrocarriles, que fueron
financiados con la emisión de deudas especiales entre 1851 y 1881. Finalmente,
la deuda pública se emitía en grandes cantidades para financiar los impagos
parciales (las conversiones de la deuda amortizable y las consolidaciones de la
deuda flotante), para pagar los intereses impagados (entre 1872 y 1881) y para
garantizar las operaciones del Tesoro. Todo ello explica que en 1879 y 1899, la
deuda pública fuera insostenible.
En las dos grandes
crisis de deuda mencionadas, la de 1879 y la de 1900, los ministros tuvieron
suerte porque el déficit público pudo controlarse. En cuanto el régimen de la Restauración
se estabilizó desde 1875, pudo reducirse el déficit público y el propio Camacho
lo redujo aún más antes de realizar su arreglo de la deuda. En la crisis de la
deuda de 1896-1900, Fernández Villaverde se encontró con que el fin de la
guerra de Cuba redujo e! déficit drásticamente, hasta lograr el superávit a principios
del siglo XX. Esto permitió no sólo dejar de emitir pasivos, sino amortizar
cantidades relevantes de deuda. Además, el arreglo
de Villaverde redujo los gastos financieros de la deuda, que eran la otra gran
partida del gasto público.
La situación actual es
radicalmente diferente. Ya no son las guerras las causantes del amplio déficit sino
la combinación de una depresión económica y de la acción del Estado del
Bienestar. Por un lado, los estabilizadores automáticos (impuesto sobre la
renta y prestaciones de desempleo), junto a la política de impulso fiscal en el
primer año de la crisis, fueron el origen del déficit público de 2008-2013, pues
antes de la crisis las Administraciones Públicas tenían superávit. Además, la
crisis económica llevó a la bancaria. Como el Estado acudió en auxilio de los
bancos, sus ayudas multiplicaron el déficit público y la deuda viva.
Por tanto, la vía de reducir
la deuda mediante su amortización con los sobrantes conseguidos en el presupuesto
está totalmente descartada en los próximos años. En ninguna situación pacifica
previa la relación déficit público/PIB fue tan alarmante como la de 2009-2013, por
encima del 10%.
La persistencia de la crisis
económica y de la crisis bancaria impide que el Gobierno reduzca
significativamente el déficit público, que en 2013 volverá a superar aquel
porcentaje si se incluyen las ayudas a la banca ya consideradas irrecuperables (como
hace Eurostat). Lo esperable es que habrá que seguir emitiendo deuda pública para
financiar los déficits.
En segundo lugar, también
está descartada la vía de las privatizaciones para conseguir fondos con los que
amortizar la deuda, que fue lo que hicieron los gobiernos españoles con la
desamortización en 1836 y 1855, Y entre 1995 y el año 2000 con las privatizaciones
de las grandes empresas públicas. Las pocas empresas que quedan por vender
(LAE, AENA) no se han privatizado porque con la crisis se malvenderían.
En tercer lugar, tras la
pérdida de la soberanía monetaria con el ingreso en el euro el Ejecutivo español
tampoco puede recurrir a la inflación como un medio de reducir el valor real de
la deuda pública, como sucedió en 1909-1920 y en 1940-1959. Entonces, el
Gobierno financió los déficits públicos emitiendo deuda pignorable que era
automáticamente descontable en el Banco de España, lo cual generaba inflación.
Aunque hoy en día, desde
la huida de los inversores extranjeros en 2010 por la crisis de los países del
sur de la eurozona, los bancos españoles siguen acumulando crecientes volúmenes
de deuda pública, que luego descuentan en el BCE, no parece que este banco vaya
a permitir una vuelta a la inflación.
Este abrazo mortal entre banca y Estado acentúa
los riesgos de la perpetuación de la crisis. La financiación del Estado por las
entidades acentúa el riesgo de crisis de los bancos y el riesgo de bancarrota del
Estado, que no tendrá más remedio que rescatarlos si quiebran por sus negocios
privados y si hay un impago de la deuda pública.
Entonces, sin
crecimiento económico y sin inflación, al Estado no le quedará más remedio,
tarde o temprano, que recurrir a una reestructuración. Hay economistas que
proponen que los países acreedores tendrían que contribuir a solucionar la
crisis de la deuda de los países del sur mediante una quita en el nominal y en
el rendimiento de la deuda, y un alargamiento de los plazos de vencimiento de
los títulos.
En cuarto lugar, que la
deuda sea insostenible depende de los costes financieros que supone en el presupuesto.
Los costes medios de la deuda están en los niveles históricos, debido a los
bajos tipos de interés mundiales, que llevan a los inversores arriesgados a
invertir en deuda española, que está a un escalón del bono basura.
Pero cuando la Reserva
Federal estadounidense comience a cerrar el grifo de las inyecciones de dinero
para comprar a los bancos bonos públicos a largo plazo, los tipos subirán y
esto encarecerá el endeudamiento del Estado español. Encarecimiento que se podría
ver agudizado por una recaída en la crisis de la eurozona, algo nada
descartable.
La variable
significativa para conocer el punto de intolerancia a la deuda pública de un
gobierno es la relación entre las cargas de la deuda y los ingresos
impositivos. Esta relación indica si el país se puede permitir mantener con sus
recursos ordinarios un cierto volumen de deuda. Si nos fijamos en el porcentaje
que suponían los gastos por intereses de la deuda en el gasto total del Estado,
el volumen actual de deuda parece sostenible, pues alcanzaba el 10,4% en 2011. No
obstante, si se considerasen todas las cargas de la deuda (intereses más
amortizaciones), el porcentaje ya subiría al 33,8%. Esto se debe al gran peso
de la deuda a corto plazo, que hay que amortizar cada año.
Pues bien, este
porcentaje es superior al vigente en 1899 y ligeramente inferior al de 1879, que
fueron las vísperas de los impagos parciales de Fernández Villaverde y Camacho.
Mientras la deuda a corto plazo pueda renovarse, el impago se puede postergar
algún tiempo, hasta que se presente una nueva crisis.
La situación parece más
grave si en lugar de comparar las cargas de la deuda con el gasto total de las
Administraciones Públicas se compara con los ingresos no financieros del
Estado. Entonces, la situación es realmente alarmante: en 2011, las cargas de
la deuda ya suponían el 63,5 % de los ingresos impositivos del Estado, una
cifra superior a las de 1879 y 1899 (cuando rondaba el 40%). Si aceptamos que
las comparaciones históricas sirven para algo, será difícil que la solución del
problema de la deuda no pase por una reestructuración.
Los héroes de la deuda
Bravo Murillo. En 1851, refundió todos los pasivos acumulados
en unos nuevos títulos, acabando con el caos heredado del Antiguo Régimen y de la
deuda creada para financiar las guerras que asolaron España desde 1793. La
reestructuración fue drástica y nadie quedó complacido, sobre todo en el exterior.
Juan Francisco Camacho. Arregló la deuda en 1882. Aprovechó
la favorable situación del mercado para disminuir el interés y alargar la amortización.
Se emitió nueva deuda al 4% para convertir algunas deudas antiguas y convirtió
la deuda consolidada para equiparar su tipo de Interés efectivo con el de las deudas
europeas.
Fernández Villaverde. Ministro de Hacienda, en 1899 tuvo que
hacer un 'arreglo' de la deuda, pues sus cargas ascendían al 43 % de los gastos
del Estado. Consolidó la deuda del Tesoro en deuda amortizable a 50 años, convirtió
la deuda amortizable en perpetua y estableció el Impuesto del 20% sobre los Intereses
de la deuda Interior.