miércoles, 30 de abril de 2014

¿Se considera usted liberal?



(Un texto de Domingo Soriano y Pablo Rodríguez Suanzes en el suplemento económico de El Mundo del 16 de noviembre de 2008)

Lo es, si piensa que estas frases son acertadas.

- Las empresas privadas son más eficientes que los estados a la hora de distribuir los recursos económicos.
- La búsqueda del interés propio contribuye al bienestar general.
- La subvención a la cúpula de Miquel Barceló no es un error porque cueste 20 millones de euros, sino porque los ciudadanos no deben pagar los caprichos de los políticos.
- El Gobierno no debe de intervenir en los asuntos económicos, sólo debe velar por la seguridad de los ciudadanos y el cumplimiento de los contratos.
- «Un comunista es alguien que ha leído a Marx; un anticomunista es el que lo ha entendido». (Ronald Reagan).

lunes, 28 de abril de 2014

...al triunfo del capitalismo intervenido de Keynes






(Un texto de Domingo Soriano y Pablo Rodríguez Suanzes en el suplemento económico de El Mundo del 16 de noviembre de 2008)

«Un fantasma recorre Europa, el fantasma del comunismo». Con estas conocidas palabras empieza el Manifiesto Comunista, publicado por Karl Marx y Friedrich Engels en 1848. La frase, convertida en mantra, simbolizó, en una época de revoluciones y cambios, el inicio del fin.

El liberalismo moderno, construido sobre los pilares de Adam Smith, se tambaleaba. Pero, irónicamente, no por las razones que profetizó Marx. Pese a lo que él pensaba, el liberalismo y el comunismo compartían enemigos. Es menos conocida la segunda frase del Manifiesto, en la que los autores apostillan: «Contra este fantasma se han conjurado en una santa jauría todas las potencias de la vieja Europa, el papa y el zar, Metternich y Guizot, los radicales franceses y los polizontes alemanes». Aunque muchos puedan ver en esa lista a defensores del capitalismo, en realidad, ni los conservadores ni, mucho menos, los religiosos fueron nunca adalides del mercado.

El marxismo dio forma a un movimiento que, de forma más o menos consolidada, ya existía y le dotó de una profunda carga teórica. El libro fue un encargo de la Liga de los Comunistas, cuyos líderes tenían una idea de lo que querían pero carecían de la capacidad y los conocimientos de Marx para plasmarlo por escrito.

Aunque se puede remontar el pensamiento socialista a la Revolución Francesa (Babeuf, Fourier), a los llamados utópicos (Robert Owen, Saint-Simon) o a pensadores difíciles de clasificar, como Proudhon, fue la llegada de Marx la que, a mediados del XIX, replanteó tanto la economía como la sociedad y la política.

Marx partía de fuentes clásicas (Adam Smith pero, sobre todo, David Ricardo en Economía y Hegel o Feuerbach en Filosofía), pero sus conclusiones eran absolutamente opuestas a las de ellos. Tanto él como Smith coincidían en el valor del trabajo, pero para Marx el empresario robaba el excedente (plustrabajo, plusvalia) a los trabajadores, que eran los que realmente lo producían. Su teoría del valor, así como la de la acumulación de capital, sentaron las bases de una nueva doctrina.

Para sorpresa del propio Marx, la revolución que él creía inevitable en los países capitalistas -explotadores- no llegó nunca. Sus ideas (y alguna perversión de las mismas) triunfaron, sí, pero en países en los que, según la Historia, no debieron hacerlo; como la Rusia de los zares, Cuba, Corea del Norte o algunas regiones africanas.

Pese a su fuerza y repercusión, el marxismo no fue, sin embargo, la única respuesta a la revolución industrial y el desarrollo mundial del siglo XIX. Hubo una vertiente más light: el socialismo. Ya sea en su vertiente inglesa (los fabianos, herederos de una tradición mixta entre socialistas utópicos y las teorías de David Ricardo), como en la continental.

Tanto unas como otras, parten de una premisa: Smith se equivocaba. Los mercados no pueden y no deben regularse solos. Es necesaria la intervención estatal porque la utopía de que la búsqueda del interés personal conduce al bien general es una falacia. Lo que se necesita es un regulador, un planificador, que coordine la economía para paliar las inevitables injusticas.

El socialismo busca(ba) la redistribución de la riqueza mediante el lema «de cada cual, según sus capacidades; a cada cual, según sus necesidades». En el siglo XX, y salvo en unos cuantos lugares, la máxima que triunfó fue ésta, pero sin la ortodoxia del marxismo. Hubo quien, como Ludwig von Mises, anticipó a principios de la década de 1920 la imposibilidad del cálculo económico en las sociedades socialistas. Pero ya antes, algunos críticos desde dentro, como Eduard Bernstein, abogaron por un revisionismo de los clásicos (Marx) para adaptarlo a la realidad. Lo que dio lugar a la socialdemocracia y al socialcristianismo, especialmente tras la encíclica Renum Novarum del papa León XII en 1891.

Tras la I Guerra Mundial y la crisis de la Segunda Internacional Socialista, llegó Keynes. El economista inglés, tan citado, evocado y añorado como poco leído, partía de una educación y unos planteamientos muy clásicos. De hecho, fue alumno de Pigou y, sobre todo, Marshall. Él no era un revolucionario, ni pensaba que el capitalismo fuera inviable o inaceptable como Marx. Keynes, simplemente, pensaba que el mercado no funcionaba siempre y que, cuando fallaba, era necesario que el Estado acudiese a solventar los problemas. Pero sólo entonces.

Y ése es el modelo de Economía que triunfó desde el final de la Segunda Guerra Mundial. El que tiene la mayoría de los países del mundo a día de hoy y que se conoce como economías mixtas. Una mezcla entre Estado y Mercado cuya proporción varía en función de la coyuntura internacional.
Desde 1945 a 1973 hubo más Estado. Fue la época de los neokeynesianos, del triunfo de Paul Samuelson y su Economics, el manual más vendido de la historia. Los años de más crecimiento de las economías de todo el mundo. Tras la superación de la Gran Depresión (para algunos lograda por el intervencionismo y el proteccionismo del New Deal, para otros retrasada precisamente por ello), se acabó la bonanza. Tras la crisis del petróleo de 1973, el Estado perdió su aura. Ya no era infalible.

Con la crisis financiera, se oyen voces hoy que piden la vuelta de la regulación y el fin del Consenso de Washington. Los partidarios de la economía social de mercado (o capitalismo renano), el modelo surgido en la Republica Federal Alemana durante la Guerra Fría, abogan de nuevo por un Estado fuerte que cuide de lo social mientras el mercado lo hace de lo económico.

[…] Marx perdió la batalla al llevarse a la práctica el socialismo real. Pero Keynes, como paradigma de la regulación y la intervención, tiene muchas papeletas para ganar esta.

domingo, 27 de abril de 2014

De la 'mano invisible' de Adam Smith...



(Un texto de Domingo Soriano y Pablo Rodríguez Suanzes en el suplemento económico de El Mundo del 16 de noviembre de 2008)

¿Alguien sabe cómo se fabrica un lápiz? En 1776, con esta sencilla pregunta, Adam Smith daba comienzo a la ciencia económica moderna y fundaba la ideología de más éxito e influencia de los últimos tres siglos: el liberalismo. Porque los grandes pensadores que vinieron después (desde Marx a Keynes, pasando por Mill o Hayek), lo que hicieron fue adherirse, criticar o matizar las ideas de Smith, que permanece hoy como parada obligatoria para todo el que quiera comprender el funcionamiento del orden económico libre. 

Porque el genio de Smith no se encuentra sólo en la pregunta, sino, sobre todo, en su respuesta: nadie sabe cómo se fabrica un lápiz. El leñador de los bosques noruegos que corta la madera, el dueño de la mina en Alemania de la que se extrae el grafito para la punta o el capitán del barco holandés que transporta estos materiales hasta el Reino Unido son partes de una gran cadena en la que sus componentes no son conscientes de participar. Son meros eslabones, que talan un árbol porque un transportista se lo comprará o fletan un barco porque un industrial así lo contrató. 

Es la mano invisible del mercado la que les une y permite que esa madera noruega acabe en el estuche de los escolares de Manchester. Y es el deseo de obtener beneficios (dentro del respeto a los contratos y a la propiedad privada de los otros) del maderero, el comerciante y el fabricante de lápices el que permitirá satisfacer la necesidad de ese alumno: «No es por la benevolencia del carnicero, del cervecero y del panadero por lo que podemos contar con nuestra cena, sino por su propio interés». 

A partir de esta idea, tan sencilla como revolucionaria, Smith desarrolla todo una filosofía basada en una premisa: demos libertad a los hombres con el único límite de los derechos de sus vecinos, la búsqueda de su propio interés será el motor que permita que la sociedad avance. 

Las consecuencias de esta teoría socavarán los cimientos de la política de la época. En un momento en el que sólo el Reino Unido puede definirse como una incipiente democracia (es una bonita casualidad que el mismo año de La Riqueza de las Naciones sea el de la Independencia de EEUU) y en el que las relaciones económicas entre los estados se basan en el proteccionismo, Smith reta a los poderes establecidos. 

El funcionario de aduanas escocés (curiosa ironía de la historia) presentó la mejor defensa hecha nunca de la libertad de comercio (que beneficia a ambas partes, no es un juego de suma cero) y del derecho del individuo para dirigir sin interferencias su destino. Un planteamiento que no busca la desaparición del Estado: ni Smith ni ninguno de los grandes liberales que le siguieron propugna la desregulación completa de los mercados (como se repite erróneamente en los últimos días), ni que el comercio se convierta en la ley de la selva. Su ideario se basa en la existencia de un Estado fuerte (para proteger la libertad del individuo, su vida y su propiedad) pero limitado (que no interfiera en aspectos que deben ser potestad de sus ciudadanos). 

Los pensadores liberales que vinieron después intentarían demostrar la veracidad de la intuición de Smith. Así, la ciencia económica, especialmente tras la revolución marginalista de Jevons y Walras, se convierte en una materia cercana a las matemáticas, en la que las curvas de oferta y demanda explican cómo los consumidores y los productores se unen en un punto de equilibrio que maximiza sus utilidades marginales (todos estos descubrimientos dan lugar a la microeconomía). Luego vendría Alfred Marshall, el primer neoclásico, que aúna los principios de Smith. David Ricardo o John Stuart MilI con el análisis marginalista. 

Ya en el siglo XX, especialmente tras el triunfo de las tesis keynesianas, los principales teóricos liberales tuvieron que soportar que se les etiquetara con prefijos (neo, ultra...) que pretendían situarles en un extremo ideológico, contrapuesto al marxismo (que tan influyente fue, por otra parte entre los intelectuales occidentales). Así, la escuela austriaca de Ludwig von Mises y Friedrich Hayek se vio prácticamente silenciada por su oposición a la intervención del Gobierno en la economía, incluida la política monetaria, en su opinión la principal causante de la aparición de las recurrentes crisis del sistema (como la de 1929). 

En la segunda mitad del siglo, sería la escuela de Chicago, capitaneada por Milton Friedman, la que centraría las iras intervencionistas. Su pensamiento (seguido en algunos aspectos por Ronald Reagan y Margaret Tatcher) incluía propuestas de fuertes rebajas de impuestos junto a un ataque directo a los servicios púbicos por su ineficiencia, coste y obligatoriedad (en algunos pasajes de Libertad de Elegir, acepta la gratuidad de la enseñanza para todos, pero cuestiona que tenga que ser un funcionario el que la ofrezca).

sábado, 26 de abril de 2014

CDO’s, los malos de la película



(La columna de Pablo Rodríguez Suanzes en el suplemento económico de El Mundo del 21 de marzo de 2010)

La crisis económica ha convertido a los españoles en expertos en términos financieros. Conocemos bien las hipotecas subprime, los Credit Default Swaps (CDS) o las stock options. Sin embargo, hay un instrumento peculiar que, pese a su relevancia, no ha calado igual: las Collaterized Debt Obligations o CDO's (obligaciones de deuda colateralizadas o garantizadas, que no son derivados, sino ¡derivados de derivados!) (www.investopedia.com/terms/c/cdo.asp). Hace ya un año y medio, Gurusblog explicaba de forma extraordinaria en qué consiste este instrumento, cómo consigue trocearse para convertir préstamos de alto riesgo en CDO's de alta calificación y, por tanto, por qué son tan apetecibles para los inversores (www.gurusblog.com 15 de octubre de 2008). 

Los CDO's, al poder trocearse, permiten acciones impensables hasta hace poco. Un acreedor que no quiera esperar al vencimiento de una deuda, puede dividirla y venderla por partes a terceros. En Scribs se puede encontrar una útil (y compleja) Guía para los CDO's (www.scribd.com/doc/5595986/The-Credit-Guide-To-CDO). Dado el nivel de sofisticación de este tipo de instrumentos, no sorprende que muchos reguladores hayan tenido dudas, desde hace años, sobre su comportamiento. En 2007, Enrique Calatrava recogía el impacto de los CDO's y la gran incertidumbre que generaban en Jaime Caruana, ex gobernador del Banco de España.

En los últimos días, la blogosfera económica de EEUU (http://blogs.wsj.com/deals) está emocionada por una tesis escrita, en 2009, por Anna Katherine Barnett-Hart, una brillante alumna de Harvard (http://www.hks.harvard.edu/m-rcbg/students/dunlop/2009-CDOmeltdown.pdf). En Historia del hundimiento del mercado de los CDO's. Un análisis empírico, Barrett-Hart traza analogías muy claras, al comparar el mercado de CDO's con el juego de las sillas musicales (gana el que se sienta antes) o con el de la patata caliente, que se pasó de brokers hipotecarios a WalI Street, pero dejando pedazos por el camino.
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