(Un texto de Domingo Soriano y Pablo Rodríguez Suanzes en el
suplemento económico de El Mundo del 16 de noviembre de 2008)
«Un fantasma recorre Europa, el fantasma del comunismo». Con estas
conocidas palabras empieza el Manifiesto
Comunista, publicado por Karl Marx y Friedrich Engels en 1848. La frase,
convertida en mantra, simbolizó, en una época de revoluciones y cambios, el inicio
del fin.
El liberalismo moderno, construido sobre los pilares de Adam Smith, se
tambaleaba. Pero, irónicamente, no por las razones que profetizó Marx. Pese a
lo que él pensaba, el liberalismo y el comunismo compartían enemigos. Es menos
conocida la segunda frase del Manifiesto, en la que los autores apostillan: «Contra
este fantasma se han conjurado en una santa jauría todas las potencias de la
vieja Europa, el papa y el zar, Metternich y Guizot, los radicales franceses y los
polizontes alemanes». Aunque muchos puedan ver en esa lista a defensores del
capitalismo, en realidad, ni los conservadores ni, mucho menos, los religiosos
fueron nunca adalides del mercado.
El marxismo dio forma a un movimiento que, de forma más o menos consolidada,
ya existía y le dotó de una profunda carga teórica. El libro fue un encargo de
la Liga de los Comunistas, cuyos líderes tenían una idea de lo que querían pero
carecían de la capacidad y los conocimientos de Marx para plasmarlo por escrito.
Aunque se puede remontar el pensamiento socialista a la Revolución Francesa
(Babeuf, Fourier), a los llamados utópicos (Robert Owen, Saint-Simon) o a
pensadores difíciles de clasificar, como Proudhon, fue la llegada de Marx la
que, a mediados del XIX, replanteó tanto la economía como la sociedad y la política.
Marx partía de fuentes clásicas (Adam Smith pero, sobre todo, David Ricardo
en Economía y Hegel o Feuerbach en Filosofía), pero sus conclusiones eran
absolutamente opuestas a las de ellos. Tanto él como Smith coincidían en el
valor del trabajo, pero para Marx el empresario robaba el excedente (plustrabajo,
plusvalia) a los trabajadores, que eran los que realmente lo producían. Su teoría
del valor, así como la de la acumulación de capital, sentaron las bases de una nueva
doctrina.
Para sorpresa del propio Marx, la revolución que él creía inevitable en
los países capitalistas -explotadores- no llegó nunca. Sus ideas (y alguna perversión
de las mismas) triunfaron, sí, pero en países en los que, según la Historia, no
debieron hacerlo; como la Rusia de los zares, Cuba, Corea del Norte o algunas regiones
africanas.
Pese a su fuerza y repercusión, el marxismo no fue, sin embargo, la única
respuesta a la revolución industrial y el desarrollo mundial del siglo XIX. Hubo
una vertiente más light: el socialismo.
Ya sea en su vertiente inglesa (los fabianos, herederos de una tradición mixta
entre socialistas utópicos y las teorías de David Ricardo), como en la
continental.
Tanto unas como otras, parten de una premisa: Smith se equivocaba. Los mercados
no pueden y no deben regularse solos. Es necesaria la intervención estatal porque
la utopía de que la búsqueda del interés personal conduce al bien general es una
falacia. Lo que se necesita es un regulador, un planificador, que coordine la economía
para paliar las inevitables injusticas.
El socialismo busca(ba) la redistribución de la riqueza mediante el lema
«de cada cual, según sus capacidades; a cada cual, según sus necesidades». En el
siglo XX, y salvo en unos cuantos lugares, la máxima que triunfó fue ésta, pero
sin la ortodoxia del marxismo. Hubo quien, como Ludwig von Mises, anticipó a
principios de la década de 1920 la imposibilidad del cálculo económico en las sociedades
socialistas. Pero ya antes, algunos críticos desde dentro, como Eduard Bernstein, abogaron por un revisionismo de
los clásicos (Marx) para adaptarlo a la realidad. Lo que dio lugar a la socialdemocracia
y al socialcristianismo, especialmente tras la encíclica Renum Novarum del papa León XII en 1891.
Tras la I Guerra Mundial y la crisis de la Segunda Internacional Socialista,
llegó Keynes. El economista inglés, tan citado, evocado y añorado como poco leído,
partía de una educación y unos planteamientos muy clásicos. De hecho, fue alumno
de Pigou y, sobre todo, Marshall. Él no era un revolucionario, ni pensaba que el
capitalismo fuera inviable o inaceptable como Marx. Keynes, simplemente, pensaba
que el mercado no funcionaba siempre y que, cuando fallaba, era necesario que el
Estado acudiese a solventar los problemas. Pero sólo entonces.
Y ése es el modelo de Economía que triunfó desde el final de la Segunda
Guerra Mundial. El que tiene la mayoría de los países del mundo a día de hoy y
que se conoce como economías mixtas. Una mezcla entre Estado y Mercado cuya proporción
varía en función de la coyuntura internacional.
Desde 1945 a 1973 hubo más Estado. Fue la época de los neokeynesianos, del
triunfo de Paul Samuelson y su Economics,
el manual más vendido de la historia. Los años de más crecimiento de las economías
de todo el mundo. Tras la superación de la Gran Depresión (para algunos lograda
por el intervencionismo y el proteccionismo del New Deal, para otros retrasada
precisamente por ello), se acabó la bonanza. Tras la crisis del petróleo de 1973,
el Estado perdió su aura. Ya no era infalible.
Con la crisis financiera, se oyen voces hoy que piden la vuelta de la regulación
y el fin del Consenso de Washington.
Los partidarios de la economía social de mercado (o capitalismo renano), el modelo surgido en la Republica Federal Alemana
durante la Guerra Fría, abogan de nuevo por un Estado fuerte que cuide de lo social
mientras el mercado lo hace de lo económico.
[…] Marx perdió la batalla al llevarse a la práctica
el socialismo real. Pero Keynes, como paradigma de la regulación y la intervención,
tiene muchas papeletas para ganar esta.