(Un artículo de Carlos Salas en el suplemento económico de
El Mundo del 7 de febrero de 2010)
Me lo contó hace tiempo el
presidente de una multinacional y espero recordarlo bien. Una de sus primeras
tareas, en los años 70, consistía en vender un escáner especial para detectar malformaciones
en productos metálicos. Se dirigió al País Vasco y allí presentó su artilugio. Marcial
Ucín, que daba nombre a una empresa de bienes de equipo, vio la prueba y dijo
que lo compraría. Al volver a Madrid, el joven comercial estaba inundado de felicidad.
Había vendido un equipo bastante costoso. Alguien preguntó por el contrato. ¿El
contrato? Sí, hombre, esos papelitos que se usan en Occidente para confirmar
que cada parte va a cumplir su compromiso. ¿Lo tienes?
«Sólo me dio su palabra».
¿Su palabra? ¿Y crees que eso vale? Siguieron un montón de invectivas por no haber
traído el contrato firmado y por ser tan pardillo. El novato vendedor estaba
desolado. Había sido un inocente, un irresponsable, mal vendedor; vamos. Al cabo
de los días, Ucin envió el dinero. Sin firmar ningún papel, claro. Había
bastado su palabra.
Si Marcial Ucín no
hubiera cumplido su palabra, habrían empezado los problemas. Acudir a los tribunales,
demandarlo, exigir la cantidad, pleitear... Debe haber cierta relación entre el
grado de civilización de un pueblo y el valor que otorga a la palabra. Uno respeta
la palabra del otro porque confía en él. La crisis de valores está ligada a la
crisis de confianza. Si no me fío de él, le pido avales, certificados, dinero,
depósitos, cualquier documento. En cambio, si me fío de su palabra, sé que
cumplirá.
Por eso no entiendo todavía
por qué Transparency International no
incluye dentro de su Pacto por la Integridad la necesidad de cumplir la
palabra, aunque sea con contrato firmado. Para elaborar su lista anual de
países más y menos corruptos del globo, se limitan a hablar de sobornos. Si
Nueva Zelanda es el país más fiable y honesto del planeta es porque debe haber
mucha gente de palabra, ¿no? De entera confianza.
El politólogo y ensayista
Francis Fukuyama tiene un libro titulado Confianza
en el que afirma que la confianza (trust) forma parte del capital social de una
comunidad. Y considera que este capital es más importante que el capital
monetario. La confianza en la palabra del otro es la base de las sociedades estables
y prósperas. Pero, ¿somos gente de palabra? ¿Cumplimos nuestras promesas? ¿Mantenemos
nuestro compromiso a pesar de los obstáculos? No. Ni siquiera aunque se hayan
firmado muchos papeles.
Los empresarios que están
atravesando la crisis actual saben que tienen en su poder un montón de papeles que
no sirven de nada, que no tienen valor, porque la otra parte no es de fiar y
les ha traicionado su confianza. Un contrato con la Administración, por
ejemplo, que debería ser cobrado en 90 días, es como tener una bolsa de basura,
pues la Administración debe a los empresarios unos 30.000 millones de euros que
no paga.
Esto, a su vez, genera
lo contrario a una cadena de valor: origina una bola de nieve de palabras rotas.
El empresario no paga a su proveedor; el proveedor no abona los gastos a un suministrador
de material, el suministrador no tiene fondos para pagar a los trabajadores,
los trabajadores no pueden pagar al banco, el banco no puede dar más créditos a
los jóvenes que piden hipotecas... Que levante la mano quien no haya dejado un
pufo por ahí en los últimos 12 meses.
El indicador de esta
pérdida de confianza y de la palabra dada es la morosidad bancaria, esto es, la
gente que no paga sus créditos; también, el número de efectos impagados; la devolución
de Letras o facturas... Estamos todos metidos en la cadena del antivalor. Es mortífero. Y todo se debe
a que se ha perdido el valor del compromiso, de la palabra, aunque sea mediante
un documento firmado. Eso es mentir, es engañar; es defraudar la confianza.
Por eso, desde mi punto
de vista, el mayor torpedo lanzado por esta crisis es el que ha golpeado el
valor de nuestra palabra. No valen compromisos, ni entregas en fechas previstas,
ni cumplimientos de condiciones. Peor aún, hemos dejado de dar valor a lo que valía
más, la simple palabra de honor.
Si uno revisa las
auditorías o las memorias de responsabilidad corporativa de las empresas, hablan
de muchas clases de valores: el valor de las acciones, de los equipos, de la política
de medio ambiente, de la tesorería, incluso del diálogo con las comunidades de pescadores...
Pero no se habla del valor de la palabra de esa empresa.
Debe de ser que, para el
sistema económico, la palabra ya no tiene valor. Yo, sin embargo, creo que es
el mayor valor de un empresario. Revela su honestidad y el respeto por las
otras personas. Aunque no se vaya de copas con ellas, las respeta porque ha
dado su palabra. Los jefes más valorados son los que no prometen lo que no pueden
cumplir, pero cumplen todo lo que prometen. Eso otorga a la plantilla un enorme
grado de confianza porque saben que esa persona es de fiar.
Ahora, para verificar
que alguien debe cumplir lo prometido, hay que rebuscar en nuestro correo electrónico
esa frase mercurial, y restregarla en las narices para decir, «eh, me lo prometiste».
La anécdota del empresario vasco me gusta contarla en las reuniones de amigos,
y siempre hay alguien que me dice: «Eso sigue pasando en España, sobre todo en el
campo». Un jurista me descubrió algo que me reconcilió con la justicia española.
«En el Código Civil, un acuerdo verbal puede ser perfectamente válido y obliga
a las partes», me dijo este jurista. Puso el ejemplo de los pleitos sobre
billetes de Lotería, donde nuestros Tribunales han reconocido el contrato verbal
como una obligación eficaz, a pesar de que no hay documentos.
Más aún, me aclaró que
en el Derecho laboral está plenamente admitida la contratación verbal. Y me recordó
que en muchos sitios de España se transmite la propiedad mediante un apretón de
manos, como en las ferias de ganado. Suspiré. Así que ya no tendremos que
volver a la Edad Media para recuperar esa costumbre.