miércoles, 30 de julio de 2014

Los verdaderos valores no tienen valor



(Un artículo de Carlos Salas en el suplemento económico de El Mundo del 7 de febrero de 2010)

Me lo contó hace tiempo el presidente de una multinacional y espero recordarlo bien. Una de sus primeras tareas, en los años 70, consistía en vender un escáner especial para detectar malformaciones en productos metálicos. Se dirigió al País Vasco y allí presentó su artilugio. Marcial Ucín, que daba nombre a una empresa de bienes de equipo, vio la prueba y dijo que lo compraría. Al volver a Madrid, el joven comercial estaba inundado de felicidad. Había vendido un equipo bastante costoso. Alguien preguntó por el contrato. ¿El contrato? Sí, hombre, esos papelitos que se usan en Occidente para confirmar que cada parte va a cumplir su compromiso. ¿Lo tienes?

«Sólo me dio su palabra». ¿Su palabra? ¿Y crees que eso vale? Siguieron un montón de invectivas por no haber traído el contrato firmado y por ser tan pardillo. El novato vendedor estaba desolado. Había sido un inocente, un irresponsable, mal vendedor; vamos. Al cabo de los días, Ucin envió el dinero. Sin firmar ningún papel, claro. Había bastado su palabra.

Si Marcial Ucín no hubiera cumplido su palabra, habrían empezado los problemas. Acudir a los tribunales, demandarlo, exigir la cantidad, pleitear... Debe haber cierta relación entre el grado de civilización de un pueblo y el valor que otorga a la palabra. Uno respeta la palabra del otro porque confía en él. La crisis de valores está ligada a la crisis de confianza. Si no me fío de él, le pido avales, certificados, dinero, depósitos, cualquier documento. En cambio, si me fío de su palabra, sé que cumplirá.

Por eso no entiendo todavía por qué Transparency International no incluye dentro de su Pacto por la Integridad la necesidad de cumplir la palabra, aunque sea con contrato firmado. Para elaborar su lista anual de países más y menos corruptos del globo, se limitan a hablar de sobornos. Si Nueva Zelanda es el país más fiable y honesto del planeta es porque debe haber mucha gente de palabra, ¿no? De entera confianza.

El politólogo y ensayista Francis Fukuyama tiene un libro titulado Confianza en el que afirma que la confianza (trust) forma parte del capital social de una comunidad. Y considera que este capital es más importante que el capital monetario. La confianza en la palabra del otro es la base de las sociedades estables y prósperas. Pero, ¿somos gente de palabra? ¿Cumplimos nuestras promesas? ¿Mantenemos nuestro compromiso a pesar de los obstáculos? No. Ni siquiera aunque se hayan firmado muchos papeles.

Los empresarios que están atravesando la crisis actual saben que tienen en su poder un montón de papeles que no sirven de nada, que no tienen valor, porque la otra parte no es de fiar y les ha traicionado su confianza. Un contrato con la Administración, por ejemplo, que debería ser cobrado en 90 días, es como tener una bolsa de basura, pues la Administración debe a los empresarios unos 30.000 millones de euros que no paga.

Esto, a su vez, genera lo contrario a una cadena de valor: origina una bola de nieve de palabras rotas. El empresario no paga a su proveedor; el proveedor no abona los gastos a un suministrador de material, el suministrador no tiene fondos para pagar a los trabajadores, los trabajadores no pueden pagar al banco, el banco no puede dar más créditos a los jóvenes que piden hipotecas... Que levante la mano quien no haya dejado un pufo por ahí en los últimos 12 meses.

El indicador de esta pérdida de confianza y de la palabra dada es la morosidad bancaria, esto es, la gente que no paga sus créditos; también, el número de efectos impagados; la devolución de Letras o facturas... Estamos todos metidos en la cadena del antivalor. Es mortífero. Y todo se debe a que se ha perdido el valor del compromiso, de la palabra, aunque sea mediante un documento firmado. Eso es mentir, es engañar; es defraudar la confianza.

Por eso, desde mi punto de vista, el mayor torpedo lanzado por esta crisis es el que ha golpeado el valor de nuestra palabra. No valen compromisos, ni entregas en fechas previstas, ni cumplimientos de condiciones. Peor aún, hemos dejado de dar valor a lo que valía más, la simple palabra de honor.

Si uno revisa las auditorías o las memorias de responsabilidad corporativa de las empresas, hablan de muchas clases de valores: el valor de las acciones, de los equipos, de la política de medio ambiente, de la tesorería, incluso del diálogo con las comunidades de pescadores... Pero no se habla del valor de la palabra de esa empresa.

Debe de ser que, para el sistema económico, la palabra ya no tiene valor. Yo, sin embargo, creo que es el mayor valor de un empresario. Revela su honestidad y el respeto por las otras personas. Aunque no se vaya de copas con ellas, las respeta porque ha dado su palabra. Los jefes más valorados son los que no prometen lo que no pueden cumplir, pero cumplen todo lo que prometen. Eso otorga a la plantilla un enorme grado de confianza porque saben que esa persona es de fiar.

Ahora, para verificar que alguien debe cumplir lo prometido, hay que rebuscar en nuestro correo electrónico esa frase mercurial, y restregarla en las narices para decir, «eh, me lo prometiste». La anécdota del empresario vasco me gusta contarla en las reuniones de amigos, y siempre hay alguien que me dice: «Eso sigue pasando en España, sobre todo en el campo». Un jurista me descubrió algo que me reconcilió con la justicia española. «En el Código Civil, un acuerdo verbal puede ser perfectamente válido y obliga a las partes», me dijo este jurista. Puso el ejemplo de los pleitos sobre billetes de Lotería, donde nuestros Tribunales han reconocido el contrato verbal como una obligación eficaz, a pesar de que no hay documentos.

Más aún, me aclaró que en el Derecho laboral está plenamente admitida la contratación verbal. Y me recordó que en muchos sitios de España se transmite la propiedad mediante un apretón de manos, como en las ferias de ganado. Suspiré. Así que ya no tendremos que volver a la Edad Media para recuperar esa costumbre.

lunes, 28 de julio de 2014

Economía bíblica



(La columna de Pablo Rodríguez Suanzes en el suplemento económico de El Mundo del 7 de febrero de 2010)

[…] ¿qué enfoque tiene la economía bíblica? Durante mucho tiempo se han relacionado las enseñanzas de Cristo con el socialismo, pero el singular economista Gary North sostiene que la Biblia es promercado y completamente antisocialista (www.garynorth.com).

Alberto Mansueto, un ensayista latinoamericano muy particular, ha escrito mucho sobre las raíces bíblicas del capitalismo (http://liberal-venezolano.net/2007/10/28/raices_biblicas_del_liberalismo_clasico?page=1#c8507). De hecho, en la historia del antiguo Israel, la época de los Jueces es precisamente conocida como Criptarquía, un sistema que incluso se ha vinculado a la Somalia moderna (http://blogs.vandal.net/47209/vm/724122222007).

Guillermo Méndez daba hace unos meses ejemplos en uno y otro sentido, destacando sin embargo el frühkapitalismus (capitalismo temprano) de los profetas. (http://eticaderechoylibertad.blogspot.com.es/2009/06/la-biblia-socialista-o-capitalista.html). Una perspectiva socialista desde Venezuela en www.aporrea.org/ideologia/a76434.html.

Aunque las Escrituras sean ambiguas, el Cristianismo se decantó, muy pronto, por medidas en contra de principios actuales del capitalismo y el libre mercado, como los préstamos con intereses, prohibidos desde el Concilio de Nicea del año 325, pero ya proscritos en el Libro (http://www.eumed.net/libros-gratis/2005/uiv-eco/aab.htm). Los escolásticos de la Escuela de Salamanca, 13 siglos después, fueron prácticamente los primeros en encontrar nexos de unión entre Cristianismo, gestión privada, libre intercambio o la acumulación de riqueza.

sábado, 26 de julio de 2014

Ingeniería financiera: La 'obra de Dios' de Goldman



(Un artículo de Pablo Pardo en el suplemento económico de El Mundo del 21 de febrero de 2010)

En la mitología griega, Zeus, el rey de los dioses deja ciego al dios Pluto, que era el encargado de repartir la riqueza entre la Humanidad. Como consecuencia, Pluto da riquezas al azar. Es, además, un problema sin solución. En la comedia Pluto, de Aristófanes, el dios recobra la vista y da dinero a los virtuosos, con resultados pavorosos. La elite dirigente de Atenas se queda sin blanca, y organiza una rebelión. Los esclavos se hacen ricos y dejan de trabajar. Y la gente deja de adorar a todos los dioses salvo a Pluto.

Ahora, 2.397 años después de que Pluto se representara por primera vez en Atenas, Grecia amenaza con provocar un cataclismo financiero mundial gracias a sus juegos con los dioses del dinero: Goldman Sachs. A fin de cuentas, el 8 de noviembre, Lloyd Blankfein, el actual presidente y consejero delegado de Goldman, declaraba al Times de Londres que «Yo hago el trabajo de Dios».

La tarea de Dios de Goldman en Grecia consistió en esconder 3.000 millones de euros, de modo que ese país pudiera cumplir con los objetivos de déficit para entrar en el euro en 2001. El mecanismo se basaba en que Atenas se endeudara en moneda extranjera. El sistema funciona si los tipos de interés en esa divisa son más bajos que en la moneda nacional. Pero, si la moneda nacional se deprecia, esa deuda se dispara.

Para evitarlo, están los currency swaps e interest-rate swaps. Con esos instrumentos financieros, un país o una empresa se endeudan en una divisa extranjera, pero pagan la deuda (con intereses) en moneda nacional. O sea, «convierten deuda externa en deuda interna», como explicaba esta semana Nicholas Dunbar, el periodista que destapó la trampa griega nada menos que en un artículo publicado en la revista Risk 2003 y recibió a cambio un silencio ostentoso y el sarcasmo de Goldman Sachs y de Atenas. Así pues, Goldman prestaba a Grecia en dólares y este país le pagaba en euros y le daba una generosa comisión de 330 millones de euros.

Pero el sistema tiene un truco: las dos partes pueden determinar un tipo de cambio diferente para la transacción del vigente en el mercado. Y, en este caso, Grecia pactó con Goldman Sachs inflar el valor del euro. Así, la deuda que Grecia estaba contrayendo era, nominalmente, mucho menor. No sólo eso: desde el punto de vista contable, era una operación de divisas.

Pero, en la práctica, Goldman le estaba dando un crédito a Grecia por valor de la diferencia entre el valor real del tipo de cambio entre el dólar y el euro y el ficticio pagado en la transacción. Para pagarlo, el Gobierno de Atenas usó la recaudación de su sistema nacional de lotería y de las tasas de los aeropuertos. Así, el truco le costó a Atenas otros 500 millones de euros. Era el precio que tenía que pagar por lo que en la práctica era un crédito a 20 años.

Después, Goldman se lavó las manos. Aseguró la transacción con una serie de contratos con el banco alemán Hypo Real Estate y el griego Banco Nacional y, finalmente, lo sacó de su balance, al transmitirlo a Titlos, un Vehículo Especial de Inversión (el mismo tipo de entelequias en el que los bancos metían los bonos basados en hipotecas basura) en Londres.

jueves, 24 de julio de 2014

La ley de Zipf



(La columna de Pablo Rodríguez Suanzes en el suplemento económico de El Mundo del 25 de abril de 2010)

En los años 40 del siglo pasado, George Zipf, un lingüista de la Universidad de Harvard, se hizo célebre por formular la ley que lleva su nombre. Zipf, estudiando las palabras, descubrió que la segunda palabra más común en un texto cualquiera generalmente se repite la mitad de las veces que la más frecuente. Es decir, que si la palabra «en» es la habitual con, pongamos, 100 repeticiones, lo más probable es que la siguiente más habitual aparezca en 50 ocasiones. Lo que podría ser una mera curiosidad, tiene, sin embargo, repercusiones asombrosas, pues el mismo patrón se puede encontrar en el tamaño de las ciudades, de las empresas e incluso en ¡las aperturas de ajedrez! (http://www.investigacionyciencia.es/blogs/fisica-y-quimica/9/posts/otra-vez-la-ley-de-zipf-10196). 

La ley del mínimo esfuerzo. Una curiosidad. Fue precisamente Zipf el que acuñó hace años la célebre expresión «ley del mínimo esfuerzo», al apreciar que las palabras cortas «abundan más que las largas, del mismo modo que los términos más conocidos aparecen con mayor frecuencia». Esta semana, otro profesor de Harvard, Edward Glasser, escribía en The New York Times un artículo sobre Zipf y la aplicación de sus cálculos (¡hechos a mano!) en la población de las ciudades de EEUU. En él se puede ver un gráfico sobre la distribución de las ciudades a lo largo de una recta increíble. 

Un buen caso práctico: los ingresos de las 500 mayores empresas chinas se ajustan perfectamente a la ley de Zipf (http://cort.as/_wHB) El artículo de Glasser, plagado de enlaces y apuntes interesantes, señala la relación entre esta ley y la famosa Distribución de Pareto, formulada por el italiano Vilfredo Pareto a principios del siglo XX. Según el Principio de Pareto, el 20% de la población controla el 80% de la riqueza. Las teorías del italiano han generado una bibliografía ingente, a favor, y en contra (www.bu.edu/wcp/Papers/Poli/PoliZule.htm).

martes, 22 de julio de 2014

Goldman Sachs: La dinastía que revolucionó las finanzas



(La columna de Carlos Salas en el suplemento económico de El Mundo del 25 de abril de 2010)

Marcus Goldman nació en la diminuta localidad alemana de Trappstadt en 1821, vivió 85 años y, antes de morir, dio lugar al banco de inversión más famoso del mundo, al más innovador y al más polémico.
Todo empezó en un año cósmico. En 1848, las malas cosechas, la desconfianza hacia el Absolutismo, el hambre, las vergonzosas condiciones de trabajo y la fuerza de la opinión pública gracias a la prensa, convergieron en un estallido de ira popular en París. Los trabajadores paralizaron las fábricas. Salieron a la calle. Era la rebelión. 

Ya casi como una premonición, Carlos Marx había escrito a principios de aquel año el Manifiesto comunista. Era el nacimiento del comunismo, pero también del socialismo, del liberalismo, de la democracia y del nacionalismo, palabras que surgieron con una potencia salvaje, y con un contagio tan rápido y poderoso que, en toda Europa, los nobles, los comerciantes y los políticos conservadores temieron el fin de su sistema. Con linchamientos, torturas, ahorcamientos y paredones, las rebeliones fueron sofocadas. 

Dado que la Historia es una cadena sincronizada de hechos nada fortuitos, este fracaso popular originó el nacimiento de Goldman Sachs. Por aquel entonces, los judíos que vivían en muchas ciudades bávaras no tenían los mismos derechos que los alemanes. Eran Schutzjuden, judíos acogidos que debían pagar por su seguridad, así como por tener derecho a vivir en esas localidades. Tradiciones de la Edad Medía. Las 53 familias judías de Trappstadt vivieron con ilusión la Primavera revolucionaria de 1848 porque pensaron que les liberaría de sus cargas. Muchas de esas familias emigraron a EEUU cuando constataron el fin de sus sueños. 

Entre ellos estaba Marcus Goldman. Marcus empezó a trabajar en Filadelfia como vendedor ambulante, primero a pie y luego subido al pescante de un coche tirado por un caballo, según cuenta Katja Behling en De una empresa familiar a Goldman Sachs. Luego, el señor Goldman se casó con otra emigrante alemana llamada Bertha, con la que tendría cinco hijos. Ella era costurera. Los dos abrieron una tienda de ropa en esa ciudad y progresaron modestamente.

Pero antes habrían de pasar algunas cosas importantes en esta historia. Joseph Sachs, hijo de un talabartero de un pueblo colindante a Würzburg (Baviera), tenía tan buena formación que era el tutor de la hija de un rico orfebre de esa ciudad. Como suele pasar, Joseph y Sophie se enamoraron. Los padres de ella se oponían a ese matrimonio, así que Sophie y Joseph huyeron en 1848 a la tierra donde nadie les podía prohibir nada: Estados Unidos de América. Allí conocieron a los Goldman, y no sólo estrecharon lazos familiares (dos hijas de Goldman se casarían con dos hijos de Sachs), sino que decidieron unir esfuerzos. 

Eso sucedería en 1869, cuando el viejo Marcus Goldman, que ya vivía en Nueva York, ofreció a su yerno, Samuel Sacha, crear una empresa que se dedicara a algo más jugoso que vender ropa: el papel comercial. En realidad, ellos solos inventaron este negocio. Consistía en apoyar a nuevas empresas, o resolver problemas de tesorería, emitiendo papel comercial. El papel comercial es como un bono de empresa pero con muy corto vencimiento, menos de un año. Vendría a ser algo así como las emisiones actuales de Rumasa: no necesitan el control de las autoridades, pues son contratos mercantiles para obtener dinero sin pasar por los bancos. 

Goldman Sachs tuvo tanto éxito que llegó a realizar operaciones por valor de cinco millones de dólares al año. Impresionados por su eficacia, en 1896 los grandes operadores de Wall Street invitaron a la ya reputada casa Goldman Sachs a formar parte de la Bolsa de Nueva York.
Goldman afianzó aún más su fama, pues participó en las mayores operaciones financieras del nacimiento del siglo XX, el siglo de los financieros: la salida a Bolsa de General Cigar, el gigantesco estreno de Sears Roebuck, y luego, Macy's, Woolworth, Studebaker... 

Enloquecidos por las operaciones bursátiles, los norteamericanos se convirtieron pronto en hábiles inversores. Y para facilitar el acceso del americano medio al mercado de valores, Goldman Sachs, en un alarde de imaginación, fue incluso más lejos, pues en los años 20 inventó el moderno apalancamiento financiero. 

No hacía falta comprar el 100% de una acción. Bastaba con depositar una parte del precio, pactar un día de venta, y entonces ganar dinero. Se ganaba siempre que la Bolsa subiera, claro. Miles de familias norteamericanas entraron en este juego tan sencillo, hasta que, como dijo John Rockefeller, si tu chófer habla de la Bolsa, entonces es la hora de salir. 

Como resultado de ese gigantesco endeudamiento, la Bolsa de Nueva York estaba demasiado caliente: los valores eran exagerados, Y estas cifras no coincidían con los stocks y las ventas reales de sus productos. En octubre de 1929, el mercado dio marcha atrás. Fueron semanas de caídas. Una ruina pesada se apoderó de tantos millones de personas que los hoteles recibían huéspedes y les preguntaban: «¿Para dormir o para saltar?». 

Entre los causantes de esta grave crisis estaba una empresa llamada Goldman Sachs Trading Corp, que se comportaba de la misma manera que la empresa piramidal de Bernard Madoff. Los accionistas entrantes financiaban a los más antiguos, pero en realidad era una estafa a gran escala, como la definiría el economista John Kenneth Galbraith. 

El resultado de aquel juego diabólico fue que la economía americana se paralizó una década, con el desempleo superando el 20% de la población activa. Al final, la Ley Glass-Steagall de 1933 obligó a los bancos a separar sus actividades comerciales del trading. No podrían hacer ambas cosas. La ley estuvo en vigor hasta que Clinton la derogó, en 1999. Era el año en que empezaron a crecer los modernos productos financieros de destrucción masiva. Y uno de los mayores vendedores volvía a ser de nuevo Goldman Sachs.
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