(Un texto de Jordi Sevilla sobre los ‘mitos económicos nacionales’
en el suplemento económico de El Mundo del 14 de julio)
Con demasiada frecuencia decimos que en España, a diferencia
de otros países, ser propietario de una vivienda, que los jóvenes estudien en
la Universidad en vez de hacer formación profesional o el elevado fraude fiscal
existente forman parte de nuestra cultura como país, de una especie de alma nacional que nos hace ser como
somos, sin apenas posibilidad de cambiar, sobre todo si lo intentamos por la
vía de la persuasión.
De la misma manera, asuntos como fomentar el transporte de mercancías
por ferrocarril, reformar la administración, incrementar la contratación laboral
indefinida, reducir el fracaso escolar o conseguir que la innovación forme
parte de! sistema empresarial son objetivos de los que hablamos y hablamos
desde hace décadas sin haber sido capaces de conseguirlos por razones que
suelen explicarse con argumentos resignados del tipo de que «somos así». El
asunto me parece de la máxima importancia ya que, cada vez más, el desigual
desempeño económico entre países se fundamenta en su capacidad para hacer
aquellas cosas sobre las que existe amplio consenso respecto a que tienen que
hacerse, siendo el verdadero problema de la gestión pública (y también de la
privada) el conseguir hacerlo, de verdad, en vez de seguir repitiéndolo como
aspiración.
En este sentido, nuestro principal problema colectivo no es
descubrir qué tenemos que hacer,
sino saber cómo hacerlo, aglutinando
a todas las fuerzas necesarias para vencer las resistencias que todo cambio
conlleva. Por eso, efectuar declaraciones de intenciones, redactar programas
electorales o aprobar leyes es la parte fácil (y retórica) del cambio. Lo
difícil es conseguir llevarlo a la práctica para que surtan el efecto benéfico
que sus promotores auguran.
Por ello, defenderé mediante ejemplos que algo tan
fundamental como la gestión del cambio desde la acción colectiva tiene que ver
no con la cultura, las costumbres o la idiosincrasia nacional, sino con los
incentivos puestos en marcha o no para modificar una conducta humana subyacente
que, (casi) siempre, es racional y ajustada a dichos incentivos.
Empecemos. Desde 1978 han existido en España poderosos
incentivos fiscales para la compra de vivienda, facilidades crediticias para
ello (nuestro sistema hipotecario, más allá de problemas como los detectados
recientemente, ha sido altamente eficiente) y, además, la vivienda se ha
revalorizado, incluso antes de la burbuja especulativa, mucho más que otros
activos competitivos. Ello ha formado una tripleta de incentivos, diferencial
con otros países y sostenida durante mucho tiempo, que ha dado un resultado
claro: si por el precio del alquiler se pagaba una hipoteca y, a la vez, la
revalorización del piso más la ayuda fiscal eran integras para el adquirente,
lo racional (y lo rentable) era comprar una vivienda. No se trata, pues, de
razones culturales, sino de incentivos sostenidos lo que ha provocado en
España, comparado con Europa, una proporción de viviendas en propiedad muy superior
al alquiler.
Algo similar sucede con e! elevado porcentaje de estudiantes
universitarios que tenemos y la escasa relevancia comparativa de titulados en
formación profesional. Durante décadas hemos ido creando universidades por todo
el país, ocupándolas a base de rebajar mucho los requisitos académicos de
acceso (el 85% de los presentados superan las pruebas) y manteniendo las
matriculas muy por debajo del coste efectivo del alumnado. Además, los
graduados universitarios encontraban trabajo antes y con mayores sueldos que
quienes no habían pasado por la enseñanza superior (otra cosa es que fuera por
debajo de su cualificación). En esas condiciones, lo racional, además de otras
consideraciones sobre lo deseable del saber frente a la incultura, es estudiar
en la universidad en lugar de hacer una formación profesional, a diferencia de
lo que ocurre en otros países, donde otros incentivos distribuyen al alumnado
de otra forma.
Ignoro, por último, si el volumen de fraude fiscal en España
es superior o no al de otros países de nuestro entorno. En todo caso, no
podemos abordarlo como si fuera un problema de escasa conciencia ciudadana o de
egoísmos patrios. El fraude depende de tres factores: la accesibilidad para cometerlo,
la importancia de la sanción si te descubren y la probabilidad percibida de que
el sistema te descubra. Si en las últimas décadas nadie ha permanecido en
prisión por un delito de fraude fiscal, e incluso hemos tenido alguna amnistía
reciente, no podemos seguir diciendo que es que somos así, sin reconocer que
los incentivos están puestos para favorecer determinado comportamiento y no
otro.
Un análisis similar se puede hacer de aquellas reformas cuya
bondad venimos defendiendo todos desde hace décadas pero nadie ha sido capaz de
llevarlas a cabo. No es un problema de ignorancia o incompetencia, sino de que
los incentivos existentes nos llevan adonde estamos, con independencia de lo
que digamos con mayor o menor énfasis. Por ejemplo, si todos defendemos la
bondad de incentivar el transporte de mercancías por ferrocarril, ¿por qué no
somos capaces de hacerlo? La respuesta puede ser prolija, pero simplifico: para
ser rentables los ferrocarriles de mercancías deben ser mucho más largos que
los actuales (más vagones por máquina y viaje). Tanto, que no caben en las
actuales estaciones, por lo que deberían ser reformadas totalmente mediante una
cuantiosa inversión, sin duda menos provechosa, electoralmente que invertir en
el AVE. Por eso tenemos AVE y no largos trenes de mercancías.
Sirva este caso, extensible a otros similares, para ilustrar
la tesis que he querido defender: muchos de los graves problemas que nos
bloquean como país sólo se resuelven si se consigue modificar aquellos
incentivos que justifican unas actuaciones individualmente racionales
(beneficiosas) pero que provocan grandes perjuicios colectivos, buscando
implantar otro conjunto distinto de incentivos capaces de estimular, con el
tiempo, dinámicas diferentes por parte de los agentes económicos que confluyan
en un resultado colectivo superior. Sabiendo que detrás de cada incentivo, como
detrás de cada deducción fiscal, hay un activo grupo de interés que tiende a
proteger ese statu quo del que se
beneficia. A eliminar estos obstáculos deberla orientarse la Política, con
mayúscula, ya que el laissez-faire
tampoco lo consigue.