miércoles, 28 de agosto de 2013

Directivos ineficientes



(La columna de Pablo Pardo en el suplemento económico de El Mundo del 30 de junio de 2013)

Los consejeros delegados ¿son buenos gestores? En teoría, ésa es una pregunta que se cae por su propio peso. Pero solo en teoría. Un sondeo de la Universidad de Stanford y de la consultora The Miles Group, realizado entre miembros de consejos de administración, revela lo contrario: los representantes de los accionistas creen que los máximos directivos practican una política de 'tierra quemada'. O sea, les da igual que sus subordinados estén contentos o les odien, no fomentan la creatividad de su gente, retienen la información para sí mismos y no promocionan a nadie. Es una especie de choque de las bellas historias de las escuelas de management con la realidad (http://www.gsb.stanford.edu/cldr/research/surveys/performance.html) 

Según el estudio, a los accionistas eso les da igual. Es algo que Susan Adams, periodista de Forbes, valora muy positivamente, porque los accionistas pagan a los directivos para que hagan a las empresas rentables y suban el precio de la acción, no para traer la felicidad al mundo. (http://www.pnas.org/content/109/25/E1588.full.pdf?sid=3f37a748-6481-473e%20-8377-88fa5574b2c4). 

El problema, sin embargo, es en el largo plazo. Si un directivo tiene incentivos para no trabajar en equipo, puede entrar en una pendiente en la que acabe también fijándose medios de compensación ajenos a la marcha de la empresa. Y es que el éxito no hace necesariamente mejor a las personas. La gente con ingresos más altos, de hecho, es más propensa a mentir y hasta a robar dulces a los niños. O, al menos, esa es la conclusión Paul Piff, profesor de la Universidad de Berkeley. (http://www.pnas.org/content/109/11/4086.full.pdf?sid=3f37a748-6481-473e-8377-%2088fa5574b2c4). Claro que una cosa es quitar una chocolatina a un niño y otra muy distinta engañar a un hedge fund que ha invertido en una empresa.

lunes, 26 de agosto de 2013

Salario mínimo: desempleo, eficacia e intromisión gubernamental



(La columna de Cristina Berechet en el suplemento económico de El Mundo del 23 de junio de 2013)

Según el director del lnstitute for Economic Affairs (http://www.iea.org.uk/in-the-media/press-release/increasing-the-national-minimum-wage-is-illogical), Mark Littlewood, «el salario mínimo es un instrumento poco eficaz». Las subidas del nivel mínimo pueden beneficiar a los trabajadores pero perjudican al mismo tiempo a los parados, a los jóvenes, a las personas con baja cualificación y a los mayores. El que haya regiones con tasas de paro que duplican la de otras es una muestra más de sus efectos negativos. En su opinión, dado que no es factible reducirlo, por lo menos deberla establecerse uno por cada región y no para el conjunto del Estado. 

En el reciente Free Market Road Show (http://civismo.org/es/actividades/free-market-road-show),lgnacio ArelIano afirmaba que «si no existiese un mínimo, el salario al que la gente estuviese dispuesta a trabajar determinaría el nivel de paro voluntario». El salario mínimo afecta especialmente a los jóvenes ya que de no existir la tasa de paro juvenil no se diferenciaría de la del resto de la población.
En EEUU, según Brenda Pejovich, subir el salario mínimo a nivel federal también aumentaría el desempleo en los estados con un coste de vida más bajo. Aquí, el salario mínimo interprofesional es de 752 euros brutos mensuales referido a 12 pagas. Desde el inicio de la crisis, ha subido un 7,5%. Sí un empresario puede crear 50 puestos de trabajo y ofrecer 700 euros al mes ¿por qué el Estado se lo debería impedir?

sábado, 24 de agosto de 2013

Incentivos; no factores culturales



(Un texto de Jordi Sevilla sobre los ‘mitos económicos nacionales’ en el suplemento económico de El Mundo del 14 de julio)

Con demasiada frecuencia decimos que en España, a diferencia de otros países, ser propietario de una vivienda, que los jóvenes estudien en la Universidad en vez de hacer formación profesional o el elevado fraude fiscal existente forman parte de nuestra cultura como país, de una especie de alma nacional que nos hace ser como somos, sin apenas posibilidad de cambiar, sobre todo si lo intentamos por la vía de la persuasión. 

De la misma manera, asuntos como fomentar el transporte de mercancías por ferrocarril, reformar la administración, incrementar la contratación laboral indefinida, reducir el fracaso escolar o conseguir que la innovación forme parte de! sistema empresarial son objetivos de los que hablamos y hablamos desde hace décadas sin haber sido capaces de conseguirlos por razones que suelen explicarse con argumentos resignados del tipo de que «somos así». El asunto me parece de la máxima importancia ya que, cada vez más, el desigual desempeño económico entre países se fundamenta en su capacidad para hacer aquellas cosas sobre las que existe amplio consenso respecto a que tienen que hacerse, siendo el verdadero problema de la gestión pública (y también de la privada) el conseguir hacerlo, de verdad, en vez de seguir repitiéndolo como aspiración. 

En este sentido, nuestro principal problema colectivo no es descubrir qué tenemos que hacer, sino saber cómo hacerlo, aglutinando a todas las fuerzas necesarias para vencer las resistencias que todo cambio conlleva. Por eso, efectuar declaraciones de intenciones, redactar programas electorales o aprobar leyes es la parte fácil (y retórica) del cambio. Lo difícil es conseguir llevarlo a la práctica para que surtan el efecto benéfico que sus promotores auguran. 

Por ello, defenderé mediante ejemplos que algo tan fundamental como la gestión del cambio desde la acción colectiva tiene que ver no con la cultura, las costumbres o la idiosincrasia nacional, sino con los incentivos puestos en marcha o no para modificar una conducta humana subyacente que, (casi) siempre, es racional y ajustada a dichos incentivos. 

Empecemos. Desde 1978 han existido en España poderosos incentivos fiscales para la compra de vivienda, facilidades crediticias para ello (nuestro sistema hipotecario, más allá de problemas como los detectados recientemente, ha sido altamente eficiente) y, además, la vivienda se ha revalorizado, incluso antes de la burbuja especulativa, mucho más que otros activos competitivos. Ello ha formado una tripleta de incentivos, diferencial con otros países y sostenida durante mucho tiempo, que ha dado un resultado claro: si por el precio del alquiler se pagaba una hipoteca y, a la vez, la revalorización del piso más la ayuda fiscal eran integras para el adquirente, lo racional (y lo rentable) era comprar una vivienda. No se trata, pues, de razones culturales, sino de incentivos sostenidos lo que ha provocado en España, comparado con Europa, una proporción de viviendas en propiedad muy superior al alquiler.

Algo similar sucede con e! elevado porcentaje de estudiantes universitarios que tenemos y la escasa relevancia comparativa de titulados en formación profesional. Durante décadas hemos ido creando universidades por todo el país, ocupándolas a base de rebajar mucho los requisitos académicos de acceso (el 85% de los presentados superan las pruebas) y manteniendo las matriculas muy por debajo del coste efectivo del alumnado. Además, los graduados universitarios encontraban trabajo antes y con mayores sueldos que quienes no habían pasado por la enseñanza superior (otra cosa es que fuera por debajo de su cualificación). En esas condiciones, lo racional, además de otras consideraciones sobre lo deseable del saber frente a la incultura, es estudiar en la universidad en lugar de hacer una formación profesional, a diferencia de lo que ocurre en otros países, donde otros incentivos distribuyen al alumnado de otra forma.

Ignoro, por último, si el volumen de fraude fiscal en España es superior o no al de otros países de nuestro entorno. En todo caso, no podemos abordarlo como si fuera un problema de escasa conciencia ciudadana o de egoísmos patrios. El fraude depende de tres factores: la accesibilidad para cometerlo, la importancia de la sanción si te descubren y la probabilidad percibida de que el sistema te descubra. Si en las últimas décadas nadie ha permanecido en prisión por un delito de fraude fiscal, e incluso hemos tenido alguna amnistía reciente, no podemos seguir diciendo que es que somos así, sin reconocer que los incentivos están puestos para favorecer determinado comportamiento y no otro. 

Un análisis similar se puede hacer de aquellas reformas cuya bondad venimos defendiendo todos desde hace décadas pero nadie ha sido capaz de llevarlas a cabo. No es un problema de ignorancia o incompetencia, sino de que los incentivos existentes nos llevan adonde estamos, con independencia de lo que digamos con mayor o menor énfasis. Por ejemplo, si todos defendemos la bondad de incentivar el transporte de mercancías por ferrocarril, ¿por qué no somos capaces de hacerlo? La respuesta puede ser prolija, pero simplifico: para ser rentables los ferrocarriles de mercancías deben ser mucho más largos que los actuales (más vagones por máquina y viaje). Tanto, que no caben en las actuales estaciones, por lo que deberían ser reformadas totalmente mediante una cuantiosa inversión, sin duda menos provechosa, electoralmente que invertir en el AVE. Por eso tenemos AVE y no largos trenes de mercancías. 

Sirva este caso, extensible a otros similares, para ilustrar la tesis que he querido defender: muchos de los graves problemas que nos bloquean como país sólo se resuelven si se consigue modificar aquellos incentivos que justifican unas actuaciones individualmente racionales (beneficiosas) pero que provocan grandes perjuicios colectivos, buscando implantar otro conjunto distinto de incentivos capaces de estimular, con el tiempo, dinámicas diferentes por parte de los agentes económicos que confluyan en un resultado colectivo superior. Sabiendo que detrás de cada incentivo, como detrás de cada deducción fiscal, hay un activo grupo de interés que tiende a proteger ese statu quo del que se beneficia. A eliminar estos obstáculos deberla orientarse la Política, con mayúscula, ya que el laissez-faire tampoco lo consigue.

jueves, 22 de agosto de 2013

Sanidad: acceso universal y gestión privada



(La columna de Cristina Berechet en el suplemento económico de El Mundo del 2 de junio de 2013)

El último estudio realizado por el Fraser Institute de Canadá, Lecciones Suecas sobre la Sanidad (http://www.fraserinstitute.org/uploadedFiles/fraser-ca/Content/research-news/research/publications/health-care-lessons-from-sweden.pdf), revela que los canadienses tienen el sistema sanitario con cobertura universal más caro del mundo desarrollado. Sin embargo, sus resultados son mejorables. Por ello, han decido aprender de Suecia, que ofrece asistencia sanitaria excelente independientemente de la categoría social de sus pacientes, pero a un menor coste.

Las claves de la eficiencia sueca están, primero, en la aplicación del copago (http://www.civismo.org/es/articulos-de-opinion/copago-por-que-si) con un límite anual razonable, estando exentas las rentas bajas. Con esta medida, los pacientes se han mostrado más responsables con el uso de los servicios sanitarios, mejorando la eficiencia del sistema. Segundo, la financiación hospitalaria basada en el volumen de actividad genera incentivos para tratar a más pacientes, reducir las listas de esperas e implantar nuevas tecnologías. Estos avances se traducen en una mejora en la calidad de la atención.
La sanidad privada mejora la pública. En tercer lugar, Suecia permite a los empleados públicos tener su propia consulta para aprovechar al máximo sus habilidades. Además, apuesta por un sector privado de calidad incentivando, a través de la competencia, la mejora del sector público. Por otro lado, los hospitales privados sirven de apoyo al sector público a través de la subcontratación, en periodos de aumento de la demanda, o si existe una limitación de capacidad. Al final, se observa cómo la colaboración entre los dos sectores es la clave del éxito para una sanidad de calidad. 

El modelo sueco, considerado hasta hace poco la meca del Estado de Bienestar, es un ejemplo más de que el acceso universal, servicios de calidad y sin esperas son posibles si hay un buena cooperación público-privada.

martes, 20 de agosto de 2013

Una curiosa cesta de necesidades básicas



(Un texto de Elena Hita en el suplemento económico de El Mundo del 2 de junio de 2013)

La cesta básica de Argentina: Cabernet Sauvignon y antiestrías. En su afán por contener los precios ante la desproporcionada inflación -10%, versión oficial; 25%, la extraoficial-, al Gobierno se le han escapado productos de lujo en la composición de la nueva cesta básica. Se trata de 500 productos elegidos por las cadenas de distribución, y aprobados posteriormente por las autoridades, que mantendrán sus precios congelados. Entre ellos hay, además, salami de Milán y bombones suizos. También hay ocho variedades de sal y un buen surtido de bollería y dulces. Por contra, no hay pan común, ni pescado. En frutas, sólo hay manzanas y naranjas, cuenta Clarín.
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