(Un texto de Carlos
Salas en el suplemento económico del 26 de abril de 2009)
La aparición de dos
muertos en extrañas circunstancias en la ciudad de Londres a finales de 1664 no
despertó grandes sospechas a pesar de que anunciaba la mayor crisis de la
historia de esa ciudad. Las familias intentaron ocultar el grave suceso, pero los
secretarios de Estado llamaron a los médicos, quienes al examinar los cadáveres
comprobaron que presentaban los ganglios inflamados, de color cianótico, y que habían
sufrido terribles dolores antes de perecer. Los galenos dieron fe pública en un
documento: Parroquias contaminadas, 1. Peste: 2.
Se trataba de la peste
bubónica, la enfermedad que más gente ha matado en la historia de la humanidad.
Los europeos recordaban la última gran epidemia acontecida tres siglos antes, cuando
esta bacteria asesina se llevó la vida de 100 millones de personas, la tercera
parte de Europa. Sin embargo, a pesar de este terrorífico descalabro, en 1664
las autoridades de Londres no hicieron caso a esos dos fallecimientos. Dejaron
que la ciudad continuara con su aparente normalidad. Un año después, 100.000 personas
habían muerto por culpa de la peste negra. Era el equivalente a la explosión de
una bomba atómica.
¿Qué tiene que ver esto
con la economía?
Un periodista londinense
llamado Daniel Defoe, famoso por escribir Robinson
Crusoe, tenía cinco años de edad cuando se desató esa horrorosa enfermedad.
Años más tarde, tras haber sufrido la bancarrota, haber trabajado como espía,
quedar encarcelado y ser un conocido agitador político, se le ocurrió
reconstruir la plaga de Londres. A sus recuerdos de infancia, unió los relatos
de un tío suyo, las pesquisas de los alguaciles y los testimonios de los testigos
que aún vivían. Y compuso El diario del año
de la peste.
Cuando decidí escribir La crisis explicada a sus víctimas (Áltera),
[…] tomé por casualidad de mi biblioteca el volumen de Defoe sobre la peste negra.
Descubrí que aquella espantosa experiencia tenía muchas cosas en común con la crisis
económica que asoló nuestro mundo en 2008.
Para empezar, eran dos tipos
de peste: una, bubónica; la otra, financiera, producida por la bacteria de la
codicia. Las dos habían comenzado lentamente, se habían extendido sin que las
autoridades percibieran su peligro y causaron muchas víctimas.
Pero había más
similitudes. Por ejemplo, en 1665 surgieron personajes por todo Londres que vendían
pócimas y brebajes con falsas virtudes curativas. La gente les creyó como si
tuvieran poderes extraterrenales, pero todo era un burdo engaño. ¡Como Madoff!
Más cosas. Los médicos
de aquellos tiempos nunca se dieron cuenta de que el causante de la enfermedad
era una pulga que habitaba en las ratas y que saltaba a la piel humana
transmitiendo los agentes patógenos. Esos galenos se hicieron tejer largas vestiduras
de lino impregnadas con cera, y construyeron unas máscaras con anteojos,
terminadas en pico de grulla, donde metían hierbas aromáticas, todo lo cual les
daba un aspecto tenebroso. Pero desgraciadamente no sirvió de nada. Caían
enfermos y morían entre terribles dolores. ¿Qué médicos no supieron detener nuestra
peste financiera? ¡Los bancos centrales! ¡El FMI! ¡La Securities and Exchange Commission! ¡Alan Greenspan! No sabían que
nuestras pulgas eran las hipotecas basura, los credit default swap y los collateralized
debt obligations, que saltaban de un país a otro, extendiendo la peste financiera
por el planeta.
Pero había más
similitudes.
Muchos alguaciles e inspectores
cuya tarea consistía en llevar un recuento de las casas contaminadas y de los fallecidos,
se dejaron sobornar por las familias para que mintiesen, pues «la gente no
quería que sus vecinos creyeran que sus casas estaban contaminadas». ¿Quiénes
nos mintieron en el siglo XXI? Las agencias de calificación financiera que
otorgaron matrícula de honor a productos financieros que eran pura basura.
Los bancos y las
sociedades de tasación españoles tienen también su metáfora en el libro de
Defoe cuando habla de los «carteristas que engañaban a los pobres». Nuestras sucursales
bancarias se dedicaron a meternos créditos por la boca sólo para cumplir con
los objetivos marcados por su banco o por su caja. Y las sociedades de tasación
les ayudaron hinchando el precio de las viviendas. ¿Quien tenía que controlar ese
disparate? El Banco de España, pero no lo hizo.
La peste negra causaba
unos dolores tan espantosos, que los enfermos enloquecían y se suicidaban con
armas de fuego o lanzándose a las fosas de cadáveres. Nuestra peste financiera provocó
el suicidio de varias decenas de brokers,
ejecutivos o empresarios como Adolf Merckle.
Lo que más me sorprendió
del libro de Defoe fue la actitud del lord alcalde de Londres. Ordenó a sus sheriffs que le acompañaran por las
calles para ofrecer consuelo y fortaleza. El riesgo de contaminación era muy
alto pues la peste se podía transmitir por un roce con un pantalón con pulgas o
por la tos de un enfermo. Nunca faltaron suministros de comida, los precios de
los productos básicos no subieron y nadie murió por desatención.
Las familias ricas
dedicaron prodigiosas sumas de dinero a ayudar a los pobres, les pagaron tratamientos
en los hospitales, y hasta los comerciantes trataron de sostener sus negocios
hasta el final, para mantener la paga de sus empleados. Vaya lección de estos
londinenses. Al día de hoy, nuestros empresarios y sindicatos todavía no se han
unido para atacar la crisis.
Los londinenses de aquel
siglo jamás supieron qué causaba la peste. Creyeron que era una maldición
divina. No se pueden imaginar cómo eriza los pelos el momento en que Defoe
relata la desesperación de las gentes, cuando se dan cuenta de que sus familiares
mueren sin que exista una causa razonable: hijos, amigos, padres, párrocos... Pero
los vivos salieron adelante.
Nosotros sí sabemos lo que
ha causado nuestra crisis. Esta peste no mata. Y si ellos salieron adelante,
¿por qué no nosotros?