domingo, 31 de mayo de 2020

Cómo nos engaña el comercio 'on-line'


(Un texto de Jerry Useem en el XLSemanal del 26 de agosto de 2018)

Quizá no lo sepa, pero si compra ‘on-line’ unos zapatos antes de las siete de la tarde, pagará más por ellos, y si vive en un barrio de clase alta, nunca recibirá una oferta de auriculares baratos. Los precios estandarizados y las rebajas de toda la vida han dado paso en Internet a estrategias mucho más complicadas. Porque todos tenemos un precio, y lo saben.

A mediados de marzo, la página de empleo de Amazon ofrecía 59 puestos para economistas. Un número creciente de estos profesionales están dejando la investigación académica para trabajar en Silicon Valley. Acuden atraídos por la búsqueda del Santo Grial: un precio variable pero a la vez calibrado con tal precisión que logre alcanzar siempre el máximo que cada cliente, personalmente, esté dispuesto a pagar por un artículo. El precio ‘perfecto’ -el idóneo para sacarle el máximo partido a los bolsillos de los consumidores- se ha convertido en la fijación del comercio on-line.

También es lo que mueve a Boomerang Commerce, la start-up fundada hace cinco años por un antiguo empleado de Amazon, Guru Hariharan. Según explica, los experimentos con los precios se han convertido en una fórmula habitual, de ahí que el precio ‘perfecto’ cambie en un mismo día, o en una hora. Los economistas tienen multitud de recursos para determinarlo: el inmenso rastro de datos que dejamos cada vez que metemos algo en el carrito de compra en una web o que entregamos la tarjeta con bonos regalo a la cajera de una tienda física.

«Nadie imaginaba que estos algoritmos fueran a volverse tan sofisticados», dice Robert Dolan, profesor de marketing en Harvard. El precio de una lata de refresco en una máquina expendedora hoy puede variar según la temperatura en la calle. Un estudio muestra que el precio de los productos que Google te recomienda posiblemente está en función de lo manirroto o tacaño que seas según tu historial en la web. Para los compradores, todo esto significa que el precio -el que van a ofrecerte dentro de 20 minutos o el que están ofreciéndole a la vecina- se ha convertido en una abstracción cada vez más impredecible. «En los viejos tiempos, cada cosa tenía su precio establecido», recuerda Dolan. Ahora, la pregunta más simple de todas -¿cuánto cuesta?- tiene una respuesta tan incierta que haría las delicias del teórico cuántico Werner Heisenberg.

Lo que lleva a plantear una cuestión de mayor alcance: ¿es posible que Internet, cuya transparencia supuestamente iba a beneficiar a los consumidores, esté haciendo justo lo contrario?
Durante los años noventa, Internet comenzó a erosionar los cimientos de la paz establecida el siglo anterior entre compradores y comerciantes: los precios estables. El punto de inflexión tuvo lugar en 1999, cuando una librería virtual con sede en Seattle llamada Amazon empezó a expandirse.

Había llegado la era de las ventas por Internet, y con ella llegaba la resurrección de las hostilidades. Hoy parece claro que los comercios tradicionales reaccionaron con lentitud. Sus precios continuaban teniendo más de arte que de ciencia. Lo que en parte tenía que ver con la jerarquía interna de las compañías. Los precios eran la prerrogativa de la importante figura del director de ventas, cuyo talento intuitivo para saber qué había que vender y por cuánto era fuente de leyendas a las que no estaban dispuestos a renunciar.
Pero la aparición de datos puros y duros empezó a socavar el imperio de los directores de ventas. Thomas Nagle, profesor de Economía en la Universidad de Chicago a comienzos de los ochenta, recuerda que la universidad adquirió los datos procedentes de los lectores de códigos de barras recién instalados en las cajas de una cadena de supermercados. «Estábamos alucinados», dice Nagle, que ahora es uno de los principales asesores sobre precios en la consultoría Deloitte.

Los datos desmintieron mucho de cuanto Nagle había estado enseñando hasta la fecha. Por ejemplo, él siempre había dicho que acabar los precios en 99 o 90 céntimos, en lugar de redondear hasta el siguiente dólar, no incrementaba las ventas. Se consideraba una práctica obsoleta, de cuando los propietarios querían obligar a los cajeros a abrir las cajas registradoras para obtener cambio, evitando así que se metieran en el bolsillo el dinero de una venta. «Descubrimos que los precios terminados en 99 no surtían mucho efecto si hablábamos de coches u otros productos caros -recuerda Nagle-. ¡Pero el efecto conseguido en los supermercados era fenomenal!».

A comienzos del nuevo siglo, la cantidad de datos recogidos en los servidores de Internet se había vuelto tan gigantesca que empezó a ejercer su particular fuerza de la gravedad. Lo que disparó la llegada en masa de especialistas en economía. «eBay era como Disneylandia -afirma Steve Tadelis, otro economista de Berkeley que entró a trabajar en ese portal en 2011 y ahora está al servicio de Amazon-. Podíamos experimentar a una escala sin precedentes en la historia».

En torno a 2005, algunos empezaron a plantearse la posibilidad de que los big data pudieran no solo cartografiar cómo cambiaba la curva de la demanda hora a hora (las compras por Internet tienen su momento álgido durante las horas de trabajo, por lo que los precios suelen subir por la mañana y reducirse a última hora de la tarde), sino dibujar la curva de demanda personal de cada individuo. Si lo lograban, estaban ante el Santo Grial.

A medida que este nuevo mundo iba cobrando forma, la experiencia inicial vivida por el consumidor que compraba por Internet -¡es tan fácil!, ¡hay toda clase de chollos!- comenzó a perder encanto. Algunos de los supuestos chollos en realidad no lo eran. En 2007, un californiano llamado Marc Ecenbarger creyó dar con una ganga al mirar en Overstock.com y tropezarse con un juego de mobiliario para jardín por 449,99 dólares (precio oficial, ponía: 999 dólares). Compró dos juegos, los desembaló y descubrió -por una etiqueta que se habían olvidado de quitar- que el juego estaba a la venta en los almacenes Walmart por 247 dólares. Ecenbarger reclamó a los de Overstock, que ofrecieron reembolsarle el dinero. Pero el episodio fue utilizado más tarde en un juicio por prácticas de publicidad engañosa. Durante la vista salieron a relucir correos internos de la compañía; en uno de ellos, un empleado decía que era sabido que los precios «están inflados de un modo grotesco». En 2014, un juez de California ordenó a Overstock el pago de 6,8 millones de dólares en indemnizaciones. (La empresa ha recurrido la sentencia).

El viejo sistema de un solo precio por artículo se está sustituyendo por algo que se acerca al frenesí de las transacciones bursátiles en Wall Street. En este nuevo universo, los precios nunca son fijos.
¿Cómo va a acabar todo esto? Una posibilidad es que volvamos a lo simple. Un ejemplo: en la start-up de ropa Everlane consideran que pueden sacarle partido al resentimiento de muchos consumidores contra las tácticas de precios cada vez más sibilinas. La compañía deja bien claro el coste de fabricación de cada uno de sus productos y el beneficio devengado por artículo. En una ocasión, Everlane decidió liquidar parte del inventario proporcionando a los clientes tres opciones de precio. El precio menor cubría el coste de fabricación y transporte del artículo. El precio intermedio también cubría los gastos derivados de su comercialización. Y el precio mayor incluía un beneficio para Everlane. ¿Pero qué ocurrió? El 87 por ciento de los compradores se decantaron por el precio más bajo, según explica Michael Preysman, fundador de la empresa. «Diría que todavía tenemos que demostrar la teoría que subyace bajo Everlane», reflexiona.

Otra posibilidad es que los consumidores, en el fondo, no quieran claridad. Quizá no les importe pagar más mientras sigan manteniendo la convicción de que están pagando menos; de que son lo bastante habilidosos y despiertos como para encontrar unas gangas que tan solo ellos consiguen hallar. Si es el caso, más vale olvidarse de la nueva tregua que Everlane propone. Para alegría de los economistas deseosos de alcanzar el ansiado ‘grial’.

El objetivo de estos economistas es que el vendedor sepa cuál es el precio máximo que cada cliente individual está dispuesto a abonar, con el fin de ofertarle un precio ligerísimamente más bajo, lo que supondría sacarle hasta el último céntimo posible.

En el pasado, los comerciantes ya usaron los datos demográficos (edad, raza, lugar de residencia…) para tratar de deducir el precio máximo que pagaría un cliente. En 2000 se dijo que Amazon estaba recurriendo a este tipo de experimentos después de que algunos clientes advirtieran que estaban cobrándoles distintos precios por los mismos DVD. Amazon lo negó tajantemente.

Pero la demografía es una herramienta rudimentaria a la hora de personalizar los precios, argumenta Benjamin Shiller, economista de la Universidad de Brandeis. Según el modelo de Shiller, si Netflix mañana se limitara a utilizar datos demográficos, como la raza de las personas, los ingresos por hogar o el código postal, para personalizar los precios de sus suscripciones, sus beneficios aumentarían en un 0,3 por ciento. Pero si Netflix, además, recurriera al historial de búsquedas en la web hechas por el individuo, sus beneficios se incrementarían en un 14,6 por ciento.

Netflix, en realidad, no estaba haciendo nada de esto; ni siquiera proporcionó los datos empleados en el estudio, pero Shiller demostró que el precio personalizado era factible.

¿Hay otras compañías llevando a cabo estas prácticas? Cuatro investigadores catalanes trataron de responder a la cuestión utilizando unos ‘ordenadores-señuelo’ que replicaban los patrones de búsqueda de clientes ‘forrados de pasta’ o ‘con problemas para llegar a fin de mes’ a lo largo de una semana. Cuando estos personajes ficticios ‘salían de compras’ por Internet, los portales no les mostraban distintos precios por los mismos productos. Les mostraban distintos productos. El precio medio de los auriculares de sonido propuestos a los personajes adinerados era cuatro veces superior al de los sugeridos a los ‘pobretones’. Pero otro experimento dejó clara una forma de discriminación más directa: los ordenadores situados en direcciones correspondientes a la ciudad de Boston mostraban unos precios más bajos que los enclavados en otras áreas del mismo estado, Massachusetts, de mayor poder adquisitivo.

Bonnie Patten, de la organización defensora de consumidores TruthinAdvertising.org, reconoce que detectar semejantes estrategias «es muy complicado». «Me resulta tan complicado que, en lo personal, cuando estoy haciendo compras para mis hijos, últimamente tomo las decisiones al llegar a la pantalla de cobro. Meto un montón de ropas en el carrito sin fijarme en los precios hasta que llego a la pantalla de cobro. Si entonces veo que algo sale demasiado caro, me desprendo del artículo. No lo quiero, y punto».

¿Y qué hace cuando compra su propia ropa?
«Yo no me compro nada», responde Patten.
¿Qué quiere decir?, pregunto, sin entender.
«Que lo he dejado -dice-. Sencillamente, he dejado de comprarme cosas».


Su respuesta me da que pensar. Es posible que tomara la decisión porque su trabajo la obliga a ver demasiadas cosas. Pero hay otra explicación, la que Gabriel Tarde denominaba «la locura de la duda»: la cantidad de incertidumbre que podemos asumir es finita, tampoco vamos a pasarnos todas las mañanas de nuestra vida comprobando si el precio de las hojas de afeitar ha subido o bajado. En algún rincón de nuestra psique existe un punto de no retorno, y Patten seguramente lo ha alcanzado.

domingo, 24 de mayo de 2020

La vida secreta de John Maynard Keynes: promiscuidad, 'cruising' y baños públicos


(Un texto de Miguel Ayusoen elconfidencial.com del 16 de marzo de 2015)



Keynes fue el economista más importante del siglo XX, pero fue a su vez muchas otras cosas. Y para entender su pensamiento es necesario conocer la otra cara de su vida.

Sólo una mente brillante es capaz de generar unas ideas que, un siglo después, sigan marcando la agenda pública y generando acalorados debates entre sus detractores y defensores. John Maynard Keynes, sin duda el más influyente economista del siglo XX, poseía una de ellas.

El británico es conocido por haber redefinido el capitalismo, dando herramientas a los gobiernos para superar las recesiones sin que el desempleo se lo lleve todo por delante. Fue el primero que apostó por el endeudamiento del Estado en pos de la dinamización de la economía. Y, aunque sus ideas –por suerte para unos, por desgracia para otros– no estén pasando por su mejor momento, es evidente que lo cambiaron todo.

Hasta aquí, la faceta que todos conocemos de Keynes. Pero, como explica su biógrafo Richard Davenport-Hines en su nuevo libro, Universal Man: The Seven Lives of John Maynard Keynes (William Collins), el economista fue muchas otras cosas. Su compañero del círculo de Bloomsbury, Leonard Wolf, escribió en su día que Keynes era "un caballero, un funcionario, un especulador, un empresario, un escritor, un granjero, un galerista, un estadista, un director de teatro, un coleccionista de libros, y media docena de cosas más". Sí, también era economista, pero es imposible entender su obra en ese campo sin darnos cuenta de lo especial que fue su vida, y el momento y el lugar en el que le tocó desarrollar esta.

Keynes fue un hombre de su tiempo, la Inglaterra de la época eduardiana; con una mentalidad abierta, por nacimiento, educación e intereses. Sus ideas económicas fueron revolucionarias, pero no podrían explicarse sin entender el contexto en el que surgieron: el carácter iconoclasta de una sociedad liberal en lo intelectual, pero ultrarrígida en lo social, cuya estructura hizo aguas tras la Gran Guerra. Pero quizás, tampoco, sin conocer la vida oculta de Keynes: la de un avezado galán que entre 1901 y 1918 se acostó con más de 200 hombres distintos.

Una vida sexual muy poco convencional

Como cuenta Davenport-Hines en la biografía,  Keynes mantuvo un registro exhaustivo de todos sus amantes. Entre 1901, cuando tuvo su primer encuentro sexual con un compañero de la universidad, a los 17 años, y hasta 1918, cuando se casó con la bailarina rusa Lydia Lopokova, Keynes catalogó todos sus encuentros con la precisión de un filatélico.

La promiscuidad de Keynes sorprende incluso hoy en día, pero la práctica del cruising era algo habitual entre los homosexuales de la época eduardiana. El economista disfrutaba del sexo con todo el mundo y en todas partes. En su diario se encuentran siempre el nombre o la descripción de sus amantes, y el lugar donde se produjo el encuentro: "Mozo de cuadra en Park Lane", "El sueco de la Galería Nacional", "El soldado de los baños", "El recluta francés", "El chantajista", "El ascensorista de Vauxhall", "El judío", "El Gran Duque Cirilio en los baños de parís"…

El economista tuvo 65 encuentros en 1909, 26 en 1910, 39 en 1911… En total, más de 200 amantes distintos, hasta que cumplió 35 años, se enamoró de una mujer y se volvió heterosexual. No hay datos de que volviera a acostarse con hombres tras contraer matrimonio. Rechazó su anterior vida sexual casi de la misma forma en la que renegó de la teoría económica clásica. "Cuando los hechos cambian, cambia lo que pienso", aseguraba Keynes en una de sus clásicas citas. "¿Qué haría usted?"

Ni rastro de culpa

¿Influyó en algo la ajetreada vida sexual de Keynes en su pensamiento económico? Sean O´Grady, redactor de The Independent, cree que sí: "El hecho de que Keynes conociera a gente de entornos menos privilegiados y menos inteligentes que él, podría haberle hecho más liberal y tolerante. Eso a su vez dio a su misión económica una motivación personal, quería asegurarse de que todos tuvieran los medios para vivir y gozar de las artes".

Quizás este argumento esté un poco cogido por los pelos. También los críticos de Keynes asocian su orientación sexual a sus ideas económicas, pero en sentido opuesto. El profesor de la Universidad de Harvard, Niall Ferguson, aseguró que a Keynes le traía sin cuidado el largo plazo porque no tenía descendencia, y no la iba a tener nunca pues era homosexual. Según Ferguson, el británico tenía una visión egoísta del mundo porque era un "degenerado".

Es difícil saber cuáles eran las motivaciones reales de Keynes, pero de lo que no cabe duda es de que fue una persona que logró romper con los convencionalismos de la época en la que le tocó vivir.

 "Las aventuras homosexuales de Keynes no revelan directamente nada sobre sus ideas económicas", asegura en The Guardian el historiador, economista y también biógrafo de Keynes Robert Skidelsky. "Pero su falta de culpa sobre lo que hacía nos dice mucho acerca de su actitud juvenil hacia las convicciones morales de su época, de las que la economía vitoriana formaba parte. Su rechazo al 'deber de ahorrar', que él llamaba 'las nueve décimas partes de la moralidad', fue una iconoclastia intelectual enraizada en una iconoclastia moral".

En el fondo Keynes era un bon vivant, y no estaba dispuesto a renunciar a la felicidad. Su ideario económico pretendía preservar la prosperidad y el empleo que garantizan a la sociedad una "buena vida". Cuestión aparte es si sus ideas garantizan esto, pero no cabe duda de que ese era, en el fondo, su único objetivo.

martes, 12 de mayo de 2020

Crimen y castigo: aplicando la teoría económica


(Un texto de Lorenzo B. de Quirós en El Mundo del 1 de diciembre de 2013 y que aún es válido)

Existe una creciente alarma social sobre et funcionamiento del sistema penal español. Las sanciones no se cumplen en su totalidad y existe un conjunto de beneficios, por ejemplo el régimen abierto o la reducción del tiempo en prisión por buena conducta etc., que debilitan los incentivos para prevenir el crimen y los fortalecen para cometerlos. Esta situación es el resultado de una errónea concepción de los móviles del comportamiento criminal. Ante este panorama, la moderna teoría económica es un instrumento útil tanto para comprender la mecánica delictiva como para diseñar un esquema sancionador óptimo, o cuanto menos eficaz, para disuadir y, en su caso, castigar la perpetración de delitos.

De entrada es preciso recuperar un concepto básico: El delincuente es el único responsable de sus actos y la tarea del derecho penal es proteger a los ciudadanos cumplidores de la ley de agresiones injustificadas de terceros contra su persona o su hacienda. Este principio se ha visto erosionado de manera dramática desde un punto de vista filosófico, sociológico, legal y jurisprudencial a lo largo de las últimas décadas sobre la base de un argumento subyacente a esos desarrollos: la sociedad es culpable de que algunos de sus miembros violen la ley. Si se asume este axioma, las penas no desalientan la propensión de la gente a realizar actividades delictivas. Este planteamiento es erróneo.

Una persona viola la ley porque los beneficios esperados de hacerlo son superiores a los costes en los que puede incurrir. Los beneficios son las diversas satisfacciones tangibles, caso de los delitos pecuniarios, o intangibles, por ejemplo los pasionales, resultantes del acto criminal. Los costes incluyen gastos directos, léase la compra de armas, los costes de oportunidad del tiempo empleado en perpetrar la acción y los esperados del castigo penal que se le imponga si es atrapado. La visión del delincuente como un calculador racional parece poco realista, sobre toda cuando se aplica a individuos con escasa educación. Sin embargo, los delincuentes responden a los cambios en la estructura de costes derivada de la probabilidad de ser apresados y de la severidad del castigo al que se enfrentan. Esto es independiente de que el delito sea cometido por obtener una ganancia económica, por una pasión, por personas bien formadas o mal formadas.

En la medida en que la delincuencia implica beneficios y costes, la violación de la ley constituye una acción racional, y la cantidad de delitos efectivamente cometidos puede estar determinada de la misma forma en lo que lo está el de cualquier otra actividad económica. La única diferencia reside en que el delito supone un comportamiento que va en contra de la ley. El delincuente está en condiciones de ponderar el riesgo-rentabilidad de sus acciones y puede elegir la combinación que maximice su propia utilidad, cosa que conseguirá si comete aquellos delitos para los que los beneficios adicionales superen a los costes adicionales.

Existe una idea generalizada entre sociólogos y criminólogos de que algunos delincuentes no se comportan de manera racional. Esto es una perogrullada. Sin duda hay y siempre habrá un número X de criminales «enfermos» o «irracionales» como existen patologías y tipologías similares en cualquier otra profesión. Ahora bien, por definición, estos colectivos no constituyen la regla sino la excepción y, por tanto, es inconsistente construir un modelo penal eficaz sobre ese fundamento. No parece existir evidencia alguna de que los delincuentes, recluidos en las cárceles ordinarias, presenten mayores perturbaciones mentales que la gente que anda por la calle, o que sus neurosis tengan mucho que ver con sus actividades delictivas.

La mayoría de los estudios realizados por sociólogos y criminólogos han hecho reposar sobre el entorno social existente la variable determinante de la delincuencia. En este marco teórico, el castigo no sirve para desalentar la comisión de actividades delictivas. Llevada a sus últimas consecuencias lógicas esta tesis equivale a afirmar que encarcelar a la gente es un error, aunque rara vez se explicita de modo abierto una conclusión de este tipo. La respuesta de los economistas es radicalmente diferente. Es impensable que la probabilidad o la propensión a delinquir no se vea afectada por su precio. La tesis de la eficacia de la disuasión por el castigo es sólo una versión especial del principio económico general de que la elevación del precio de algo reducirá la cantidad comprada de ese algo.

Las ideas influyen sobre el mundo real. El hecho de que la mayor parte de los especialistas en el estudio de la delincuencia hayan creído, escrito y enseñado que las penas no son un elemento efectivo para disuadir la comisión de delitos ha tenido efectos lamentables sobre la política desplegada por los gobiernos para combatir la criminalidad. Los políticos se han mostrado más reacios a otorgar fondos para construir prisiones de lo que lo hubieran estado en otras circunstancias. Los jueces se han inclinado a pensar que el encarcelamiento tenía escaso impacto sobre la delincuencia y de ahí su escasa disposición a condenar a la gente por largos periodos de tiempo. Al mismo tiempo, la escasez de cárceles hace muy complicado mantener en prisión a los delincuentes un tiempo largo, incluso por delitos graves. Como consecuencia se ha recurrido cada vez más al internamiento atenuado y a otras fórmulas que en realidad reducen sensiblemente los costes del delito. A su vez, esto conduce a la elevación de las tasas de actividad criminal que provoca una sobrecarga de las instalaciones carcelarias disponibles y, por tanto, la reducción subsiguiente de los costes de la delincuencia.

Si el objetivo de un modelo de justicia penal es minimizar la cantidad de delitos, la respuesta lógica es elevar el coste de realizarlos. Desde un punto de vista práctico esto implica elevar las penas y hacer que se cumplan en su integridad. El objetivo de un sistema penal no es reinsertar socialmente a los delincuentes, principio sacrosanto de la progresía biempensante, sino intentar reducir su número. En consecuencia, un modelo eficiente de combatir el delito exige desmantelar la mayor parte de las medidas que se han introducido de manera progresiva durante las últimas décadas para suavizar el régimen sancionador del derecho penal. Esta posición quizá parezca dura, inhumana, pero es básico invertir los parámetros de funcionamiento de un modelo que, en la práctica, resulta más beneficioso para los delincuentes que para sus víctimas.
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