domingo, 31 de enero de 2021

Adidas vs. Puma: una guerra en familia

 (Un artículo de Borja Olaizola en el Heraldo de Aragón del 28 de mayo de 2016)

Un pleito por el uso de un compuesto para las suelas de las zapatillas resucita el odio que se profesaban los alemanes Adi y Rudi Dessler.

Las desavenencias entre familiares que son incapaces de reconciliarse suelen generar un rencor sordo que a veces se prolonga de por vida e incluso se hereda de generación en generación. En todas las familias hay casos de hermanos que no se hablan, cuñados que se profesan un odio visceral o primos que ni si quiera se cruzan un saludo en bodas y funerales. La experiencia es tan universal que proporciona a los protagonistas de la rivalidad entre Adidas y Puma, dos de las principales multinacionales del deporte, una dimensión humana que no es habitual encontrar en las relaciones empresariales.

Retrocedamos en el tiempo. Estamos en 1924 en Herzogenaurach, un pueblo próximo a la ciudad bávara de Nuremberg conocido por su tradición zapatera. Los jóvenes hermanos Dassler, Rudolf y Adi (Adolf), regresan a casa de la Primera Guerra Mundial y se plantean qué hacer con sus vidas. Su padre trabaja para uno de los más de cien fabricantes de zapatos que hay en la comarca y ellos deciden probar suerte en el negocio. Adi, el pequeño, es introvertido, pero tiene las ideas claras y se atreve con algo que a los demás fabricantes les parece una completa extravagancia: hacer un calzado especial para correr. Rudolf y Adi trabajan juntos en la casa familiar y fundan su propia empresa, la Gebrüder Dassler Schuhfabrik; es decir, la fábrica de zapatos Hermanos Dassler.

Los primeros años son difíciles. Sus compatriotas se asoman al abismo económico y hacer ejercicio no figura entre sus preocupaciones, bastante tienen con escapar del hambre. Los Dassler siguen adelante y poco a poco sus zapatillas y pantuflas empiezan a ser conocidas en los restringidos círculos de los aficionados al atletismo. La recuperación económica y el ascenso del nazismo, que transforma el deporte en una herramienta política, dan un empujón a la fábrica: los pedidos se multiplican para atender la demanda generada por los Juegos Olímpicos de Berlín de 1936. Fue allí donde los Dassler se apuntaron el primer tanto: para disgusto de Hitler, el gran triunfador de la cita, el afroamericano Jesse Owens, calzaba sus zapatillas de clavos.

Pero llegó la Segunda Guerra Mundial y todo se complicó. La fábrica fue transformada en un taller de repuestos de armamento. Las autoridades dejaron a Adi al frente del negocio por sus conocimientos técnicos, mientras Rudolf era llamado a filas. Los dos sobrevivieron a la contienda, pero la semilla de la división había empezado a germinar en su interior. Los vencedores permitieron que Adi se quedase con la empresa, pero Rudolf, que estaba convencido de que había sido denunciado por su propio hermano, permaneció un año preso de los norteamericanos. Cuando fue liberado, la animadversión había escalado varios peldaños. Rudolf regresó a Herzogenaurach, pero evitó la casa familiar y se instaló al otro lado del río Aurach. Allí se hizo con un pabellón semidestruido y retomó la fabricación de zapatillas con la ayuda de los más fieles de sus antiguos subordinados.

La posguerra fue dura, pero los dos hermanos ya tenían experiencia. Siguieron sin dirigirse la palabra y en 1948, Rudolf, el mayor, fundó una empresa que primero se llamó Ruda (de Rudolf Dassler) y luego Puma. Adi no se quedó atrás y un año más tarde registró la marca Adidas (de Adi Dassler) siguiendo el ejemplo del primogénito. 

El milagro económico alemán estaba a la vuelta de la esquina y los dos hermanos dejaban testimonio de su feroz rivalidad. Adi asestó los primeros golpes al hacerse con el contrato para equipar a la selección alemana de fútbol en el Mundial de Suiza de 1954. Los tacos que incorporó a las botas fueron determinantes para que sus compatriotas se impusiesen en la final a los húngaros, los grandes favoritos, en un terreno pesado y muy resbaladizo. Dos años después, su hijo Horst, muy avispado, regaló zapatillas Adidas a muchos atletas en las Olimpiadas de Melbourne de 1956. Eso es ahora algo habitual, pero entonces eran los propios deportistas quienes tenían que costearse su equipo, así que el gesto dio la vuelta al mundo.

Los cordones desatados

Adidas había tomado la delantera, pero Puma no tenía intención de quedarse atrás. Los dos hermanos habían cedido la batuta a sus respectivos hijos, Horst y Armin. Se acercaba el Mundial de fútbol de México de 1970 y Pelé, la gran estrella emergente, era un caramelo para las firmas de equipamiento deportivo. Los herederos de Adidas y Puma llegaron a un acuerdo: no pujarían por el futbolista para evitar una guerra de ofertas que podría desangrarles. Armin, sin embargo, quebrantó el pacto y se plantó en el domicilio del astro brasileño para hacerle una oferta económica que no pudo rechazar: Pelé tenía que llevar los cordones sueltos para pedirle al árbitro que retrasase el inicio de un partido mientras todas las cámaras apuntaban a la zapatilla que se ataba. El golpe de efecto urdido allí catapultó a Puma, pero también enconó hasta límites insospechados las relaciones entre ambas compañías.

La creciente rivalidad se trasladó incluso a la población de Herzogenaurach, donde tenían sus sedes las dos empresas. La periodista Barbara Smit, que contó la pugna en su libro Hermanos de sangre, asegura que los 23.000 vecinos, muchos de ellos trabajadores a su vez de Adidas o Puma, se alinearon en bandos irreconciliables y evitaban hacer las compras o tomarse una pinta en los establecimientos del enemigo. La prensa la bautizó como la ciudad de los cuellos doblados, porque sus habitantes bajaban la cabeza antes de iniciar una conversación para saber si la marca del calzado de su interlocutor coincidía o no con el suyo.

Esa rivalidad se mantuvo en pie hasta la muerte en los años setenta de los dos hermanos, que fueron enterrados en extremos opuestos del mismo cementerio. Con el tiempo, Adidas y Puma se transformaron en enormes conglomerados y los descendientes de Adi y Rudolf desaparecían de los puestos directivos e incluso del accionariado. Pero la hostilidad ha vuelto a renacer ahora, como consecuencia de un pleito que les enfrenta en los tribunales por el uso de un nuevo compuesto para las suelas de las zapatillas.

Adidas ha pedido a los jueces que paralicen la venta de una gama de Puma que utiliza el mismo conglomerado que emplea en sus productos. Hace siete años, el coloso químico BASF ofreció a las dos compañías un nuevo material sintético, el poliuretano termoplástico, para las suelas de sus deportivas. Adidas tomó la delantera y firmó un acuerdo en exclusiva que le permitió sacar al mercado una nueva línea en 2013. Puma, mientras tanto, buscó un nuevo socio y recurrió a la empresa estadounidense Huntsman para que le suministrase un material parecido. El contraataque se produjo un año más tarde de la mano de sus zapatillas NRGY. Adidas pidió a los tribunales que paralizasen su comercialización argumentando que solo ellos tenían derecho a utilizar el polieuretano termoplástico, pero los jueces no lo han visto claro y han denegado de momento la solicitud. El pleito, que está más vivo que nunca, ha resucitado los demonios y demostrado que ni la muerte es capaz de poner fin a los viejos pleitos de familia.

Creativo y retraído. Adidas

Adi Dassler (1900-1978) era meticuloso en su trabajo y también amigo de incorporar novedades para que el calzado se adaptase a las necesidades de cada deporte. También tenía una personalidad más introvertida que su hermano Rudolf. Hoy Adidas suma 53.731 empleados y tiene factorías repartidas por todo el mundo.

Sociable y vendedor. Puma

Rudi Dassler (1878-1974) era el complemento perfecto de su hermano Adi debido a su carácter extrovertido y a sus capacidades comerciales. Mientras uno creaba, el otro vendía. La asociación fraternal se rompió al acabar la II Guerra Mundial. Puma, la empresa de Rudi, tiene hoy 10.830 empleados.

jueves, 7 de enero de 2021

Cambridge contra Cambridge

 (Un artículo de Joaquín Estefanía en El País del 5 de abril de 2015)

El fracaso del pensamiento único en la Gran Recesión ha alumbrado una generación de economistas heterodoxos. Solo les une la crítica al neoliberalismo y a la escuela neoclásica.
 

En lo más hondo de la crisis económica, en el año 2009, Paul Krugman, con la libertad intelectual que le daba el Premio Nobel de Economía, se inventó una división de su profesión y habló de los “economistas de agua salada” (más keynesianos) y los “economistas de agua dulce” (los neoclásicos). Hasta antes de la quiebra de Lehman Brothers ambos grupos habían firmado una falsa paz basada, sobre todo, en la confluencia de opiniones que salvaban a los mercados de sus fallos. Eran los años de la Gran Moderación, en los que las cosas iban básicamente bien. La recesión que llegó terminó con esa paz postiza, durante la cual las fricciones entre ambos grupos de economistas habían permanecido dormidas sin que se hubiera producido ninguna convergencia real entre sus posiciones. Fue entonces cuando Alan Greenspan, que había sido presidente de la Reserva Federal y era denominado “el maestro” por unos y otros, admitió encontrarse en un estado de “conmoción e incredulidad” porque “todo el edificio intelectual se había hundido”.

Un lustro después, aquella distinción krugmanita ha pasado de moda y es difícil encontrar economistas que defiendan a campo abierto la teoría económica que ha llevado al fracaso del pensamiento único neoliberal y a la gestión de la crisis económica más larga y profunda desde los años treinta del siglo pasado. El historiador del pensamiento económico de la Universidad norteamericana de Notre Dame Philip Mirowski se sorprende de que, a pesar de ese fracaso evidente, los neoliberales (los economistas “de agua dulce”) parecen haber eludido toda responsabilidad por propiciar las condiciones para que se materializase la crisis: ninguno de esos profesionales “fue despedido por incompetente. Los economistas no han sido expulsados de sus puestos en el Gobierno. Ningún departamento de Economía ha sido clausurado, ni por sus errores ni como medida de ahorro de costes” (Nunca dejes que una crisis te gane la partida, ediciones Deusto).

Ahora hay una verdadera avalancha de economistas heterodoxos de muy diferentes escuelas. Lo único que les une es la crítica al neoliberalismo y a la escuela neoclásica, y un cierto neokeynesianismo. En el libro citado, Mirowski centra geográficamente esas críticas: sin duda la II Guerra Mundial habría tenido lugar sin Martin Heidegger, Carl Schmitt u otros intelectuales nazis, pero no está tan claro que hubiera ocurrido la crisis económica sin la escuela neoclásica de Chicago. Chicago ha sido el padrino intelectual de la autorregulación que ha llevado a tantos abusos.

Dentro de unos meses llegará a España la obra canónica del economista neokeynesiano australiano Steve Keen (Debuking Economics, traducida Desenmascarando la economía, Capitán Swing). Keen se autodefine dentro de la “tradición científica de Marx-Schumpeter-Keynes-Joan Robinson- Piero Sraffa-Hyman Minsky”. Lo peculiar de este economista es que ha atizado a otros autores pretendidamente keynesianos como Krugman, por ser neoclásicos camuflados: “El establishment neoclásico (sí, Paul, eres parte de ese establishment) ha ignorado toda la investigación de los economistas no neoclásicos como yo por décadas. Así que es bueno ver cierto compromiso en lugar de una ignorancia deliberada o, más probablemente ciega, a otros análisis alternativos”.

Esta polémica recuerda a otra de hace medio siglo, que fue conocida como Cambridge contra Cambridge y que enfrentó a los discípulos directos de Keynes en el Cambridge británico (Robinson, Sraffa, Kaldor,…) con los del Cambridge de Massachusetts, en EE UU (Paul Samuelson, Robert Solow…). Los norteamericanos llegarían al premio Nobel; los británicos, no. Joan Robinson calificó a los primeros como “keynesianos bastardos”.

En distintas proporciones, los famosísimos Thomas Piketty y Yanis Varoufakis también son economistas heterodoxos. El francés, por haber conseguido con su libro El capital en el siglo XXI (Fondo de Cultura Económica) lo que ninguno de sus colegas antes (ni siquiera Joseph Stiglitz en El precio de la desigualdad, editorial Taurus): introducir la desigualdad en el centro de la política económica tras largas décadas de ser orillada por el pensamiento ortodoxo que la consideraba una característica natural del capitalismo. En colaboración con otros jóvenes colegas como Emmanuel Saez o Gabriel Zucman (La riqueza oculta de las naciones, editorial Pasado y Presente), Piketty ha llevado sus argumentos de la economía a la política: concentraciones extremas de renta y riqueza como las que se dan en nuestras sociedades amenazan la democracia. Guste o no, las tesis de un científico social francés no habían influido tanto en el mundo anglosajón desde La democracia en América, de Tocqeville.

Antes de ser nombrado ministro de Finanzas griego por Alexis Tsipras, Yanis Varoufakis ejercía como misionero contra la austeridad autoritaria que Europa imponía a la Europa del Sur. Junto a otros dos colegas, el británico Stuart Holland y el estadounidense James Galbraith (hijo del gran John Kenneth Galbraith), Varoufakis presentaba una y otra vez por todo el mundo una modesta proposición para revolver la crisis de la eurozona, una especie de manifiesto que se encuentra en la Red. Pero su principal aportación intelectual al debate es el libro El Minotauro global (Capitán Swing), en el que hace un símil entre ese monstruo con cuerpo de hombre y cabeza de toro, y la crisis económica: igual que los griegos mantenían un flujo constante de atributos al Minotauro, así el resto del mundo envió cantidades increíbles de capital a EE UU. Este motor, que impulsó la economía global durante casi tres décadas, es el que gripó en el año 2007.

Uno de los libros más vendidos en 2014, y que ha resultado de referencia en muchos lugares (incluso en la Alemania socialdemócrata) es Austeridad. Historia de una idea peligrosa (editorial Crítica) del profesor de Economía Política Internacional de la Universidad de Brown, Mark Blyth. Éste combate la tesis dominante en Europa hasta hace poco tiempo de la “austeridad expansiva”, aquella que se extendió como un reguero de pólvora y que decía algo tan peculiar como que recortar el gasto en tiempos recesivos supone una mayor producción. Su simplismo recordaba en algo la curva de Laffer (recortar los impuestos aumenta la recaudación fiscal), que aplicada por Reagan llevó a EE UU al mayor déficit público de su historia.

El repaso a los economistas heterodoxos más conocidos no puede olvidar al coreano Ha-Joon Chang, de la Universidad de Cambridge, premio Wassily Leontief por ampliar la frontera del pensamiento económico y bien conocido en España a través de sus libros (Retirar la escalera, editorial Catarata; o 23 cosas que no te cuentan sobre el capitalismo, editorial Debate). En menos de un mes estará en librerías su último texto Economía: manual de usuario (Debate). En él, como en los anteriores, Ha-Joon Chang desarrolla la tesis de que la gente no vio llegar la Gran Recesión porque no preguntó qué era lo que nos ocultaban: la cultura de las burbujas.

Francia es un país que no sólo ha cedido a Piketty en esta coyuntura. De este país surge el Manifiesto de los Economistas aterrados y los textos centrales de dos investigadores del Centre National de la Recherche Scientifique (CNRS), Gérard Duménil y Dominique Lévy (La crisis del neoliberalismo, editorial Lengua de Trapo, y La gran bifurcación, FUHEM Social y La Catarata), muy recomendables.

Heterodoxos u ortodoxos, los economistas han de tener la calidad suficiente para interpretar lo que está ocurriendo y corregir sus fallos. En la maravillosa necrológica que Keynes hace de su maestro Alfred Marshall, define la profesión de economista de un modo envidiable: “El gran economista debe poseer una rara combinación de dotes (…) Debe ser matemático, historiador, estadista y filósofo (en cierto grado). Debe comprender los símbolos y hablar con palabras corrientes. Debe contemplar lo particular en términos de lo general y tocar lo abstracto y lo concreto con el mismo vuelo de pensamiento. Debe estudiar el presente a la luz del pasado y con vistas al futuro. Ninguna parte de la naturaleza del hombre o de sus instituciones debe quedar por completo fuera de su consideración. Debe ser simultáneamente desinteresado y utilitario: tan fuera de la realidad y tan incorruptible como un artista y, sin embargo, en algunas ocasiones tan cerca de la tierra como el político”.

Por cierto, Keynes también va a ser reeditado.

 

 

 

 

 
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