martes, 12 de mayo de 2020

Crimen y castigo: aplicando la teoría económica


(Un texto de Lorenzo B. de Quirós en El Mundo del 1 de diciembre de 2013 y que aún es válido)

Existe una creciente alarma social sobre et funcionamiento del sistema penal español. Las sanciones no se cumplen en su totalidad y existe un conjunto de beneficios, por ejemplo el régimen abierto o la reducción del tiempo en prisión por buena conducta etc., que debilitan los incentivos para prevenir el crimen y los fortalecen para cometerlos. Esta situación es el resultado de una errónea concepción de los móviles del comportamiento criminal. Ante este panorama, la moderna teoría económica es un instrumento útil tanto para comprender la mecánica delictiva como para diseñar un esquema sancionador óptimo, o cuanto menos eficaz, para disuadir y, en su caso, castigar la perpetración de delitos.

De entrada es preciso recuperar un concepto básico: El delincuente es el único responsable de sus actos y la tarea del derecho penal es proteger a los ciudadanos cumplidores de la ley de agresiones injustificadas de terceros contra su persona o su hacienda. Este principio se ha visto erosionado de manera dramática desde un punto de vista filosófico, sociológico, legal y jurisprudencial a lo largo de las últimas décadas sobre la base de un argumento subyacente a esos desarrollos: la sociedad es culpable de que algunos de sus miembros violen la ley. Si se asume este axioma, las penas no desalientan la propensión de la gente a realizar actividades delictivas. Este planteamiento es erróneo.

Una persona viola la ley porque los beneficios esperados de hacerlo son superiores a los costes en los que puede incurrir. Los beneficios son las diversas satisfacciones tangibles, caso de los delitos pecuniarios, o intangibles, por ejemplo los pasionales, resultantes del acto criminal. Los costes incluyen gastos directos, léase la compra de armas, los costes de oportunidad del tiempo empleado en perpetrar la acción y los esperados del castigo penal que se le imponga si es atrapado. La visión del delincuente como un calculador racional parece poco realista, sobre toda cuando se aplica a individuos con escasa educación. Sin embargo, los delincuentes responden a los cambios en la estructura de costes derivada de la probabilidad de ser apresados y de la severidad del castigo al que se enfrentan. Esto es independiente de que el delito sea cometido por obtener una ganancia económica, por una pasión, por personas bien formadas o mal formadas.

En la medida en que la delincuencia implica beneficios y costes, la violación de la ley constituye una acción racional, y la cantidad de delitos efectivamente cometidos puede estar determinada de la misma forma en lo que lo está el de cualquier otra actividad económica. La única diferencia reside en que el delito supone un comportamiento que va en contra de la ley. El delincuente está en condiciones de ponderar el riesgo-rentabilidad de sus acciones y puede elegir la combinación que maximice su propia utilidad, cosa que conseguirá si comete aquellos delitos para los que los beneficios adicionales superen a los costes adicionales.

Existe una idea generalizada entre sociólogos y criminólogos de que algunos delincuentes no se comportan de manera racional. Esto es una perogrullada. Sin duda hay y siempre habrá un número X de criminales «enfermos» o «irracionales» como existen patologías y tipologías similares en cualquier otra profesión. Ahora bien, por definición, estos colectivos no constituyen la regla sino la excepción y, por tanto, es inconsistente construir un modelo penal eficaz sobre ese fundamento. No parece existir evidencia alguna de que los delincuentes, recluidos en las cárceles ordinarias, presenten mayores perturbaciones mentales que la gente que anda por la calle, o que sus neurosis tengan mucho que ver con sus actividades delictivas.

La mayoría de los estudios realizados por sociólogos y criminólogos han hecho reposar sobre el entorno social existente la variable determinante de la delincuencia. En este marco teórico, el castigo no sirve para desalentar la comisión de actividades delictivas. Llevada a sus últimas consecuencias lógicas esta tesis equivale a afirmar que encarcelar a la gente es un error, aunque rara vez se explicita de modo abierto una conclusión de este tipo. La respuesta de los economistas es radicalmente diferente. Es impensable que la probabilidad o la propensión a delinquir no se vea afectada por su precio. La tesis de la eficacia de la disuasión por el castigo es sólo una versión especial del principio económico general de que la elevación del precio de algo reducirá la cantidad comprada de ese algo.

Las ideas influyen sobre el mundo real. El hecho de que la mayor parte de los especialistas en el estudio de la delincuencia hayan creído, escrito y enseñado que las penas no son un elemento efectivo para disuadir la comisión de delitos ha tenido efectos lamentables sobre la política desplegada por los gobiernos para combatir la criminalidad. Los políticos se han mostrado más reacios a otorgar fondos para construir prisiones de lo que lo hubieran estado en otras circunstancias. Los jueces se han inclinado a pensar que el encarcelamiento tenía escaso impacto sobre la delincuencia y de ahí su escasa disposición a condenar a la gente por largos periodos de tiempo. Al mismo tiempo, la escasez de cárceles hace muy complicado mantener en prisión a los delincuentes un tiempo largo, incluso por delitos graves. Como consecuencia se ha recurrido cada vez más al internamiento atenuado y a otras fórmulas que en realidad reducen sensiblemente los costes del delito. A su vez, esto conduce a la elevación de las tasas de actividad criminal que provoca una sobrecarga de las instalaciones carcelarias disponibles y, por tanto, la reducción subsiguiente de los costes de la delincuencia.

Si el objetivo de un modelo de justicia penal es minimizar la cantidad de delitos, la respuesta lógica es elevar el coste de realizarlos. Desde un punto de vista práctico esto implica elevar las penas y hacer que se cumplan en su integridad. El objetivo de un sistema penal no es reinsertar socialmente a los delincuentes, principio sacrosanto de la progresía biempensante, sino intentar reducir su número. En consecuencia, un modelo eficiente de combatir el delito exige desmantelar la mayor parte de las medidas que se han introducido de manera progresiva durante las últimas décadas para suavizar el régimen sancionador del derecho penal. Esta posición quizá parezca dura, inhumana, pero es básico invertir los parámetros de funcionamiento de un modelo que, en la práctica, resulta más beneficioso para los delincuentes que para sus víctimas.

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