domingo, 7 de junio de 2020

Breve historia de los precios


(Un texto de Jerry Useem en el XLSemanal del 26 de agosto de 2018)

En el siglo XIX, el sociólogo francés Gabriel Tarde escribió que el mercado venía a ser una guerra permanente entre vendedores y compradores y que el precio constituía una tregua en dicho conflicto.
La práctica de establecer un precio fijo para un bien o un servicio -extendida durante la década de 1860- supuso, de hecho, el fin de las hostilidades permanentes conocidas como ‘regateo’.

Como sucede en todas las treguas, cada uno de los bandos renunció a algo para llegar a ese acuerdo. Los compradores se vieron obligados a aceptar, o rechazar, el precio impuesto por la etiqueta con el montante concreto, un invento del pionero de las ventas John Wanamaker. Por su parte, los comerciantes cedieron la capacidad de explotar lo que cada cliente individual estaba dispuesto a pagar. Y se sometieron a este acuerdo por una combinación de razones morales y prácticas.

Los cuáqueros -entre los que descolló el comerciante neoyorquino Rowland H. Macy, fundador de los grandes almacenes que llevan su nombre- nunca habían sido partidarios de ofrecer diferentes precios a distintas personas. Wanamaker, por su parte, abrió sus almacenes Grand Depot bajo el principio «un solo precio para todos; aquí no hay favoritismos». Otros minoristas repararon en las ventajas de precios fijos abrazadas por Macy y Wanamaker. A la hora de dotar de personal los nuevos grandes almacenes, resultaba costoso formar a centenares de vendedores en el arte del regateo. Los precios fijos, además, aceleraban el proceso de ventas y hacían posible la proliferación de anuncios publicitarios en los que se divulgaba el precio exacto de un artículo.

A todo esto, los usuarios podían recuperar algo de la antigua iniciativa perdida recortando cupones de descuento. Lo que los grandes tenderos sabían era que a los consumidores les gustaba la seguridad de la tregua concedida, pero también conservaban el instinto de ser más listos que sus vecinos. Las compras ‘ventajosas’ les gustaban tanto que, a fin de comprender sus comportamientos, los economistas se vieron forzados a distinguir entre dos clases de valor: el valor de adquisición (el que un coche nuevo tiene para el comprador) y el valor de transacción (la sensación de que uno ha salido ganando o perdiendo durante la negociación con el concesionario).

Los términos de la tregua eran simples: existía un ‘listado de precios’ legítimo, y a los consumidores, de vez en cuando, se les ofrecía un descuento sobre tales precios. Y la tregua continuó estando vigente hasta la llegada de este nuevo siglo.

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