(Un texto de Jerry Useem en el XLSemanal del 26 de agosto de
2018)
En el siglo XIX, el sociólogo francés Gabriel Tarde escribió que
el mercado venía a ser una guerra permanente entre vendedores y compradores y
que el precio constituía una tregua en dicho conflicto.
La práctica de
establecer un precio fijo para un bien o un servicio -extendida durante la
década de 1860- supuso, de hecho, el fin de las hostilidades permanentes conocidas
como ‘regateo’.
Como sucede en todas
las treguas, cada uno de los bandos renunció a algo para llegar a ese acuerdo.
Los compradores se vieron obligados a aceptar, o rechazar, el precio impuesto
por la etiqueta con el montante concreto, un invento del pionero de las
ventas John Wanamaker. Por su parte, los comerciantes cedieron la capacidad
de explotar lo que cada cliente individual estaba dispuesto a pagar. Y se
sometieron a este acuerdo por una combinación de razones morales y prácticas.
Los cuáqueros -entre los que descolló el comerciante neoyorquino
Rowland H. Macy, fundador de los grandes almacenes que llevan su nombre- nunca
habían sido partidarios de ofrecer diferentes precios a distintas personas.
Wanamaker, por su parte, abrió sus almacenes Grand Depot bajo el principio «un
solo precio para todos; aquí no hay favoritismos». Otros minoristas repararon
en las ventajas
de precios fijos abrazadas por Macy y Wanamaker. A la hora de
dotar de personal los nuevos grandes almacenes, resultaba costoso formar a
centenares de vendedores en el arte del regateo. Los precios fijos, además,
aceleraban el proceso de ventas y hacían posible la proliferación de anuncios
publicitarios en los que se divulgaba el precio exacto de un artículo.
A todo esto, los usuarios
podían recuperar algo de la antigua iniciativa perdida recortando cupones de
descuento. Lo que los grandes tenderos sabían era que a los consumidores les
gustaba la seguridad de la tregua concedida, pero también conservaban el
instinto de ser más listos que sus vecinos. Las compras ‘ventajosas’ les
gustaban tanto que, a fin de comprender sus comportamientos, los economistas se
vieron forzados a distinguir entre dos clases de valor: el valor de adquisición
(el que un coche nuevo tiene para el comprador) y el valor de transacción (la
sensación de que uno ha salido ganando o perdiendo durante la negociación con
el concesionario).
Los términos de la
tregua eran simples: existía un ‘listado de precios’ legítimo, y a los
consumidores, de vez en cuando, se les ofrecía un descuento sobre tales
precios. Y la tregua continuó estando vigente hasta la llegada de este nuevo
siglo.
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