(La columna de Carlos Maribona en el XLSemanal del 29 de
enero de 2017)
¿Qué hace que una pequeña localidad perdida en la sierra de
Salamanca, sin recursos agrícolas ni ganaderos por la pobreza de sus suelos, cuyos
escasos habitantes se ganaban la vida como arrieros, tenga asociado su nombre
al de los mejores jamones? Una historia en la que tiene mucho que ver el
ferrocarril. A finales del siglo XIX, la construcción de un apeadero de la
línea Gijón-Sevilla hizo que algunos arrieros aprovecharan para establecer
pequeños negocios de salazón. Los inviernos fríos y secos hacían de Guijuelo un
emplazamiento idóneo para curar jamones. Y el ferrocarril permitía llevar hasta
el pueblo gran cantidad de cochinos. Los negocios crecieron al tiempo que las
chacinas se hacían un nombre en el mercado. Eso permitió construir mataderos
propios y adquirir fincas extremeñas para criar cerdos de raza ibérica. En
1984, Guijuelo logró la primera denominación de origen para jamones ibéricos.
Las marcas más destacadas de la localidad como Joselito o Carrasco apuestan por
mantener el espíritu artesanal y primar calidad sobre cantidad. El cerdo supone
el 70 por ciento de la calidad final de un jamón. El resto depende de factores
como el salado manual de cada pieza, en función de su tamaño. Y por supuesto de
la larga curación en los secaderos. Luego, al menos un año de bodega para
desarrollar color, aroma y sabor.
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