(Un texto de I. García de Leániz en el suplemento económico
de El Mundo del 9 de marzo de 2014)
En El poder del dinero,
Adam Cassidy -Liam Hemsworth-, un joven ingeniero de telecomunicaciones de 26
años, no se siente en absoluto a gusto en Wyatt Corporation, empresa puntera en
telefonía móvil. Las razones parecen obvias: un sueldo de becario tras cuatro años
de trabajo, nula promoción y un agravio retributivo con los salarios y bonus del CEO, Nicholas Wyatt -Gary
Oldman-. Cassidy resulta así un claro exponente de la frustración, tan
peligrosa, de esa generación perdida en la que comienzan a convertirse los Milennials, en Estados Unidos y también
aquí, donde no parecemos darnos cuenta de la ruptura del contrato psicológico
entre empleado y empresa.
Esto obliga a replantearse el discurso tradicional del management, ya que la nueva situación
laboral se nos presenta más allá de los factores higiénicos y motivadores de
Hezberg, cuyo modelo ha sido el cimiento que soportaba el enfoque de la persona
en la empresa desde la II Guerra Mundial, y que se ha desplomado
repentinamente, sin que nos demos cuenta de su trascendencia y menos de sus
consecuencias.
Tener que trabajar sin apenas factores de higiene ni
factores motivadores, se nos muestra perfectamente al inicio de la película.
Los esfuerzos diarios de Cassidy por salir del barrio pobre de Brooklyn y coger
el puente para trabajar en Manhattan no tienen la recompensa esperada: un puesto
estable con un sueldo equitativo y expectativas de promoción. El problema se
agrava al ser su modelo de expectativas el way
of life del comité directivo. Algo cuanto menos disonante y que ya no
existe para las nuevas incorporaciones. La crisis profesional de Cassidy está
servida.
Es justo en esta comparación entre lo que nuestro
protagonista da a la Wyatt (esfuerzo e innovación tecnológica) y lo que recibe
de ella (bajo sueldo y ausencia de carrera) comparado a su vez con el ratio esfuerzo/beneficio
del comité directivo, cuando en Cassidy se quiebra su jerarquía de valores y accede
a infiltrarse como ingeniero de I+D+i en la empresa competidora de smartphones de Joek Goddard -Harrison
Ford-.
Roto así el marco de referencia y equidad que soportaba el
contrato psicológico y no ser sustituido por otro modelo, pasa justo lo que
vemos en la película: todo vale en un entorno dominado por un cinismo directivo
que contamina hacia abajo la cultura entera de una organización y sus miembros.
Y se cumple una gran ley: quien se adapta a una empresa enferma, acaba también
enfermo.
Asistimos entonces a las peripecias de nuestro protagonista para
hacerse con la tecnología del producto estrella de Goddard -el Accura- que revolucionará con su sistema
operativo el mercado de los móviles y redes. Otra vez volvemos así al problema
de la falsificación de la verdad y el uso de la mentira, Todas las relaciones
profesionales e interpersonales que Cassidy va tejiendo en su nueva empresa rival
son por su parte falsas: sólo le sirven para procurar robar el know-how y expertise de su organización. De esta manera, la película apunta a
la proliferación de prácticas de espionaje industrial en las empresas y de
captura de información de enorme valor estratégico y financiero. Facilitado ello
por las nuevas tecnologías que hacen muy vulnerable la seguridad informática en
las grandes corporaciones y pymes. El reciente escándalo Obama de las escuchas sería
tan buena muestra de ello como la película.
Es lo que se denomina Inteligencia
Económica -y su parte adyacente de espionaje tecnológico que existe no sólo
a nivel de multinacional sino en los propios centros de inteligencia: véase en
nuestro país el nuevo SIE (Sistema de Inteligencia Económica) recién creado. Y que
demandará un nuevo perfil profesional y varios puestos de trabajo.
Ahora bien, el espionaje siempre ha planteado numerosos
problemas morales y perplejidades y éticas. Presupone una impostura a lo que se
va enfrentando el yo más íntimo de nuestro protagonista, esa parte que no puede
comprar ni un Porsche obsequio de
Harrison Ford, ni un apartamento en la Quinta Avenida, tan distinta de Brooklyn.
Por algo decimos que la conciencia -que no soy yo pero que está en mí- es insobornable.
Otra cosa es que la sigamos.
Y por otro lado, Cassidy descubre otra evidencia: que en
todo espionaje hay contraespionaje y que una vez metido en ese bucle -ciertamente
de pesadilla- uno ya no sabe qué es verdadero ni falso. Son las desventajas de
abandonar el principio de realidad y metemos en imposturas. Al final, una frase
olvidada de nuestro protagonista encierra, por fin, una verdad: «Soy alguien
que sabe distinguir el bien del mal». No es poco en estos tiempos.
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