jueves, 5 de febrero de 2015

Digamos que hablo de Quebec



(Un texto de Lorenzo B. de Quirós en el suplemento económico de El Mundo del 27 de octubre de 2013)

En 1995, los ciudadanos de Quebec votaron en contra de independizarse de Canadá en un referéndum sobre ese punto convocado previo acuerdo entre el Gobierno federal y el regional. La provincia canadiense tenía y tiene rasgos similares a los de Cataluña, un idioma propio, una participación en el PIB de la economía nacional del orden del 20%, una población algo mayor que la del Principado y un potente movimiento separatista, motor de la secesión. Los independentistas perdieron por un estrecho margen la consulta pero ésta tuvo un impacto negativo sobre la región de mayoría francófona del que no ha logrado recuperarse. Durante los últimos dieciocho años, el crecimiento de la economía, del PIB per cápita y del empleo han sido inferiores a su evolución en el resto del Canadá.

De entrada, el anuncio de la convocatoria del referéndum se tradujo en una rápida salida de personas, de capitales y de empresas desde Quebec hacia otras zonas del territorio canadiense, en especial, hacia Ontario. Como dato relevante cabe señalar que, en 1995, año de la consulta, la inversión en la provincia cayó un 12% respecto a la registrada en 1994. La dinámica de deslocalización de factores de producción no se invirtió después de la derrota de los independentistas entre otras cosas porque, a pesar de haber perdido el plebiscito, han mantenido, lo que ha generado una permanente incertidumbre sobre la evolución futura de la Provincia y ha debilitado su atractivo para la ubicación en su territorio geográfico de actividades productivas.

Por otra parte, la política lingüística desplegada por el partido nacionalista quebequés ha tenido consecuencias económicas no buscadas ni deseadas. En concreto, Quebec muestra una creciente incapacidad para atraer capital humano de alta calidad-productividad ante la barrera idiomática que supone el uso del francés. Esta restricción fáctica a la inmigración se traduce también en un estancamiento de la población en la provincia francófona, lo que constituye un elemento adicional de freno a su desarrollo. En otras palabras, la lengua se ha convertido en un lastre para impulsar un aumento del PIB potencial basado bien en el incremento de la productividad bien en la acumulación de factor trabajo bien en una combinación equilibrada de ambas variables.

A pesar de todo, los resultados socio-económicos de Quebec no han sido desastrosos por una sola razón: La secesión no se llevó a cabo. La Provincia sigue integrada en Canadá y, por añadidura, en el Tratado de Libre Comercio con EEUU y México, lo que le permite acceder a sus principales mercados, situación insostenible de haberse convertido en un Estado independiente. Dos ejemplos paradigmáticos ilustran la dependencia quebequesa del paraguas canadiense. El textil que es la principal industria quebequesa sobrevive por un sólo motivo, los altos aranceles proteccionistas concedidos por el Gobierno federal a Quebec y sus granjas suministran la mitad de la leche a la industria láctea canadiense. Hace falta un ejercicio de imaginación portentosa para creer factible mantener ese estatus comercial si Quebec estuviese fuera de Canadá.

Por otra parte, la independencia de la Provincia pondría en peligro su permanencia en la unión monetaria que hoy constituye Canadá. Si Quebec pudiese usar el dólar canadiense como lo hace ahora, el Gobierno del antiguo Dominio Británico no tendría capacidad de garantizar la solvencia de su sistema financiero, salvo que las instituciones crediticias quebequesas estuviesen sometidas a la supervisión-regulación del Banco de Canadá, lo que privaría al nuevo Estado de soberanía en ese terreno. Ante este panorama se abriría otra posibilidad, la dolarización unilateral de la economía de Quebec, lo que forzaría al Gobierno de Quebec a generar superávits permanentes en su balanza de pagos por cuenta corriente o a incrementar su endeudamiento externo para adquirir el volumen adicional necesario de dólares canadienses para sostener las transacciones monetarias de su economía.

De igual modo, la secesión quebequesa plantearía dos graves problemas: primero, la asunción por el Quebec independiente de la parte proporcional que le correspondería en la deuda estatal garantizada por el Gobierno federal hasta ese momento y segunda, la financiación de ella y de la privativa del nuevo Estado. Si se tiene en cuenta que la ratio Deuda-PIB de Quebec es semejante a la de Italia, la independencia plantearía dudas más que razonables sobre la solvencia de la neo-nata entidad estatal, esto es, sobre su capacidad de hacer frente a sus obligaciones. En este sentido, el Gobierno del nuevo Estado se vería forzado a realizar una durísima devaluación interna y un descomunal ajuste presupuestario para evitar la bancarrota si la unión monetaria con Canadá se mantuviese o hubiese elegido la dolarización de su economía. En ambos casos, los inversores deberían estar dispuestos a financiar la deuda, asunto complicado. La otra fórmula sería adoptar una moneda propia y desplegar una estrategia hiperinflacionaria para hacer frente a su endeudamiento.

Sin duda, un Quebec independiente, con una economía abierta al exterior, con disciplina fiscal y monetaria, con mercados libres e impuestos bajos podría sobrevivir e incluso prosperar, como enseñan Alesina y Spolaore en su espléndida monografía The Size of Nations. Ahora bien, antes de llegar a esa idílica situación atravesaría por una fase de transición larga, dolorosa, con niveles de incertidumbre y de inestabilidad enormes, acompañada de una brutal caída de los niveles de vida de sus ciudadanos durante un espacio temporal imprevisible. Y todo esto sucedería si el proceso de secesión fuese amistoso, imagínense lo que ocurriría si no fuese así…

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