(La columna de Juan Manuel de Prada en el XLSemanal del 17
de junio de 2012)
El
economicismo clásico estableció que la codicia o egoísmo personal era el motor
de las relaciones económicas; y que la agregación y concurrencia de codicias
personales garantizaba el funcionamiento del mercado (a esto se denominó
mano invisible): el panadero no amasaba y cocía el pan por un impulso
altruista, sino porque sabía que, haciéndolo, atendía necesidades que a su vez
le permitirían sufragar las suyas; y este egoísmo racional de los actores
económicos (en el que, sin embargo, no faltaban factores de empatía, pues la
codicia solo halla satisfacción cuando es capaz de ponerse en el lugar del
otro, previendo y atendiendo sus necesidades) garantizaba, según tal doctrina
clásica, el bienestar y riqueza de las naciones.
La visión
antropológica que subyace en esta visión economicista es, a todas luces,
nefasta. Considera que el motor de la acción humana es siempre el interés
propio, extremo que nuestra propia experiencia desmiente: por muy egoístas y
codiciosos que seamos, sabemos que muchas de nuestras acciones son
desinteresadas, nacidas de un impulso ingobernable de generosidad (en realidad,
mucho más ingobernable que nuestra codicia). También considera que un mal de
origen (la codicia personal) puede redundar en un bien último (el bienestar y
riqueza de las naciones), olvidando que todo lo que se funda sobre un mal, más
allá de los beneficios mediatos o inmediatos que pueda reportar, acaba muy
malamente. Pero no nos interesa aquí señalar los errores morales y metafísicos
de tal doctrina, nacidos de una concepción pesimista (de raíz protestante) de
la naturaleza humana, sino un error mucho más palpable, que consiste en dar por
sentado que las relaciones económicas permiten que los hombres actúen movidos
por la codicia. Tal vez esto pudiera ocurrir en un mercado ideal, en el que los
actores económicos se desenvuelven libremente; pero sospecho que tal mercado
ideal no ha existido nunca. Y, desde luego, no existe en nuestra época.
Para que los hombres puedan actuar por codicia necesitan
tener certezas y seguridades; pero lo que caracteriza las relaciones económicas
es precisamente la inseguridad y la incertidumbre o, si se prefiere, la
convicción de que están gobernadas por fuerzas que escapan a nuestro control. En aquel mercado ideal que soñaron
los teóricos del liberalismo los actores concurrentes conocían las necesidades
de los otros actores con los que entablaban una relación económica; hoy tales
relaciones se han debilitado hasta hacerse casi inexistentes, y cualquier
decisión adoptada en instancias desconocidas, impersonales, brumosas y fuera de
nuestro control en Nueva York o Pekín puede alterarlas. De este modo, la
codicia deja de mover al individuo; y el único motor de su acción económica es
el miedo. Un miedo que se extiende a todas sus elecciones, desde el preciso
instante en que se convierte en actor económico. No elegimos una determinada
carrera o formación por codicia, sino por miedo al fracaso, por miedo a no
encontrar trabajo, por miedo a elegir otra que tal vez nos estimule más pero
tiene menos salidas profesionales. No aceptamos tal o cual trabajo por codicia,
sino por miedo al paro, por miedo a rechazar una oferta que tal vez mañana
añoremos, por miedo a no cotizar lo suficiente para cobrar una jubilación, por
miedo a la hipoteca que hemos suscrito con el banco, por miedo a otro trabajo
menos digno que nos deje sin seguridad social. No aceptamos que las condiciones
de nuestro trabajo sean cada vez más precarias por codicia, sino por miedo al
despido, por miedo a que nos metan en un ERE, por miedo a la hipoteca que
tenemos que seguir pagando, por miedo al contrato basura. No aceptamos un
contrato basura por codicia, sino por miedo a envejecer sin haber hecho
currículum, por miedo a que nos embarguen, por miedo al desahucio y al hambre.
Y, sobre estos miedos que penden sobre nuestras decisiones, sobrevuelen otros
miedos que exceden por completo el ámbito de nuestras miedosas decisiones:
miedo a las sucesivas reformas laborales, miedo a los vaivenes de los mercados
financieros, miedo a que quiebre el sistema de pensiones... Miedo, pura y
simplemente miedo. ¿Dónde quedó la codicia de la que nos hablaban los teóricos
de la economía?
El miedo es el único motor o mano invisible que rige las
relaciones económicas; un miedo nacido de la incertidumbre y la inseguridad. Y, como decía el replicante
interpretado por Rutger Hauer en Blade Runner: «¿Es dura la experiencia de
vivir con miedo, verdad? En eso consiste ser esclavo».
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