(Un texto de María Blanco, profesora de Economía de la
Universidad CEU San Pablo, en el suplemento económico de El Mundo del 12 de
enero de 2014)
Hace unos días, Barack Obama, presidente de Estados Unidos, alertaba de
la situación tan dramática que se está viviendo, no ya en su país, sino en el
mundo occidental, como consecuencia de la prolongada crisis. Lo hizo en el discurso pronunciado en el Center for American Progress. Para
Obama, la esencia de la grandeza de Estados Unidos descansa en la certeza de
que «todos hemos sido creados iguales».
Lo cual es absolutamente falso. No hemos sido creados iguales. Más bien al
contrario, somos todos diferentes. Como nos enseñó Adam Smith en su Teoría de los Sentimientos Morales, eso
permite que nos relacionemos, no solamente desde un punto de vista
estrictamente económico, intercambiando bienes y servicios en un mercado. Las
diferencias permiten también que unos ayuden a otros, que exista el aprendizaje, la admiración por el
talento artístico y por la belleza ajena.
Porque somos diferentes hay líderes, héroes, místicos. Por supuesto, también hay villanos,
inmorales y depravados. Pero la existencia de unos y otros, generada por la
diferencia, no implica que haya que eliminarla y lograr un igualitarismo artificial, inexistente en la naturaleza.
Porque yo
soy diferente a otros puedo ofrecer aquello que tengo de más, o aquel servicio
que proveo mejor que el resto, y de esta forma, satisfacer mis necesidades sin
depender más que de mi buen hacer, sacando provecho de lo que tengo.
Inmediatamente se plantea la cuestión de qué sucede con aquellos que no tienen
nada que ofrecer. La benevolencia, la compasión, la generosidad, todas ellas
virtudes voluntarias, que no se pueden imponer para que no pierdan precisamente su carácter de virtud transformándose
en simple obediencia, suplen la situación de los que no tienen nada. De esta
manera, a lo largo de la historia, las personas hemos desarrollado nuestro
ingenio, ofreciendo aquello que veíamos que se necesitaba en nuestro entorno, y
otras creando esa necesidad en nuestros semejantes.
Por eso, la
denuncia a quienes reclaman intervención política porque confunden desigualdad
y pobreza es muy pertinente. Porque si fuera posible un mundo en el que todos
fuéramos iguales, o todos tuviéramos lo mismo, obviamente no tendría sentido el intercambio, en
sentido amplio.
Reclamar intervención política en el mercado es la manera de
asegurar que quienes tienen menos no puedan acceder a un entorno libre, un
mercado lo suficientemente grande y variado como para que encuentren alguien que se acomode a su oferta.
Pero lo peor es que quienes demonizan la riqueza y a los
ricos pecan de una hipocresía soterrada que es necesario desempolvar y poner
bajo los focos. De nuevo es
necesario recurrir a Adam Smith quien, en el mencionado libro, expone cómo, a
lo largo de la historia del hombre, el individuo se ha fijado en el que tiene
más y las sociedades, a medida que han ido evolucionando, se han organizado
alrededor de esta tendencia natural que consiste en la especial consideración
hacia el rico y el poderoso.
Esta tendencia no implica el desprecio por los pobres,
porque los seres humanos somos mucho más complejos y también somos capaces de
admirar otras virtudes. Adam
Smith defiende la necesidad de fomentar
esas otras virtudes y yo también, pero nunca por ley.
Si somos sinceros, la mayoría de la gente que reclama un
igualitarismo buenista (aunque falaz), votaría antes por un gobernante de
dudosa reputación que acrecentara la riqueza del país que a uno de comportamiento
virtuoso que no lo hiciera. Lo
relevante no es la diferencia entre el que tiene más y el que tiene menos, sino
que el que tenga menos pueda tener más.
No se trata de comparar entre Estados Unidos y Senegal, se trata de que no haya
hambre en Senegal.
Pero, políticamente, y en especial desde un país occidental,
que se está empobreciendo pero en donde aún disponemos de muchas facilidades de
una vida moderna, es más fácil vender votos despertando envidias. Porque en el fondo de todo habita la
secreta esperanza de que nos toque algo en el reparto de prebendas. Eso es el
socialismo, el sistema político que asegura el reparto arbitrario de
privilegios. Y mientras eso sea así, el común de los mortales hará lo que sea
para ser uno de los privilegiados, siempre bajo el disfraz de la subvención o el estímulo. Y eso es lo
verdaderamente inmoral.
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