(Un texto de Lorenzo R. de Quirós en el suplemento económico
de El Mundo del 22 de diciembre de 2013)
La evolución del problema catalán es un caso de manual del
denominado Dilema del Prisionero formulado por la teoría de juegos. El interés
óptimo de las partes implicadas en el conflicto -la Generalitad y el Gobierno central-
conduciría a lograr un acuerdo en virtud del cual los jugadores implicados en
él conseguirían un mejor resultado que si se empeñasen en maximizar sus
estrategias propias. Cualquier opción no cooperativa sería peor para ambos
pero, a pesar de ello, la maximización de sus intereses individuales, da igual su
justicia o su legitimidad, puede conducir a un resultado en el que las dos
partes implicadas en el litigio pierden y producen daños colaterales no
deseados y de alcance imprevisible para terceros.
La tendencia a comportamientos no cooperativos se acentúa
cuando se practica el llamado Juego del Ultimátum. En él, un jugador X realiza
una única y definitiva propuesta; el otro, Y, sólo tiene la posibilidad de
aceptarla o de rechazarla. En caso de no aceptación, ninguno de los dos ganaría
nada. Por tanto cabría esperar que el jugador Y la suscribiese porque ello
mejorará su situación, ya que inició el juego sin ganancia alguna. Sin embargo,
la evidencia empírica arroja una conclusión diferente. Ante una situación
percibida como abuso de poder y/o chantaje por parte de X, Y tiende a preferir castigar
a su contrincante aunque ambos lo pierdan todo.
En este marco teórico es posible analizar y entender la consulta
popular planteada por la Generalitat y sus aliados, para permitir a los
ciudadanos del Principado manifestar su opinión sobre la conversión de Cataluña
en un Estado y si éste debería ser independiente. El tajante niet del Gobierno Rajoy a esa iniciativa
era la esperable en el juego del ultimátum. La cesión a las demandas catalanas supondría
vulnerar un principio básico, el de la soberanía del pueblo español, y pondría
en riesgo la propia razón de ser del Estado, la preservación de su integridad territorial.
Esto lleva de manera inexorable al enfrentamiento en tanto factores no racionales
o, para ser más precisos, superiores a la maximización del beneficio individual
de los jugadores, determinan su comportamiento.
El asunto se complica si se tienen en cuenta las implicaciones
económico-financieras del problema En el corto y medio plazo, éstas son letales
para las dos partes en conflicto. La secesión de Cataluña o la consolidación de
un escenario permanente de incertidumbre y, por tanto, de inestabilidad,
pondría en serio riesgo la recuperación de la economía española. Por el lado
cuantitativo, Cataluña representa alrededor del 25% del PIB español; por el
cualitativo, la amenaza de segregación aumentaría la prima de riesgo del
conjunto del Estado, restaría atractivo para ubicar inversiones extranjeras en España
y produciría una salida de capitales del país. En última instancia, España
siempre podría ser rescatada, vía no transitable para una Cataluña al margen de
la UE.
Si la consulta se realiza o queda en suspenso, la
incertidumbre se mantendría y, si la independencia se llegase a materializar,
la economía catalana entraría en la senda de un acelerado declive cuyo
resultado sería un empobrecimiento brutal del Principado. Con una coyuntura económico-financiera
grave, por no definirla de desesperada, Cataluña asistiría a una emigración
masiva de capital financiero, empresarial y, también, humano hacia el resto del
Estado o hacia el exterior. Al mismo tiempo, el Gobierno central dejaría de suministrar
los recursos necesarios para financiar a una parte del territorio en rebeldía
tácita o expresa. En este caso, Cataluña se vería abocada a la suspensión de
pagos y a una depresión económica de larga duración.
Si se produjese la independencia, el panorama sería aún
peor. A largo plazo, en veinte o treinta años, un Estado Catalán podría
sobrevivir y prosperar en una economía abierta cuyo mercado es el mundo. Con
disciplina macroeconómica, mercados libres y un entorno de garantía de los
derechos de propiedad y de seguridad jurídica, Cataluña podría ser viable. Aunque
esa estrategia liberal se aplicase, lo que parece poco probable a la vista del
ideario de las fuerzas pro-independentistas, los costes de transición hasta llegar
a ese escenario serían terribles. Supondrían de facto el sacrificio de una generación
en pro del bienestar futuro de la siguiente. Esta no es una profecía ideológica
ni sesgada, sino una apreciación puramente técnica, de una lógica implacable y,
guste o no, es indiscutible.
De entrada, la fuga de personas, de capitales y de empresas
se dispararía. De igual modo, Cataluña no lograría financiar en el mercado su
deuda pública, convertida ya en un bono
cuasi basura pese a la cobertura del Estado. Sus entidades financieras no
tendrían acceso a la ventanilla del BCE ni, por supuesto, al mercado interbancario
español y, obviamente, sufrirían una retirada de depósitos abrasiva. Con los
actuales Tratados de la UE no podría incorporarse al mercado único ni al euro. Esto
forzaría, bien a crear una moneda propia, bien a eurizarse unilateralmente y asumir
un shock deflacionista para la economía del Principado demoledor. Por último se
vería obligada a soportar los costes de los programas del Estado del Bienestar,
financiados hoy en parte o en su totalidad,por ejemplo las prestaciones por
desempleo, por el Estado.
Los desarrollos expuestos suponen, ceteris paribus, que una secesión es inocua en el plano político-social,
es decir, que no se producirían reacciones en contra dentro y fuera de Cataluña
que condujesen a situaciones con distintos grados de violencia. Esta presunción
resulta optimista, por no calificarla de ingenua. La ruptura de los Estados,
incluso las pactadas, tienen efectos imprevisibles sobre la conducta de los
ganadores y de los perdedores de ese proceso. Ésta es otra variable fundamental
a tener en cuenta cuando la gente se introduce en dinámicas de esta índole.
A estas alturas de la película, el tema no es quien tiene razón
ni quien tiró la primera piedra ni cuáles son las causas remotas de la actual
situación. Este planteamiento principista conduce a un callejón sin salida. La España
del siglo XXI tiene que ser capaz de ofrecer una alternativa imaginativa, una
solución razonable al problema catalán, que es el problema fundamental de España
en estos momentos y que, si no se ataja, conducirá de manera inexorable a un
choque de trenes.
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