jueves, 14 de marzo de 2013

El insólito giro de las agencias de ‘rating’



(Un artículo de Carlos Salas en El Mundo del 16 de mayo de 2010)

El de los trenes ha sido uno de los negocios más ruinosos de EEUU porque se tarda una semana en cruzar ese enorme país de costa a costa en un expreso, pero sólo cuatro horas en avión. Está claro: los aeropuertos son los grandes competidores de los trenes de larga distancia. 

En 1968 algunos empresarios pensaron que si fusionaban Pennsylvania Railroad con New York Central Railroad y si añadían The New York, New Haven and Hartford Railroad podían sacarlas de las pérdidas y ganar dinero. En la corta y media distancia podían ganar a los aviones. Para hacer las cosas fáciles la llamaron Penn Central. 

Vista desde un satélite, la zona que abarcaba Penn Central era la más poblada de EEUU. Claro que seguían teniendo un serio competidor: las autopistas. Desde una ley aprobada en 1956 por Eisenhower, las four-line highway se construían a ritmo feroz. Otro enemigo era la Comisión Interestatal de Comercio que regulaba las tarifas. Ni un centavo más de lo permitido. 

En 1970, incapaz de asumir su enorme deuda, Penn Central anunció la mayor suspensión de pagos de la historia hasta entonces conocida y conmovió la mentalidad empresarial norteamericana.

A raíz de esa quiebra, sucedieron varias cosas. En primer lugar se creó Amtrak, una empresa estatal de trenes que sale en todas las películas desde 1970.Y, en segundo lugar, las casi inadvertidas agencias de rating disfrutaron del mayor empujón de su historia. Las agencias de calificación financiera existían desde principios del siglo XX. Se dedicaban a emitir informes sobre si ésta o aquélla empresa era creíble desde el punto de vista financiero. Esas opiniones aparecían en unos libros de rating que podía comprar cualquier mortal. ¿Quería usted adquirir acciones de Acme? Entonces compraba esta opinión independiente y luego tomaba su decisión. No era un negocio fabuloso, pero sí muy respetado. 

Las casas de rating como Moody's se enorgullecían en los 50 de no recibir «un centavo de las empresas», de ser incorruptibles y de practicar una tajante moral basada en la independencia, según lo describía el vicepresidente de la compañía en el diario religioso Christian Science Monitor. Eso se llama sindéresis. Opiniones justas. Era bueno para el sistema financiero. Era bueno para los inversores. 

Las cosas empezaron a cambiar en los años 70 debido a la quiebra de Penn Central. Dado que las fiebres en las finanzas se transmiten como las bacterias de la peste bubónica, los bancos pusieron en duda a todas las empresas y les cerraron el grifo. No había más dinero. Cero préstamos. «Eso produjo el efecto contrario al esperado», contaba Carballo, ex director general de Banca de Moody's, en un artículo en Expansión en septiembre [de 2009]. «Sin crédito, esas mismas empresas incrementaron aún más sus impagos».
Aterrorizadas por esta decisión, las empresas norteamericanas fueron corriendo a buscar a alguien que les diera un certificado de buena salud financiera. Y entonces descubrieron a las agencias de rating. Todos los empresarios hicieron cola y obtuvieron sus certificados de solvencia financiera. «Tanto se incrementó la demanda del rating que las agencias se vieron obligadas a cobrar por primera vez a las empresas que se lo solicitaban», añade Carballo. 

Las agencias de rating descubrieron el gran negocio de vender certificados de salud financiera, el rating famoso. AAA significaba muy buena salud. CCC significaba enfermedad terminal. En poco tiempo pasaron de ser pequeñas compañías de moral intachable, a grandes firmas que vendían sus opiniones a los mismos sobre los que opinaban. Era como si el jurado de Operación Triunfo fuera pagado por David Bisbal. ¿No es un poco sospechoso? 

Para aumentar su regocijo, en 1975 el Gobierno de EEUU les dio un empujón más. La Securities and Exchange Cornmission, llamada también el watchdog (el sabueso o guardián) de la Bolsa americana, se percató de que las calificaciones podían ser un gran detector de minas financieras. Para evitar futuras quiebras por falta de fondos, obligó a los intermediarios financieros a poner más dinero cuando su rating fuera malo, y menos si su rating era de alta calidad. Era como si en la escuela, los chicos que sacan malas notas fueran obligados a pasar más horas estudiando, y los que sacan buenas notas, menos horas. 

El remate fue que sólo las agencias certificadas podían dar esas notas. Para ello se creó la National Recognized Statistical Rating Organization (la organización nacional de rating de EEUU) que hoy contempla 10 firmas. Pero las importantes son Fitch, Moody's y Standard &Poor's. 

Para muchos observadores, una agencia de rating no puede ser del todo honesta pues juzga a quienes le pagan. La prueba está en que, poco antes de la crisis de septiembre de 2008, los bonos de Lehman gozaban de gran calificación. «Estas acusaciones caen por su propio peso si se ve el enorme porcentaje de acierto de sus calificaciones», se defendía Carballo en Expansión, «algo que no se obtiene si no es con un gran nivel de independencia». 

Pero sus errores han sido mayúsculos y por eso se plantea multarlas. El Parlamento europeo aprobó un reglamento el año pasado que trata de romper además con el oligopolio de las tres agencias americanas. Todo ello acaba de ser destripado por Alberto Tapia en su monografía Las agencias de calificación crediticia (Thomson Reuters-Aranzadi).

 La verdad es que ahora las agencias están entre la espada y la pared. Si son muy duras con los estados (como España), reciben un chaparrón de críticas, pues pueden hundir las finanzas de un país. Y si son muy blandas, como sucedió en 2008, serán acusadas de haber vendido su alma al dinero. Es una paradoja que las agencias que califican la honestidad financiera hayan perdido prestigio por su falta de honestidad en años pasados. Pero guste o no siempre tiene que haber jueces y agencias de rating. De alguien hay que fiarse, ¿no?

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