(La columna de Martín Ferrand en el XLSemanal del 22
de julio de 2012)
Stefan Zweig, en El mundo de ayer. Memorias de un europeo, recuerda cómo la
inflación que devastó Austria tras la Primera Guerra Mundial atrajo a multitud de
extranjeros en busca de gangas gracias al favorable cambio de divisas. Entre
ellos, numerosos germanos, tantos que Alemania impuso severas inspecciones para
incautarse de cualquier producto adquirido al otro lado de la frontera. «Pero
había un producto que no se podía confiscar: la cerveza que cada uno llevaba en
el cuerpo. Los bávaros, grandes bebedores de cerveza, consultaban cada día la
lista de las cotizaciones y calculaban si, debido a la depreciación de la
corona, podían beber cinco, seis o diez litros de cerveza por el mismo precio
que debían pagar por uno en casa».
Así, cada día pasaban la frontera trenes
repletos de alemanes que se hartaban de cerveza y que, por la noche, volvían a su
país mientras «berreaban, eructaban y vomitaban». La nada poética justicia del
periodo de entreguerras provocó que, tres años después, la inflación afectara a
Alemania y cambiara la dirección de las expediciones cerveceras.
[…]
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