(Un texto de Lorenzo B. de Quirós en el suplemento económico
de El Mundo del 16 de marzo de 2014)
El tamaño óptimo del sector público ha sido y es objeto de
un debate permanente. Los liberales clásicos son partidarios de un Estado
mínimo limitado a garantizar la defensa exterior, a suministrar justicia a
proteger los derechos de propiedad, hacer cumplir los contratos y ofrecer una
red básica de seguridad a quienes sean incapaces de obtenerla con sus propios
medios. Los socialistas de todos los partidos, de izquierdas y de derechas,
propugnan una intervención estatal mucho más amplia para corregir los fallos del mercado y para redistribuir
la renta. Sin embargo, esa apasionante discusión político-filosófica es
irrelevante en la actual coyuntura española. La crisis ha puesto de relieve la
incapacidad de la economía nacional de financiar su actual nivel de gasto sin generar
un endeudamiento insostenible en el medio y largo plazo. En 2013, a pesar de la
ingeniería contable aplicada, el déficit para el conjunto de las AA.PP. se
situará en el 6, 7% del PIB y la deuda pública mantendrá su carrera alcista
durante los próximos años.
La tesis manejada por el Ministerio de Hacienda para
justificar el agujero de las cuentas públicas es la insuficiencia de ingresos
fiscales; es decir, los españoles no pagan los impuestos necesarios para cubrir
los desembolsos de las Administraciones Públicas por lo que éstas han de
endeudarse. Este planteamiento confunde la causa del problema con sus efectos.
La literatura económica y la evidencia empírica muestran la existencia de una
estrecha correlación entre el sistema fiscal imperante en un país y su volumen de
fraude/economía sumergida. Para decirlo con claridad, cuánto más altos son los
tributos, mayor es la propensión de los individuos y de las empresas a
defraudar.
Además, el aumento del número de evasores crea una
externalidad negativa, ya que se incrementa el coste de perseguir y castigar la
evasión fiscal. Por ello, la bajada de los impuestos disminuye los incentivos para
evadir, lo que eleva la recaudación tributaria. En España, aproximadamente la
mitad del fraude y de la economía informal son directamente imputables a la
excesiva carga impositiva soportada por los individuos y por las compañías (ver
Schneider and Buehn, Shadow Economies in
Highly Developed OECD Countries: What are the Driving Forces?, 2012). El
fisco hispano exprime tanto a los contribuyentes que el margen para que nuevas
subidas de impuestos se traduzcan en mayores recursos para el Estado es
inexistente. Por tanto, la manera de incrementar las bases fiscales, clamor
permanente del Ministerio de Hacienda, pasa por disminuir la fiscalidad sobre
las personas físicas, sobre las jurídicas y sobre el capital.
Es posible relativizar la dimensión del Estado en la economía
nacional si se acude a comparaciones internacionales entre los ratios de gasto/PIB,
de presión fiscal, etcétera, existentes en España y en otros países
industrializados. Esto conduciría a considerar el ogro filantrópico hispánico
como pequeño o mediano, lo que es un espejismo. De acuerdo con los datos de la
última Encuesta de Población Activa, 14.210.480 trabajadores del sector privado
financian a 16.770.632 ciudadanos -pensionistas, desempleados y trabajadores-
cuyas rentas dependen del sector público. Cada cinco ocupados en la economía
productiva mantiene a seis que no generan riqueza. Esta realidad no está
distorsionada por el brutal incremento del paro y por su impacto alcista sobre
los gastos para cubrirlo, porque esta situación es el efecto estructural de un
sistema de protección al desempleo que incentiva la permanencia en el paro de
sus teóricos beneficiarios. Para más inri, el empleo público se sitúa
prácticamente en los mismos niveles de 2007, el último año de la expansión, y
muy pocas autonomías han puesto sus finanzas en orden o están en el camino de
hacerlo.
Guste o no, la reducción del binomio déficit-deuda es
imposible sin reformar el denominado Estado del Bienestar. Éste absorbe el 52,6%
del gasto público total y crecerá de manera exponencial en los próximos años
por el envejecimiento de la población. A pesar de ello, se considera que esos
programas son intocables. El pretexto para la inacción es el supuesto coste
social, sobre todo, para las capas más desfavorecidas de la población que ello implicaría.
Esto es una falacia. Eurostat mide la eficiencia de un Estado del Bienestar por
el porcentaje de los hogares que quedarían por debajo del umbral de pobreza,
definido por el 60% de la renta media disponible en cada país, en ausencia de
transferencias sociales. Si se aplica este test al Estado del Bienestar
español, el resultado es de una mediocridad aplastante. Sin sus transferencias,
un 22% de las familias españolas caerían por debajo de aquel umbral. Con ellas,
se reduce ese riesgo al 19% de los hogares. ¿Para conseguir ese éxito hace falta
gastar más del 50% del Presupuesto?
El Estado español tiene unas dimensiones que la economía no es
capaz de soportar. La raíz de los problemas presupuestarios patrios no es la
insuficiencia de los ingresos tributarios, sino el exceso de gasto. Sin un
adelgazamiento de las funciones de las administraciones públicas no será
posible reconducir su endeudamiento a la senda de la sostenibilidad y será
necesario mantener una elevada fiscalidad para soportar el gasto estatal, lo
que penalizará el crecimiento económico y la creación de empleo. Al mismo
tiempo, cuanto mayores sean los grupos cuyos ingresos dependen del sector
público, mayores serán las demandas políticas para aumentar su expansión y, de
nuevo, la fiscalidad para hacerle frente. Este es el círculo vicioso que puede
conducir a una hispano- esclerosis, argumento desagradable en los albores de la
recuperación.
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