miércoles, 18 de junio de 2014

Administración pública: nuestro ogro filantrópico



(Un texto de Lorenzo B. de Quirós en el suplemento económico de El Mundo del 16 de marzo de 2014)

El tamaño óptimo del sector público ha sido y es objeto de un debate permanente. Los liberales clásicos son partidarios de un Estado mínimo limitado a garantizar la defensa exterior, a suministrar justicia a proteger los derechos de propiedad, hacer cumplir los contratos y ofrecer una red básica de seguridad a quienes sean incapaces de obtenerla con sus propios medios. Los socialistas de todos los partidos, de izquierdas y de derechas, propugnan una intervención estatal mucho más amplia para corregir los fallos del mercado y para redistribuir la renta. Sin embargo, esa apasionante discusión político-filosófica es irrelevante en la actual coyuntura española. La crisis ha puesto de relieve la incapacidad de la economía nacional de financiar su actual nivel de gasto sin generar un endeudamiento insostenible en el medio y largo plazo. En 2013, a pesar de la ingeniería contable aplicada, el déficit para el conjunto de las AA.PP. se situará en el 6, 7% del PIB y la deuda pública mantendrá su carrera alcista durante los próximos años.
La tesis manejada por el Ministerio de Hacienda para justificar el agujero de las cuentas públicas es la insuficiencia de ingresos fiscales; es decir, los españoles no pagan los impuestos necesarios para cubrir los desembolsos de las Administraciones Públicas por lo que éstas han de endeudarse. Este planteamiento confunde la causa del problema con sus efectos. La literatura económica y la evidencia empírica muestran la existencia de una estrecha correlación entre el sistema fiscal imperante en un país y su volumen de fraude/economía sumergida. Para decirlo con claridad, cuánto más altos son los tributos, mayor es la propensión de los individuos y de las empresas a defraudar. 

Además, el aumento del número de evasores crea una externalidad negativa, ya que se incrementa el coste de perseguir y castigar la evasión fiscal. Por ello, la bajada de los impuestos disminuye los incentivos para evadir, lo que eleva la recaudación tributaria. En España, aproximadamente la mitad del fraude y de la economía informal son directamente imputables a la excesiva carga impositiva soportada por los individuos y por las compañías (ver Schneider and Buehn, Shadow Economies in Highly Developed OECD Countries: What are the Driving Forces?, 2012). El fisco hispano exprime tanto a los contribuyentes que el margen para que nuevas subidas de impuestos se traduzcan en mayores recursos para el Estado es inexistente. Por tanto, la manera de incrementar las bases fiscales, clamor permanente del Ministerio de Hacienda, pasa por disminuir la fiscalidad sobre las personas físicas, sobre las jurídicas y sobre el capital. 

Es posible relativizar la dimensión del Estado en la economía nacional si se acude a comparaciones internacionales entre los ratios de gasto/PIB, de presión fiscal, etcétera, existentes en España y en otros países industrializados. Esto conduciría a considerar el ogro filantrópico hispánico como pequeño o mediano, lo que es un espejismo. De acuerdo con los datos de la última Encuesta de Población Activa, 14.210.480 trabajadores del sector privado financian a 16.770.632 ciudadanos -pensionistas, desempleados y trabajadores- cuyas rentas dependen del sector público. Cada cinco ocupados en la economía productiva mantiene a seis que no generan riqueza. Esta realidad no está distorsionada por el brutal incremento del paro y por su impacto alcista sobre los gastos para cubrirlo, porque esta situación es el efecto estructural de un sistema de protección al desempleo que incentiva la permanencia en el paro de sus teóricos beneficiarios. Para más inri, el empleo público se sitúa prácticamente en los mismos niveles de 2007, el último año de la expansión, y muy pocas autonomías han puesto sus finanzas en orden o están en el camino de hacerlo. 

Guste o no, la reducción del binomio déficit-deuda es imposible sin reformar el denominado Estado del Bienestar. Éste absorbe el 52,6% del gasto público total y crecerá de manera exponencial en los próximos años por el envejecimiento de la población. A pesar de ello, se considera que esos programas son intocables. El pretexto para la inacción es el supuesto coste social, sobre todo, para las capas más desfavorecidas de la población que ello implicaría. Esto es una falacia. Eurostat mide la eficiencia de un Estado del Bienestar por el porcentaje de los hogares que quedarían por debajo del umbral de pobreza, definido por el 60% de la renta media disponible en cada país, en ausencia de transferencias sociales. Si se aplica este test al Estado del Bienestar español, el resultado es de una mediocridad aplastante. Sin sus transferencias, un 22% de las familias españolas caerían por debajo de aquel umbral. Con ellas, se reduce ese riesgo al 19% de los hogares. ¿Para conseguir ese éxito hace falta gastar más del 50% del Presupuesto? 

El Estado español tiene unas dimensiones que la economía no es capaz de soportar. La raíz de los problemas presupuestarios patrios no es la insuficiencia de los ingresos tributarios, sino el exceso de gasto. Sin un adelgazamiento de las funciones de las administraciones públicas no será posible reconducir su endeudamiento a la senda de la sostenibilidad y será necesario mantener una elevada fiscalidad para soportar el gasto estatal, lo que penalizará el crecimiento económico y la creación de empleo. Al mismo tiempo, cuanto mayores sean los grupos cuyos ingresos dependen del sector público, mayores serán las demandas políticas para aumentar su expansión y, de nuevo, la fiscalidad para hacerle frente. Este es el círculo vicioso que puede conducir a una hispano- esclerosis, argumento desagradable en los albores de la recuperación. 

En este contexto, la discusión entre liberales y estatistas se ve superada por la dura realidad: es imprescindible achicar el sector público español, condición sine qua non para reducir su endeudamiento y para que la economía crezca, genere riqueza y puestos de trabajo. Por añadidura, la estrategia (¿?) fiscal y presupuestaria del Ministerio de Hacienda no es explicable ni siquiera desde una óptica electoral. De los 19 gobiernos de la OCDE que emprendieron drásticos recortes del gasto público entre 1975 y 2008, el 63% de ellos fueron reelegidos. Sólo perdieron las elecciones los que hicieron reposar el peso del ajuste en el aumento de los impuestos. Si el PP pierde las generales de 2015 o no alcanza una mayoría suficiente para gobernar, lo que sería un desastre a la vista de las alternativas disponibles, el ministerio de Montoro habrá realizado una brillante contribución a ese resultado. 

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