(La columna de Carlos Salas en el suplemento económico de El
Mundo del 28 de septiembre de 2008)
Sucedió en un hotel de
Nueva York. Llegó un señor muy elegante y pidió una habitación en los pisos más
altos y con hermosas vistas. «¿Para dormir o para saltar?», preguntaron los
conserjes. No bromeaban. Aquel hombre tenía cara de ser una desesperada víctima
de Wall Street.
Todo el paisaje de la
calle financiera más famosa del mundo parecía un gran almacén en liquidación de
cuyos edificios en ruinas emergían zombis arruinados. El tifón financiero se
había llevado tantos empleados ricos y de coches deslumbrantes que la Casa de
la Moneda pensó en acuñar millones de monedas pequeñas porque imaginó que una
tromba de parados iba a usar el metro por primera vez.
Los analistas
escribieron unas crónicas donde dijeron que «de la misma manera que el descubrimiento
de América o la Revolución Francesa cambiaron la faz del mundo, el crack americano trastornó completamente el
mundo occidental, la fisonomía de la vida económica y con ella la estructura social».
Ha sido la mayor
catástrofe financiera jamás contada. Pero ustedes sólo la recordarán por las
fotografías en blanco y negro. Fue el crack
de 1929. Hace casi 80 años. Hasta aquel fatídico jueves de octubre en que los
valores de Wall Street se hundieron
un 13%, la palabra que mejor definía la situación de EEUU era «Prosperity». Pero en realidad era una
exuberancia irracional.
André Kostolany vivió
muy de cerca aquellos días de tormentas y más tarde escribiría: «En el año 1929
ocurrió la más grande catástrofe financiera que se haya producido jamás». Kostolany
era húngaro, como George Soros. Poseía pasaporte norteamericano, como Soros. Y
era uno de los mayores jugadores de Bolsa de su tiempo, como hoy lo es Soros.
Cuenta este húngaro que
tras aquel calamitoso jueves de octubre de 1929, el Gobierno de Estados Unidos
hizo declaraciones oficiales en la prensa con llamadas a la calma. Los
banqueros más poderosos se reunieron para inyectar 240 millones de dólares al
mercado, suma gigantesca entonces, y quien dirigió la operación fue el vice- presidente
de la Bolsa de Nueva York.
Vaya, eso me suena a... lo
tengo en la punta de la lengua.
Según Kostolany, el
precio de las acciones estaba hinchado. ¿Culpable? Se habían realizado muchas
compras al descubierto o a crédito, y llegó un momento en que la euforia alcista
impidió a los inversores ver que la burbuja estaba a punto de estallar. Los
especuladores jugaban al alza, claro, porque pensaban que eso iba a subir y
subir y subir. Puro farol. Kostolany, en cambio, jugó a la baja en aquel crack y explicaba el mecanismo en su
divertido libro Así es la Bolsa
(Editorial Vergara).
Primero, usted piensa
que un valor va a bajar y lo compra a 100 dólares. Pero en realidad no
desembolsará nada hasta dentro de un mes. Si pasados 30 días, ese valor está en
80 dólares, usted los adquiere a 80 y los vende a 100, como está previsto en su
contrato. Se embolsa 20 dólares.
En el crack del lunes 15 de septiembre [de
2008], algo parecido ha sucedido pues la Bolsa está infectada de operaciones al
descubierto. No a 30 días, sino a un plazo de tres días. Y todo sin desembolsar
dinero. Además, alguien se inventó un producto financiero llamado CDS (Credit Default Swaps) para colocar los
créditos de dudoso cobro. Era una especie de seguro contra los morosos, pero
cuando esos seguros tienen el tamaño de un gigante, ya no son seguros. Tanto
Lehman como AIG estaban atiborrados de CDS y llegó un momento en que no
pudieron garantizar sus pagos, a pesar de que las firmas de calificación
financiera decían que eran segurísimos. Pero, ¿es que alguien sabe cuánto valen
esas cosas?
«En realidad, las
cotizaciones no están nunca a su valor real. Siempre están más altas o más
bajas. Si fuera posible fijar el valor exacto de una sociedad industrial no habría
siquiera Bolsa. Habría un precio fijo para las acciones, el mismo cada día y
para todo el mundo», dice Kostolany.
¡Qué barbaridad!,
pensarán ustedes, ¿cómo es posible que oscilen tanto los valores? El mismo
lunes en que las bolsas se pegaban un leñazo, el artista británico Damien Hirst
subastó una vaquilla metida en formol por 13 millones de euros. ¿Quieren que
les repita este párrafo? Trece millones.
Y siempre que hay un
terremoto en la Bolsa aparece un organismo salvador, que puede ser un grupo de
banqueros o el mismo Estado. Bush ha anunciado el nacimiento de una agencia que
se hará cargo de los activos tóxicos. Poco después de la crisis de 1929, nació
la Securities and Exchange Commission,
un organismo para velar por la Bolsa. Y en 1913 también nació el sistema de la
Reserva Federal, para coordinar la actividad de los bancos centrales de Estados
Unidos, tras el crack de 1907. Perdón,
¿es que usted no oyó nunca nada de la crisis de esos años? ¿Y la del
hundimiento de las minas sudafricanas de oro del 1895? ¿Y el crack de Viena de 1873? ¿Y el famoso
viernes trágico de Nueva York en 1823? ¿Y la suspensión de pagos de Felipe II,
emperador español?
La verdad es que los
periodistas podríamos crear una plantilla denominada crisis bursátil y sacarla siempre que vinieran estos vendavales,
porque así nos ahorraríamos mucho tiempo. Sucederá siempre así porque, como
decía una información de la BBC sobre las lecciones de esta crisis, «Con el
ritmo de las innovaciones financieras que pueden desatar una crisis, los
reguladores frecuentemente no logran mantenerse al día».
Por lo menos, esta
burbuja ya tiene una ciencia para estudiarla: burbujonomía (bubblenomics). Uno de los mejores resúmenes de esta
ciencia, tan parecida al acelerador de partículas de Ginebra, lo hizo un
dibujante para el International Herald Tribune.
Aparecen dos ejecutivos succionados por un inmenso agujero negro en el espacio
que se lleva sillas, mesas y edificios de Wall Street. Y uno le dice al otro: «Temo
que nuestros experimentos han creado un verdadero agujero negro». (Pueden ver
una selección de chistes en http:// http://www.cagle.com/trends/).
No hay comentarios:
Publicar un comentario