(Un texto de Robert J.
Samuelson en el suplemento económico del 26 de abril de 2009)
La Gran Depresión de los
años 30 fue el acontecimiento económico más trascendental de todo el siglo XX.
Constituyó una de las causas directas de la Segunda Guerra Mundial, puesto que
posibilitó el ascenso al poder de los nazis en Alemania. Inspiró un nuevo
Estado americano del bienestar como respuesta directa a la pobreza mísera. En
todas partes desacreditó el capitalismo liberal. Teniendo en cuenta la crisis
económica de hoy en día, nuestra renovada fascinación con la Depresión es
natural. Sin embargo, no deberíamos trazar paralelismos con demasiada ligereza.
La Depresión fue excepcional
en su ferocidad económica. Como escribe Liaquat Ahamed en Los amos de las finanzas: «Durante un
período de tres años, el PIB neto de las principales economías perdió más del
25% y la cuarta parte de la población masculina adulta se quedó en el paro de pronto.
La agitación económica generó dificultades en todo el mundo, desde las praderas
de Canadá hasta las productivas ciudades de Asia». Cualquiera que desee conocer
los porqués debe leer este absorbente libro.
Ahamed, gestor de fondos
de profesión, atribuye la Depresión a dos causas centrales: la chapucera
restitución del patrón oro en los años 20 y las masivas deudas
intergubernamentales producto de la Primera Guerra Mundial, incluyendo las
compensaciones alemanas.
Su relato bebe de la
erudición de economistas como Milton Friedman, Ana Schwartz, Charles
Kindleberger, Barry Eichengreen o Peter Temin. Pero Ahamed destaca a la hora de
invocar las fuerzas políticas y personales que condujeron al desastre. Su título
se refiere a cuatro hombres profundamente inmersos en las retorcidas políticas
del momento: Montagu Norman, gobernador del Banco de Inglaterra; Benjamin Strong,
gerente del Banco de la Reserva Federal de Nueva York; Émile Moreau, director
del Banque de France; y Hjalmar Schacht, presidente del Reichsbank alemán. Su
determinación a la hora de reinstaurar el patrón oro -percibido como imprescindible
para la prosperidad global- trajo la ruina.
Bajo el sistema de
patrón oro, cada divisa estaba respaldada por las reservas de oro. Si el oro
ingresaba en un país (normalmente fruto de excedentes comerciales o de un crédito
exterior), su masa monetaria y crediticia iban a crecer. Si el oro abandonaba el
país, las masas monetaria y crediticia se iban a contraer. Durante la Primera
Guerra Mundial, los gobiernos de Europa abandonaron el patrón oro. Financiaron la
guerra en líquido y préstamos procedentes de América. El atractivo de restaurar
el patrón oro residía en que iba a estimular la confianza al hacer fidedigna la
divisa.
Desafortunadamente, la
guerra perjudicó irreparablemente el sistema. Gran Bretaña, la principal potencia,
se quedó con apenas el 7,5% de las reservas mundiales de oro en 1925. Juntos,
Estados Unidos y Francia poseían más de la mitad del oro del mundo. La guerra
había dilatado las reservas estadounidenses, y cuando Francia volvió al oro, lo
hizo con un tipo de cambio tan castigado que impulsó sustancialmente las
exportaciones y las reservas de oro. Mientras tanto, las compensaciones alemanas
a Gran Bretaña y Francia fueron masivas, mientras esos países debían cantidades
ingentes a Estados Unidos. El sistema financiero internacional estaba tan castigado
por la deuda que «se fracturó ante las primeras tensiones».
Eso sucedió después de
que el incremento en los tipos de interés estadounidenses en 1928 obligara a
los demás países a seguir la tendencia (ninguno quería perder el oro en virtud
de que los inversores cambiaran de depósito en otras partes) y finalmente
condujo al batacazo del mercado bursátil de 1929. Al debilitarse las economías,
las deudas entraron en descubierto. Sobrevino el pánico bancario. El crédito y la
producción industrial se derrumbaron. El desempleo se disparó. La debilidad se
alimentaba con debilidad.
Tristemente, esta
tragedia guarda paralelismos modernos. Al igual que en los años 30, el colapso
del crédito mundial es un riesgo. El mercado global de acciones y valores y el
mercado bancario están entrelazados. Las pérdidas en un mercado pueden
precipitar retrocesos en los demás mercados.
El flujo monetario a 28
países «de mercado incipiente» en 2009 se desplomará hasta un 80% con respecto
a los niveles de 2007, según las proyecciones del Instituto de Finanzas
Internacionales. Los desajustes en el mercado de divisas, al igual que en los
años 20, distorsionan el comercio. El yuan chino está claramente devaluado.
No obstante, diferencias
acusadas divorcian el presente del pasado. La más evidente es que los gobiernos
-desembarazados del patrón oro- han abaratado el crédito, apuntalado instituciones
financieras e incrementado el gasto para contener la caída libre económica. La
Reserva Federal de EEUU y el Fondo Monetario Internacional han facilitado créditos
a países emergentes para compensar las caídas del crédito privado. Tampoco sucede
nada parecido al rencor internacional que acompañó a la Primera Guerra Mundial
y obstaculizó la cooperación: en 1931, los franceses frustraron el rescate de
la mayor entidad bancaria de Austria (Credit Anstalt), cuya quiebra sirvió de
detonante de una cadena de episodios de pánico bancario a nivel europeo.
Cuando los países
abandonaron el patrón oro -Estados Unidos lo hizo en la práctica en 1933- sus
economías empezaron a recuperarse. Algunos indicadores sugieren a estas alturas
que la presente caída es cada vez menos acusada («atisbos de esperanza», dice el
presidente Obama). China manifiesta señales de mejora parecidas. Todo esto
mitiga las comparaciones con la Depresión, cogidas con alfileres. Pero si estos
presagios son desmentidos por los hechos, se podría llegar a una conclusión más
siniestra.
Los horrores de la
Depresión estaban anclados en ortodoxias económicas imperantes, que se habían
visto superadas por las nuevas realidades. Las actuales políticas reflejan de
igual forma las ortodoxias de la actualidad. ¿Pero qué pasa si también ellas
acaban refutadas?
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