sábado, 30 de agosto de 2014

Londres 1665, una lección inolvidable



(Un texto de Carlos Salas en el suplemento económico del 26 de abril de 2009)

La aparición de dos muertos en extrañas circunstancias en la ciudad de Londres a finales de 1664 no despertó grandes sospechas a pesar de que anunciaba la mayor crisis de la historia de esa ciudad. Las familias intentaron ocultar el grave suceso, pero los secretarios de Estado llamaron a los médicos, quienes al examinar los cadáveres comprobaron que presentaban los ganglios inflamados, de color cianótico, y que habían sufrido terribles dolores antes de perecer. Los galenos dieron fe pública en un documento: Parroquias contaminadas, 1. Peste: 2.

Se trataba de la peste bubónica, la enfermedad que más gente ha matado en la historia de la humanidad. Los europeos recordaban la última gran epidemia acontecida tres siglos antes, cuando esta bacteria asesina se llevó la vida de 100 millones de personas, la tercera parte de Europa. Sin embargo, a pesar de este terrorífico descalabro, en 1664 las autoridades de Londres no hicieron caso a esos dos fallecimientos. Dejaron que la ciudad continuara con su aparente normalidad. Un año después, 100.000 personas habían muerto por culpa de la peste negra. Era el equivalente a la explosión de una bomba atómica.

¿Qué tiene que ver esto con la economía?

Un periodista londinense llamado Daniel Defoe, famoso por escribir Robinson Crusoe, tenía cinco años de edad cuando se desató esa horrorosa enfermedad. Años más tarde, tras haber sufrido la bancarrota, haber trabajado como espía, quedar encarcelado y ser un conocido agitador político, se le ocurrió reconstruir la plaga de Londres. A sus recuerdos de infancia, unió los relatos de un tío suyo, las pesquisas de los alguaciles y los testimonios de los testigos que aún vivían. Y compuso El diario del año de la peste.

Cuando decidí escribir La crisis explicada a sus víctimas (Áltera), […] tomé por casualidad de mi biblioteca el volumen de Defoe sobre la peste negra. Descubrí que aquella espantosa experiencia tenía muchas cosas en común con la crisis económica que asoló nuestro mundo en 2008.

Para empezar, eran dos tipos de peste: una, bubónica; la otra, financiera, producida por la bacteria de la codicia. Las dos habían comenzado lentamente, se habían extendido sin que las autoridades percibieran su peligro y causaron muchas víctimas.

Pero había más similitudes. Por ejemplo, en 1665 surgieron personajes por todo Londres que vendían pócimas y brebajes con falsas virtudes curativas. La gente les creyó como si tuvieran poderes extraterrenales, pero todo era un burdo engaño. ¡Como Madoff!

Más cosas. Los médicos de aquellos tiempos nunca se dieron cuenta de que el causante de la enfermedad era una pulga que habitaba en las ratas y que saltaba a la piel humana transmitiendo los agentes patógenos. Esos galenos se hicieron tejer largas vestiduras de lino impregnadas con cera, y construyeron unas máscaras con anteojos, terminadas en pico de grulla, donde metían hierbas aromáticas, todo lo cual les daba un aspecto tenebroso. Pero desgraciadamente no sirvió de nada. Caían enfermos y morían entre terribles dolores. ¿Qué médicos no supieron detener nuestra peste financiera? ¡Los bancos centrales! ¡El FMI! ¡La Securities and Exchange Commission! ¡Alan Greenspan! No sabían que nuestras pulgas eran las hipotecas basura, los credit default swap y los collateralized debt obligations, que saltaban de un país a otro, extendiendo la peste financiera por el planeta.

Pero había más similitudes.

Muchos alguaciles e inspectores cuya tarea consistía en llevar un recuento de las casas contaminadas y de los fallecidos, se dejaron sobornar por las familias para que mintiesen, pues «la gente no quería que sus vecinos creyeran que sus casas estaban contaminadas». ¿Quiénes nos mintieron en el siglo XXI? Las agencias de calificación financiera que otorgaron matrícula de honor a productos financieros que eran pura basura.

Los bancos y las sociedades de tasación españoles tienen también su metáfora en el libro de Defoe cuando habla de los «carteristas que engañaban a los pobres». Nuestras sucursales bancarias se dedicaron a meternos créditos por la boca sólo para cumplir con los objetivos marcados por su banco o por su caja. Y las sociedades de tasación les ayudaron hinchando el precio de las viviendas. ¿Quien tenía que controlar ese disparate? El Banco de España, pero no lo hizo.

La peste negra causaba unos dolores tan espantosos, que los enfermos enloquecían y se suicidaban con armas de fuego o lanzándose a las fosas de cadáveres. Nuestra peste financiera provocó el suicidio de varias decenas de brokers, ejecutivos o empresarios como Adolf Merckle.

Lo que más me sorprendió del libro de Defoe fue la actitud del lord alcalde de Londres. Ordenó a sus sheriffs que le acompañaran por las calles para ofrecer consuelo y fortaleza. El riesgo de contaminación era muy alto pues la peste se podía transmitir por un roce con un pantalón con pulgas o por la tos de un enfermo. Nunca faltaron suministros de comida, los precios de los productos básicos no subieron y nadie murió por desatención.

Las familias ricas dedicaron prodigiosas sumas de dinero a ayudar a los pobres, les pagaron tratamientos en los hospitales, y hasta los comerciantes trataron de sostener sus negocios hasta el final, para mantener la paga de sus empleados. Vaya lección de estos londinenses. Al día de hoy, nuestros empresarios y sindicatos todavía no se han unido para atacar la crisis.

Los londinenses de aquel siglo jamás supieron qué causaba la peste. Creyeron que era una maldición divina. No se pueden imaginar cómo eriza los pelos el momento en que Defoe relata la desesperación de las gentes, cuando se dan cuenta de que sus familiares mueren sin que exista una causa razonable: hijos, amigos, padres, párrocos... Pero los vivos salieron adelante.

Nosotros sí sabemos lo que ha causado nuestra crisis. Esta peste no mata. Y si ellos salieron adelante, ¿por qué no nosotros?

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