(Un
texto de Lorenzo B. Quirós en el suplemento económico de El Mundo del 6 de
octubre de 2013)
Desde los años 70 del
siglo pasado, la renta media de los individuos ha crecido en la mayoría de los
países industrializados, pero no de manera uniforme. Este fenómeno ha producido
una ingente y polémica literatura que abarca desde la filosofía moral hasta la
economía. A diferencia de lo sostenido por la sabiduría convencional, este
debate no se restringe a los países más cercanos al ideal del capitalismo
liberal y, en teoría, menos sensibles a cómo se distribuye el ingreso, léase
EEUU o Gran Bretaña, sino también a los europeos, como Alemania, que presenta
uno de los índices de desigualdad más altos del mundo desarrollado pese a contar
con un gran Estado del Bienestar y un sistema impositivo muy progresivo.
Si existiese una
sociedad con una igualdad económica perfecta, la oferta y la demanda de trabajo
se igualarían en un punto en el cual todos los individuos obtendrían la misma
remuneración. La brecha entre ricos y pobres no existiría y, por tanto, los
impuestos se limitarían a financiar bienes públicos puros, por ejemplo la
defensa. Esta utopía gozaría de una perfecta igualdad y de una perfecta
eficiencia. Pero... en un momento X, un empresario Y tiene una idea para crear un
nuevo producto y todo el mundo quiere comprarlo, a través de transacciones
voluntarias y, por tanto, satisfactorias para los compradores y el vendedor. Ahora
bien, esto produce un resultado: El bien o servicio ofertado al mercado hace a
su creador mucho más rico que los demás. Creer injusta esa ruptura de la
igualdad es absurdo. La alternativa es una economía estacionaria y, por tanto,
condenada a reducir el nivel de vida de los ciudadanos.
Desde esta perspectiva,
la injusticia en la distribución de la renta-riqueza sólo puede provenir de
factores externos que alteren el proceso de mercado, sobre todo, de la
existencia de un marco institucional que conceda favores a grupos de interés
que les permitan obtener ingresos extraordinarios a costa de los demás. Ese es
el caso de las regulaciones, de los aranceles o de la concesión de monopolios que
benefician a personas, empresas o colectivos concretos a costa de los
consumidores. Ahora bien sólo existe un ente capaz de hacer esto, los
gobiernos. En este escenario, la desigualdad de la renta en el sentido de su
injusticia no procede de un fallo del mercado, sino de un fallo del Estado y su
corrección es tan sencilla como eliminar ese tipo de prácticas, impropias de un
capitalismo competitivo.
Aunque los buscadores y
perceptores de rentas son una causa importante en la generación de
desigualdades, no son la determinante. Los cambios tecnológicos han elevado la
demanda de trabajo cualificado y han reducido la del de menor cualificación. La
brecha entre la remuneración de uno y de otro colectivo ha crecido y el aumento
de la progresividad fiscal y de las transferencias de los individuos con
ingresos más altos a quienes los tienen inferiores no resuelve el problema de fondo.
Sólo castiga a quienes están mejor formados y son más productivos y encierra al
resto en el gueto de la dependencia perpetua de la asistencia estatal. Una política
injusta e ineficiente. En teoría, la solución a ese dilema es hacer real la
igualdad de oportunidades.
En su libro El Precio de la Desigualdad, Stiglitz propone
un criterio para medir el acceso de los individuos a las oportunidades de una economía
moderna: La transmisión intergeneracional de la renta. Si una sociedad ofrece, como
dirían los clásicos, una carrera abierta a los talentos, el éxito económico de
sus ciudadanos seria independiente de si han nacido ricos o pobres. Cuando esto
no sucede, algo falla y el Estado debe remediarlo, Esta visión es sugerente
pero simplista. La genoeconomía, una moderna rama de la ciencia económica que
estudia las relaciones entre la economía y la genética realiza interesantes
aportaciones. Por ejemplo, los padres y los hijos tienen los mismos genes, lo
que puede llevar a una persistencia en las diferencias de renta incluso en un
mundo con igualdad de oportunidades.
Esa hipótesis no implica
profesar ningún determinismo genético, pero una creciente evidencia empírica
comienza a mostrar que los resultados económicos y las preferencias son tan
heredables como muchas tipologías médicas y rasgos de la personalidad. Un
reciente estudio arroja el siguiente dato: el 33% de las diferencias de renta
entre las familias norteamericanas se explican por la herencia genética y sólo
un 11 % por el entorno familiar. El restante 56% incluye ingredientes exógenos y,
en buena medida aleatorios, no relacionados con el estatus financiero de la
familia. Por tanto es poco plausible interpretar la desigualdad del ingreso
como un fallo atribuible a que la sociedad no concede las mismas oportunidades a
todos (Ver Benjamin B. and Others, The
Promises and PitfaIl of Genoeconomics, Annual
Review of Economics, sept 2012).
Desde esta perspectiva,
las políticas redistributivas adolecen de tres defectos básicos: primero, no
logran conseguir sus objetivos; segundo, son ineficientes porque castigan a los
individuos más productivos, y tercero son injustas porque los ingresos de éstos
proceden de transacciones voluntarias. En este entorno, el Estado debería
concentrarse en ayudar directamente a los pobres, en mejorar el funcionamiento del
mercado educativo para satisfacer la demanda de un factor trabajo cualificado y
en eliminar la panoplia de intervenciones que sólo favorecen a minorías
poderosas en perjuicio del bienestar de la mayoría.
La desigualdad de los
resultados económicos ni es un mal en sí misma ni una fuente de ineficiencia.
No todos los individuos tienen la misma inteligencia, las mismas preferencias, la
misma productividad, etc. Por lo tanto, la desigual distribución de la
renta/riqueza es inevitable y positiva porque genera estímulos necesarios para
crear sociedades y economías dinámicas e innovadoras. Sin duda esta conclusión es
provocadora y políticamente incorrecta pero las cosas son así y la búsqueda de la
igualdad a través del aparato coercitivo del Estado carece de fundamento tanto
desde un punto de vista moral como económico.
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