miércoles, 11 de diciembre de 2013

La desigualdad no es ‘pecado’



(Un texto de Lorenzo B. Quirós en el suplemento económico de El Mundo del 6 de octubre de 2013)

Desde los años 70 del siglo pasado, la renta media de los individuos ha crecido en la mayoría de los países industrializados, pero no de manera uniforme. Este fenómeno ha producido una ingente y polémica literatura que abarca desde la filosofía moral hasta la economía. A diferencia de lo sostenido por la sabiduría convencional, este debate no se restringe a los países más cercanos al ideal del capitalismo liberal y, en teoría, menos sensibles a cómo se distribuye el ingreso, léase EEUU o Gran Bretaña, sino también a los europeos, como Alemania, que presenta uno de los índices de desigualdad más altos del mundo desarrollado pese a contar con un gran Estado del Bienestar y un sistema impositivo muy progresivo.

Si existiese una sociedad con una igualdad económica perfecta, la oferta y la demanda de trabajo se igualarían en un punto en el cual todos los individuos obtendrían la misma remuneración. La brecha entre ricos y pobres no existiría y, por tanto, los impuestos se limitarían a financiar bienes públicos puros, por ejemplo la defensa. Esta utopía gozaría de una perfecta igualdad y de una perfecta eficiencia. Pero... en un momento X, un empresario Y tiene una idea para crear un nuevo producto y todo el mundo quiere comprarlo, a través de transacciones voluntarias y, por tanto, satisfactorias para los compradores y el vendedor. Ahora bien, esto produce un resultado: El bien o servicio ofertado al mercado hace a su creador mucho más rico que los demás. Creer injusta esa ruptura de la igualdad es absurdo. La alternativa es una economía estacionaria y, por tanto, condenada a reducir el nivel de vida de los ciudadanos.

Desde esta perspectiva, la injusticia en la distribución de la renta-riqueza sólo puede provenir de factores externos que alteren el proceso de mercado, sobre todo, de la existencia de un marco institucional que conceda favores a grupos de interés que les permitan obtener ingresos extraordinarios a costa de los demás. Ese es el caso de las regulaciones, de los aranceles o de la concesión de monopolios que benefician a personas, empresas o colectivos concretos a costa de los consumidores. Ahora bien sólo existe un ente capaz de hacer esto, los gobiernos. En este escenario, la desigualdad de la renta en el sentido de su injusticia no procede de un fallo del mercado, sino de un fallo del Estado y su corrección es tan sencilla como eliminar ese tipo de prácticas, impropias de un capitalismo competitivo.

Aunque los buscadores y perceptores de rentas son una causa importante en la generación de desigualdades, no son la determinante. Los cambios tecnológicos han elevado la demanda de trabajo cualificado y han reducido la del de menor cualificación. La brecha entre la remuneración de uno y de otro colectivo ha crecido y el aumento de la progresividad fiscal y de las transferencias de los individuos con ingresos más altos a quienes los tienen inferiores no resuelve el problema de fondo. Sólo castiga a quienes están mejor formados y son más productivos y encierra al resto en el gueto de la dependencia perpetua de la asistencia estatal. Una política injusta e ineficiente. En teoría, la solución a ese dilema es hacer real la igualdad de oportunidades.

En su libro El Precio de la Desigualdad, Stiglitz propone un criterio para medir el acceso de los individuos a las oportunidades de una economía moderna: La transmisión intergeneracional de la renta. Si una sociedad ofrece, como dirían los clásicos, una carrera abierta a los talentos, el éxito económico de sus ciudadanos seria independiente de si han nacido ricos o pobres. Cuando esto no sucede, algo falla y el Estado debe remediarlo, Esta visión es sugerente pero simplista. La genoeconomía, una moderna rama de la ciencia económica que estudia las relaciones entre la economía y la genética realiza interesantes aportaciones. Por ejemplo, los padres y los hijos tienen los mismos genes, lo que puede llevar a una persistencia en las diferencias de renta incluso en un mundo con igualdad de oportunidades.

Esa hipótesis no implica profesar ningún determinismo genético, pero una creciente evidencia empírica comienza a mostrar que los resultados económicos y las preferencias son tan heredables como muchas tipologías médicas y rasgos de la personalidad. Un reciente estudio arroja el siguiente dato: el 33% de las diferencias de renta entre las familias norteamericanas se explican por la herencia genética y sólo un 11 % por el entorno familiar. El restante 56% incluye ingredientes exógenos y, en buena medida aleatorios, no relacionados con el estatus financiero de la familia. Por tanto es poco plausible interpretar la desigualdad del ingreso como un fallo atribuible a que la sociedad no concede las mismas oportunidades a todos (Ver Benjamin B. and Others, The Promises and PitfaIl of Genoeconomics, Annual Review of Economics, sept 2012).

Desde esta perspectiva, las políticas redistributivas adolecen de tres defectos básicos: primero, no logran conseguir sus objetivos; segundo, son ineficientes porque castigan a los individuos más productivos, y tercero son injustas porque los ingresos de éstos proceden de transacciones voluntarias. En este entorno, el Estado debería concentrarse en ayudar directamente a los pobres, en mejorar el funcionamiento del mercado educativo para satisfacer la demanda de un factor trabajo cualificado y en eliminar la panoplia de intervenciones que sólo favorecen a minorías poderosas en perjuicio del bienestar de la mayoría.

La desigualdad de los resultados económicos ni es un mal en sí misma ni una fuente de ineficiencia. No todos los individuos tienen la misma inteligencia, las mismas preferencias, la misma productividad, etc. Por lo tanto, la desigual distribución de la renta/riqueza es inevitable y positiva porque genera estímulos necesarios para crear sociedades y economías dinámicas e innovadoras. Sin duda esta conclusión es provocadora y políticamente incorrecta pero las cosas son así y la búsqueda de la igualdad a través del aparato coercitivo del Estado carece de fundamento tanto desde un punto de vista moral como económico.

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