(Un
texto de Lorenzo B. Quirós en el suplemento económico de El Mundo del 13 de
octubre de 2013)
El sistema de
financiación autonómica existente en España puede calificarse en román paladino
de catastrófico. De facto ha logrado dos éxitos
rotundos: impulsar la generación de un déficit público descomunal y, al mismo tiempo,
crear un clima de agravio comparativo en algunas partes del territorio del
Estado. En nombre de la solidaridad entre las tierras y hombres de España, como
dirían los paladines del Antiguo Régimen, se ha edificado un modelo injusto e
ineficiente, que además constituye una fuente de graves problemas políticos e
institucionales, una de cuyas expresiones es la situación creada en Cataluña.
Sin duda, la cuestión catalana tiene también otras causas, quizá más profundas,
pero una de ellas es el marco de relaciones financieras entre el resto de las
Españas y el Principado.
Al margen de discusiones
tan complejas y, en buena medida estériles, como la de las balanzas fiscales
entre las distintas autonomías españolas, lo cierto es que el mecanismo regulador
de la financiación de las autonomías está mal concebido y produce resultados
perversos. Ni todos los ciudadanos son iguales, excepto ante la ley, ni todas
las autonomías lo son ni tienen porqué serlo. En consecuencia, una alicorta
visión igualitaria es irreal y no puede convertirse en la base para diseñar un modelo
de organización territorial del Estado justo y eficiente. Desde esta óptica, la
cuestión no es cómo se distribuye la renta entre las regiones de España, sino cuáles
son las condiciones que es preciso establecer en las zonas más atrasadas para crear
riqueza en vez de extraerla de las más desarrolladas.
Si se acepta como
criterio normativo que todos los ciudadanos han de tener acceso a los
denominados bienes públicos de mérito, por ejemplo, la sanidad, la educación
etc. es factible alcanzar ese objetivo mediante la fijación por parte del
Estado de una oferta pública mínima y universal, financiada con cargo a sus
presupuestos. A partir de ese suelo, las comunidades autónomas y/o los municipios
podrían elevar esos mínimos y/o ofertar otros programas de bienestar, pero deberán
financiarlos con sus propios ingresos. Esto permitiría ofrecer una red de seguridad
básica para todos los ciudadanos y, a la vez, evitar una expansión incontrolada
de los gastos sociales. Por otra parte, la oferta de servicios públicos o una
parte sustancial de ellos no tiene porqué corresponder a ningún nivel de gobierno.
Puede estar en manos del sector privado.
Al margen de su deseabilidad
moral, cuestión discutible y discutida, las políticas redistributivas de
carácter territorial tienen un efecto boomerang
sobre sus beneficiarios. Por un lado desincentivan la asignación de los
recursos hacia sus usos más productivos; por otro, agudizan las resistencias de
sus receptores a realizar los ajustes y reformas precisas para elevar su productividad
y, por ende, el PIB per cápita de quienes viven en su territorio. Al liberar a
los gobiernos autonómicos o locales de cualquier responsabilidad sobre las políticas
que aplican, los subsidios y transferencias realizados desde la Administración Central
crean una situación de riesgo moral, que
fomenta la perpetuación de las malas gestiones. Cuanto peores son éstas y más
pobreza fabrican, también reciben más donaciones
del Estado, esto es, del resto de los españoles sean éstos catalanes, madrileños
o baleares, por citar a los principales contribuyentes netos.
Casos como el del
Mezzogiorno italiano muestran con una claridad abrumadora la ineficacia de
estas políticas. Durante más de medio siglo, esa región italiana ha recibido ingentes
transferencias fiscales del norte rico, pero éstas no han servido para que
aquel reduzca su diferencial de renta con éste. De igual modo, las obtenidas
por las regiones menos favorecidas del Canadá, las marítimas, tampoco han
servido para que éstas avancen en la convergencia real. Por el contrario, la
supresión de los mecanismos de redistribución territorial de la riqueza es una
condición para que la reducción de las desigualdades regionales se produzca
(Ver Padovano F., A Model of Interjurisdictional
Redistribution and Income Convergence, trabajo presentado en el CREI,
2005).
Guste o no, hiera
sensibilidades o no, el hecho es que los multimillonarios trasvases de recursos
realizados al sur ya las extremas douris
patrias, como diría el clásico, desde la restauración de la democracia en
España sólo han servido para generar estructuras sociales adictas a la subvención,
lo que desincentiva su progreso. Se ha configurado una cultura social, política
y económica que encierra en una trampa de subdesarrollo relativo a sus
supuestos beneficiarios a costa del esfuerzo de los demás españoles. Esto es
así y basta ver la realidad de Andalucía o de Extremadura para entenderlo.
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