sábado, 21 de diciembre de 2013

Los límites de la regulación



(Un artículo de Juan Ramón Rallo en el suplemento económico de El Mundo del 29 de marzo de 2009)

Las principales potencias del mundo parecen haber llegado ya a la conclusión de que la crisis económica se produjo por falta de regulación de los mercados. Que los individuos se equivoquen o que sean codiciosos son dos problemas que pueden resolverse a golpe de legislación; al fin y al cabo, parece, los políticos que aprueban esas leyes no son individuos susceptibles de error o codicia.

Lo cierto es que achacarle la culpa de todos los males a la desregulación de los mercados tiene una larga tradición. Ya en 1934, cinco años después del crack del 29, el Congreso de Estados Unidos creó la Securities and Exchange Commission (SEC), un organismo supervisor de las compañías cotizadas. No en vano, la versión oficial de la crisis fue que los inversores, movidos por su irrefrenable codicia, habían asumido niveles de apalancamiento muy elevados para adquirir acciones sobre las que no existía suficiente información.

Pese a las apariencias, antes de la creación de la SEC no es que los mercados no estuvieran supervisados, sino que era cada inversor quien tenía la posibilidad de denunciar por fraude a los directivos ante los tribunales. A partir de 1934, sin embargo, fue la SEC quien pasó a efectuar de manera casi monopolística esta labor de vigilancia.

Pero este cambio supuso una mala solución. El problema de la SEC y de cualquier otro organismo de planifica o fiscalización central es que debe captar y verificar enormes volúmenes de información que le resultan del todo inasequibles; y por ello sus errores son harto frecuentes. Uno de los más sonados fue el caso Enron. La empresa eléctrica presentó unos balances manipulados -con activos inflados y compañías preocupados por sus propiedades deudas ocultas- pero certificados por una de las auditoras más importantes del mundo, Arthur Andersen. La SEC no fue capaz de darse cuenta.

Muchos quisieron ver aquí, de nuevo, una demostración de que el capitalismo no se auto regula, sino que tiende al fraude masivo. Desde luego, siempre habrá individuos que quieran lucrarse aun violando los derechos de los demás; la cuestión no es si podemos eliminar este rasgo de la naturaleza humana, sino qué incentivos creamos para combatirlo.

Tras este escándalo, ¿qué les ocurrió a Enron, Arthur Andersen y la SEC? Las dos primeras empresas desaparecieron, pero la SEC fue premiada con nuevos poderes: su fracaso, se dijo, no se debía a una imposibilidad estructural por controlar toda la información, sino a la falta de competencias. Fue así como en 2002 se aprobó la Ley Sarbanes-Oxley, que establecía requerimientos contables mucho más costosos para las sociedades anónimas. La SEC debía encargarse de su implementación ayudada por un organismo subordinado de nueva creación: la Junta de Supervisión de la Auditoria de las Sociedades Anónimas.

Sin embargo, los fracasos de la SEC no han dejado de multiplicarse. La actual crisis deja al descubierto que la agencia no fue capaz de detectar el auténtico valor de los activos de muchas compañías (como los bancos) y que una gran cantidad de obligaciones (especialmente vía derivados) quedaban fuera de su control y comprensión.

Y ello por no hablar de casos más mediáticos como el de Madoff, cuyo esquema fraudulento, sin embargo, sí fue descubierto y denunciado ante la propia SEC en 2005 por ciertos inversores privados vigilantes, como el hedge fund Aksia (al que la SEC hizo poco caso, dicho sea de paso).

El G-20 cree que todos los escándalos anteriores demuestran que el mercado adolece de una falta de regulación. En mi opinión, no obstante, los fallos del supervisor y del regulador revelan la imposibilidad de que el Estado se enfrente a problemas concretos y con una enorme capacidad adaptativa.

Es decir, no necesitamos mastodontes burocráticos como la SEC sino individuos y millones de compañías que se preocupen por fiscalizar su propiedad como Aksia; no hacen falta hiperregulaciones del sistema financiero internacional, sino reglas sencillas y claras cuyo cumplimiento pueda vigilarse de manera descentralizada por los agentes económicos y denunciarse en tribunales o árbitros independientes.

La tragedia es que al desviar el foco de atención hacia la supuesta desregulación nos olvidamos de quién fue el verdadero culpable de la crisis: un sistema financiero consistente en unos bancos centrales que refinancian de manera inflacionaria el insostenible y lucrativo fondo de maniobra negativo de los bancos privados. Y a este esquema seguro que nadie del G20 está dispuesto a meterle mano, esencialmente porque el nada codicioso sector público es uno de sus mayores beneficiarios.

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