(Un texto de Michael Gerson en el suplemento económico de El
Mundo del 22 de febrero de 2009)
Tiene lugar en estos momentos un debate poco importante pero
enconado acerca del impacto de un revés económico sobre su salud. Según la
opinión tradicional, el desempleo puede provocar una especie de gripe de la recesión, una ansiedad que
conduce a fumar de forma compulsiva, a hábitos de alimentación malsanos y a ese
problemático remedio, el alcohol. Diversos estudios relacionan las crisis
financieras personales con enfermedades cardíacas, depresiones y suicidios.
Existe, sin embargo, un inesperado contra argumento. Christopher
Ruhm, de la Universidad de Carolina del Norte, ha confirmado que una recesión
incrementa la incidencia de problemas mentales. Pero ha descubierto también que
la salud física, en realidad, mejora con un descenso de medio punto en la tasa
de mortalidad por cada punto que se eleva la tasa de paro, pues en momentos
económicos difíciles, la gente parece hacer más ejercicio, coge menos el coche,
reduce el consumo de tabaco y cocina alimentos más sanos en casa, pues eligen controlar
el resto de las cosas que hay en sus vidas que están a su alcance. Hay un debate paralelo en torno a la
influencia de los momentos económicos difíciles sobre la salud moral de la
nación. Indiscutiblemente, los problemas sociales más acusados -la
delincuencia, los embarazos fuera del matrimonio- se concentran en las áreas de
pobreza más elevada. Pero sociólogos y criminalistas llevan mucho tiempo sopesando
una paradoja evidente. Durante la Gran Depresión -con alrededor de un cuarto de
los estadounidenses en el paro- la
delincuencia y los divorcios descendieron.
Durante la relativa prosperidad de los años 60 y 70, los
índices de criminalidad se dispararon y las familias se rompían con facilidad. Las
recesiones y las depresiones son bestias pardas que se ceban en los que no
tienen ocupación, en especial los pobres y los jubilados. Hay demasiado
sufrimiento inherente durante una recesión para llegar a celebrar su llegada.
Pero los momentos de inquietud económica pueden ser momentos de renovación cultural.
«Una hipótesis razonable», argumenta James Q. Wilson, «es que la Depresión
obligó a las familias a cerrar filas, y esta cohesión inhibió la delincuencia».
Muchos estadounidenses que salieron adelante entonces adoptaron un conjunto de
hábitos morales y económicos como el ahorro, el compromiso familiar y el
consumo modesto que se prolongó durante sus vidas, pero que ha decaído durante
las nuestras. La generación de la Depresión controlaba las cosas que podía
controlar, incluyendo su propio consumo y su carácter.
Durante una crisis económica, los estadounidenses vuelven al lenguaje de la moralidad. El exceso y la imprudencia quizá sean vicios merecedores del estigma social. La frugalidad y la prudencia quizá sean virtudes personales así como prácticas que evitan el colapso económico. Quizá haya una distinción que hacer entre cubrir nuestras necesidades y dejarse dominar por nuestros impulsos.
Me sería difícil recomendar el ascetismo escribiendo en mi modernísimo MacBook mientras picoteo delicias artesanales de queso (estoy bromeando en lo del queso). Pero muchos estadounidenses inmersos en este revés económico parecen estar descubriendo que los entretenimientos menos caros, como el tiempo en familia, son los que más llenan; que las comidas en restaurantes de cinco tenedores no siempre son las más satisfactorias, y que las tareas previamente delegadas -desde la jardinería a la atención a los niños pasando por el mantenimiento del tinte- se hacen mejor cuando las hace uno mismo.
Comentando esta tendencia en The New York Times, sin embargo, una peluquera advierte: «En ocasiones la gente me viene con un pelo naranja butano».
Las suspicacias con el consumismo están siendo poderosamente reforzadas a través de realidades económicas junto a preocupaciones medioambientales.
Pero el rechazo al materialismo se basa en último término en la opinión espiritual de la naturaleza humana. El Papa Juan Pablo II advirtió contra «volver a la gente esclava de posesiones y de la gratificación inmediata, sin más horizonte que la multiplicación o el reemplazo permanente de las cosas que ya poseen con otras mejores». En la práctica, una orientación menos material de la vida (asumiendo que las necesidades básicas estén cubiertas) amplía nuestros horizontes, como escapar de la mazmorra de nuestros propios deseos.
Siempre ha sido un temor oculto de los capitalistas que el éxito del libre mercado terminara minando la base moral del mismo, y que la prosperidad decadente acabara por disolver valores como la prudencia y la gratificación no inmediata.
«El capitalismo», argumentaba el economista Joseph Schumpeter, «crea un marco mental en el que, tras haber destruido la autoridad moral de tantas otras instituciones, finalmente se vuelve contra sí mismo».
Pero el capitalismo podría autocorregirse en este terreno, como en tantos otros. Una recesión provoca un sufrimiento que puede abrumar a la esperanza. Pero también puede conducir al redescubrimiento de virtudes que hacen posible la prosperidad sostenida en el tiempo y que añaden riqueza no material a nuestras vidas. En ocasiones el consuelo llega de fuentes inesperadas.
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