(Un texto de Carlos Salas en el suplemento económico de El
Mundo del 28 de junio de 2009. A pesar de la fecha, sigue siendo aplicable
ahora.)
SI usted confiesa en
público que es economista, entonces tendrá que escuchar la siguiente pregunta:
«¿Y cuándo vamos a salir de la recesión?». Lo mismo nos preguntan a los
periodistas de información económica y yo suelo responder: «Saldremos el 21 de octubre
a las once de la mañana; será un día nublado con chubascos».
Otros improvisan:
«Bueno, en el escenario A, tomando en cuenta las previsiones más pesimistas de los
institutos reputados de análisis económico, calculo que allá por el 2011 veremos
la luz». La teoría del Gobierno, escenario B, es más optimista: a finales de año,
de este año, ya veremos los primeros signos.
Pero ni los expertos se aclaran.
El 11 de Junio [de 2010], el Fondo Monetario Internacional mejoró su previsión económica
mundial para 2010 pasando del 1,9% de crecimiento al 2,4%. Pero, ah, dos semanas
después, el Banco Mundial dijo lo contrario, que la economía no crecería el 2,2%
que esperaba sino el 2%. Y para este año, mejor no hablar. O sea, dos organismos
que trabajan puerta con puerta y no se ponen de acuerdo.
Esta misma semana,
George Soros decía a una televisión polaca que «sin duda, lo peor de la crisis ha
pasado ya», y justo hace unos meses afirmaba a Der Spiegel que la crisis era
«peor de lo que imaginaba» y que incluso «peor que la de 1929», que duró una
década.
De modo que hay
predicciones a placer y cambian de mes en mes. Pero creo que se está planteando
mal la pregunta, pues, como decía Einstein: lo importante no es la respuesta, sino
hacerse bien la pregunta. ¿Importa mucho saber cuándo vamos a salir de la crisis?
¿O lo importante es cómo?
No se me ocurre mejor comparación
que la naturaleza del ser humano. Cuando estamos enfermos el cuerpo reacciona
con dolores, fiebre y malestar. Ese estado lamentable de debilidad no es una crisis
de nuestro organismo, sino su forma de atacar a la enfermedad y salir de ella.
Si no sintiéramos ese estado febril seguro que moriríamos antes de tiempo.
Cualquier médico sabe
que la fiebre y la astenia son positivas. Ante una invasión bacteriana o viral
el cuerpo concentra todas sus energías en combatir a los intrusos enviando el siguiente
mensaje al organismo: «No desgastes tus energías porque las necesito para luchar
contra estos microbios; quédate en cama». Si no fuera por ese mensaje tan enérgico,
saldríamos a pasear y hasta jugaríamos al tenis, de modo que además de producir
anticuerpos para acabar con la invasión, el cuerpo estaría consumiendo grasa y proteínas
hasta caer desfallecido.
El mismo dolor es una ventaja
competitiva de los seres vivos. Si ante una herida o un golpe fuerte no
sintiéramos dolor, esa herida sin atender se convertiría en una infección o una
embolia que podría ser mortal. La prueba de que el dolor es una ventaja natural
la tenemos en los leprosos.
Un médico inglés
idealista llamado Paul Brand se trasladó a la población india de Vellore a mediados
del siglo pasado para estudiar esta terrible afección que carcomía las extremidades
de los pacientes. Brand descubrió que los tejidos en realidad no presentaban ninguna
anomalía, pues lo único que devoraba la bacteria de la lepra eran las terminaciones
nerviosas. ¿Por qué algunos se quedaban sin dedos? Sumido en hondas
reflexiones, Brand halló la respuesta de la forma más azarosa. Había observado
que los enfermos de lepra tenían una fuerza prodigiosa en las manos, y cuando saludaban,
parecían triturar la mano de la otra persona. ¿Acaso la enfermedad les dotaba
de fuerza sobrehumana?
Un día, Brand intentó
girar una llave atascada para abrir una puerta y al no poder hacerlo, un chico leproso
de 12 años se ofreció a ayudarle. El joven abrió la puerta, pero Brand observó
que la llave le había producido una herida que dejaba el hueso al aire. Brand
coligió que la ausencia de dolor, un dolor que en caso del chico habría resultado
insoportable, le privaba de un mecanismo de supervivencia elemental pues los leprosos
sin darse cuenta se lesionaban los miembros hasta llenarlos de llagas y
perderlos por completo.
Eso prueba que el dolor
es un mecanismo de protección corporal. Si trasladamos esa filosofía al mundo económico,
comprenderemos por qué la crisis es un indicio de la recuperación del organismo
económico. Nuestro cuerpo económico está reaccionando como debe reaccionar en
estos casos. Las familias aumentan su ahorro, no consumen, el temor al paro les
hace conservadoras, las empresas no venden, achican sus plantillas y los desempleados
deben buscar ocupación en otras actividades. ¿Duele, verdad? Es la respuesta
natural de la economía a un estado de exagerada euforia en el cual vivimos por encima
de nuestras posibilidades, sometiendo nuestro cuerpo, como el niño leproso, a fuerzas
descomunales (endeudamiento excesivo) que al final nos han causado heridas. El
dolor es la forma en que la vida expresa sus ganas de vivir.
«La gente debería saber
que no hay nada más extraordinario en el cuerpo humano que su impuso de
recuperación», decía el periodista norteamericano Norman Cousins, al que le
diagnosticaron seis meses de vida por culpa de una extraña enfermedad. El periodista
no lo asumió y decidió combatir ese desdichado porvenir con voluntad, vitamina
C y optimismo (Norman Cousins, Anatomía de
una enfermedad, Kairós). Duró 25 arios más. Su consejo preferido era que se
emprendieran campañas de información para contrarrestar «el terror al dolor».
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