(Un artículo de Carlos
Salas en el suplemento económico de El Mundo del 18 de abril de 2010)
En 1993, Vitaly Kornar y
Alexander Melamid se propusieron pintar el cuadro más deseado del mundo. Estos
dos artistas ex soviéticos habían aterrizado en EEUU con la intención de hacerse
un nombre en el mundo de la pintura. Y se les ocurrió una idea llamativa:
realizar muchas entrevistas por el mundo para saber cuál sería el óleo ideal,
y, también, el cuadro que nadie colgaría en la pared.
Llegó la sorpresa. En
todos los países, la gente deseaba un paisaje panorámico lleno de verdes
prados, una montaña, un río o un lago y algún árbol. Muy normalito. Los
pintores se pusieron manos a la obra y en EEUU realizaron un óleo con un extenso
prado, un lago, un árbol espigado, dos renos y varios seres humanos, uno de los
cuales era George Washington. Más o menos, el mismo cuadro (aunque sin el
prócer) era el más deseado en China, Rusia, Dinamarca, Kenia, Finlandia y en un
montón de países que no tenían mucho que ver entre sí. Los autores también
pintaron los cuadros que nadie quería ver, y les salió en todos los casos algo
lleno de cubos y figuras geométricas (echen un vistazo a http://awp.diaart.org/km/painting.html).
¿Y qué motivo existe
para amar los paisajes bucólicos? Es lo que se pregunta Denis Dutton en su
fascinante libro El instinto del arte
(Paidós). La respuesta es Darwin: la especie humana asocia el color verde de
los prados y el agua, con comida y refugio. Miles de años de evolución explican
nuestros gustos artísticos básicos.
Gustos que no tienen que
ver con las tendencias del mercado del arte. La pintura abstracta o el arte
conceptual atraen masas de dinero, pero la mayoría de la gente no los colgaría
ni en el cuarto de los trastos. ¿No es un poco estremecedor?
Cuando se compara el
mercado del arte con el cine o la literatura, saltan muchas diferencias. Por
ejemplo, el pueblo tiene voz y voto en el cine y en la novela porque su gusto
eleva a la categoría de éxito mundial algunos de esos frutos. Pensemos en
Avatar, y sus 2.000 millones de euros de recaudación, o en los superventas de
Arturo Pérez Reverte. Pero cuando se entra en una galería de arte, se penetra
en la dimensión desconocida. El 15 de septiembre de 2008, mientras las Bolsas
se derrumbaban por la quiebra de Lehman Brothers, el artista inglés Damien
Hirst vendía en Sotheby's, por 13 millones de euros, una vaca sumergida en una
pecera con formol.
¿Compraría alguno de
ustedes una vaca en alcohol? Lo voy a poner más fácil. ¿Un conejito? ¿Una
tortuga? ¿Una cucaracha? También hubo alguien que aquel día pagó 12 millones de
euros por un tiburón en formol de Hirst en Sotheby's. El autor recaudó más de
80 millones de euros en el lunes negro de las Bolsas.
El mundo del arte
produce paradojas aún más divertidas. En 1937, el Museo Boymans de Amsterdam
presentó al mundo un hallazgo que causó estupor: Cristo y los discípulos de Emaús. Pintado por Johannes Vermeer en
el siglo XVII, este óleo habla pertenecido a una familia italiana que lo había
mantenido oculto durante varias generaciones. El catedrático de Historia de la
pintura flamenca Abraham Bredius resaltó la obra como «una de las mejores de
Vermeer», y añadió que «cada centímetro del lienzo» era del autor holandés. Ya
saben lo que siguió: «espléndido efecto luminoso», «colores característicos«, «Cristo
en un tono maravilloso», «la armonía general con el resto de los colores»,
«sentimiento y comprensión profunda de la Biblia... ».
Las multitudes se
agolparon ante la obra maestra. Pero había un personaje en la sala de exposición
que refunfuñaba. «No puedo creer que pagaran medio millón de florines por esta falsificación».
Se llamaba Han van Meegeren, y cuando le preguntaron en qué basaba su
desprecio, respondió: «Es que yo soy el falsificador».
Al conocerse la
suplantación, el cuadro fue descolgado y perdió su valor. Sin embargo, ¿por qué
valía tanto antes y tan poco después? Dutton lo explica de nuevo con la teoría
de la evolución. Estamos preparados para crear sociedades, y desarrollar
emociones. Una de ellas es la admiración por la excelencia alcanzada por otra
persona. ¿Por qué? Porque la admiración motiva «a mejorarse o a imitar a la persona
adecuada». Rechazamos a los falsificadores porque traicionan esta emoción, y porque
no son auténticos.
El mundo del arte y del
coleccionismo tiene más cosas disonantes. En 1961, el artista italiano Piero
Manzoni creó un lote de decenas de envases con sus excrementos a los que llamó Merda d'artista. En 2001 la Tate Gallery
compró uno de ellos por 61.000 dólares. En la etiqueta dice: «Mierda de
artista, peso neto treinta gramos. Conservada en fresco y producida y enlatada
en mayo de 1961».
También se han vendido
garabatos o una raya sobre un lienzo. Hace años, una visita guiada para periodistas
a una exposición en el Guggenheim de Bilbao acabó en risas. La azafata se
detuvo a explicar el significado de un lienzo que sólo contenía una raya
horizontal. La chica reconoció que le pagaban por dar esa charla ridícula. Los que
formábamos parte de su público asentimos. Los marchantes explotan comercialmente
el esnobismo, de la misma forma que los restaurantes de cinco tenedores explotan
a los filisteos del vino como yo, que no distinguen entre un Don Simón y un
Vega Sicilia.
De todos modos, la
discusión sobre si una obra es arte o basura nunca conduce a ningún sitio. La obra
de Manet Olympia, expuesta en 1865,
causó un enorme escándalo. Se aceptaban desnudos mitológicos, pero no modernos.
Además era una prostituta. Hoy es admirada.
Muchos cuadros
escandalizaron en su tiempo, pero luego se convirtieron en la norma. Siempre
hay que tener la puerta abierta a los experimentos. Pero, por más experimentos que
hagamos, el gusto del pueblo siempre será el mismo, según los darwinistas.
Basta con fijarse en las reproducciones de los calendarios o las que adornan
las habitaciones de los hoteles normales y corrientes: tienen un prado, una
montaña y un lago.
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