miércoles, 6 de agosto de 2014

El arte, el dinero y la evolución



(Un artículo de Carlos Salas en el suplemento económico de El Mundo del 18 de abril de 2010)

En 1993, Vitaly Kornar y Alexander Melamid se propusieron pintar el cuadro más deseado del mundo. Estos dos artistas ex soviéticos habían aterrizado en EEUU con la intención de hacerse un nombre en el mundo de la pintura. Y se les ocurrió una idea llamativa: realizar muchas entrevistas por el mundo para saber cuál sería el óleo ideal, y, también, el cuadro que nadie colgaría en la pared.

Llegó la sorpresa. En todos los países, la gente deseaba un paisaje panorámico lleno de verdes prados, una montaña, un río o un lago y algún árbol. Muy normalito. Los pintores se pusieron manos a la obra y en EEUU realizaron un óleo con un extenso prado, un lago, un árbol espigado, dos renos y varios seres humanos, uno de los cuales era George Washington. Más o menos, el mismo cuadro (aunque sin el prócer) era el más deseado en China, Rusia, Dinamarca, Kenia, Finlandia y en un montón de países que no tenían mucho que ver entre sí. Los autores también pintaron los cuadros que nadie quería ver, y les salió en todos los casos algo lleno de cubos y figuras geométricas (echen un vistazo a http://awp.diaart.org/km/painting.html).

¿Y qué motivo existe para amar los paisajes bucólicos? Es lo que se pregunta Denis Dutton en su fascinante libro El instinto del arte (Paidós). La respuesta es Darwin: la especie humana asocia el color verde de los prados y el agua, con comida y refugio. Miles de años de evolución explican nuestros gustos artísticos básicos.

Gustos que no tienen que ver con las tendencias del mercado del arte. La pintura abstracta o el arte conceptual atraen masas de dinero, pero la mayoría de la gente no los colgaría ni en el cuarto de los trastos. ¿No es un poco estremecedor?

Cuando se compara el mercado del arte con el cine o la literatura, saltan muchas diferencias. Por ejemplo, el pueblo tiene voz y voto en el cine y en la novela porque su gusto eleva a la categoría de éxito mundial algunos de esos frutos. Pensemos en Avatar, y sus 2.000 millones de euros de recaudación, o en los superventas de Arturo Pérez Reverte. Pero cuando se entra en una galería de arte, se penetra en la dimensión desconocida. El 15 de septiembre de 2008, mientras las Bolsas se derrumbaban por la quiebra de Lehman Brothers, el artista inglés Damien Hirst vendía en Sotheby's, por 13 millones de euros, una vaca sumergida en una pecera con formol.

¿Compraría alguno de ustedes una vaca en alcohol? Lo voy a poner más fácil. ¿Un conejito? ¿Una tortuga? ¿Una cucaracha? También hubo alguien que aquel día pagó 12 millones de euros por un tiburón en formol de Hirst en Sotheby's. El autor recaudó más de 80 millones de euros en el lunes negro de las Bolsas.

El mundo del arte produce paradojas aún más divertidas. En 1937, el Museo Boymans de Amsterdam presentó al mundo un hallazgo que causó estupor: Cristo y los discípulos de Emaús. Pintado por Johannes Vermeer en el siglo XVII, este óleo habla pertenecido a una familia italiana que lo había mantenido oculto durante varias generaciones. El catedrático de Historia de la pintura flamenca Abraham Bredius resaltó la obra como «una de las mejores de Vermeer», y añadió que «cada centímetro del lienzo» era del autor holandés. Ya saben lo que siguió: «espléndido efecto luminoso», «colores característicos«, «Cristo en un tono maravilloso», «la armonía general con el resto de los colores», «sentimiento y comprensión profunda de la Biblia... ».

Las multitudes se agolparon ante la obra maestra. Pero había un personaje en la sala de exposición que refunfuñaba. «No puedo creer que pagaran medio millón de florines por esta falsificación». Se llamaba Han van Meegeren, y cuando le preguntaron en qué basaba su desprecio, respondió: «Es que yo soy el falsificador».

Al conocerse la suplantación, el cuadro fue descolgado y perdió su valor. Sin embargo, ¿por qué valía tanto antes y tan poco después? Dutton lo explica de nuevo con la teoría de la evolución. Estamos preparados para crear sociedades, y desarrollar emociones. Una de ellas es la admiración por la excelencia alcanzada por otra persona. ¿Por qué? Porque la admiración motiva «a mejorarse o a imitar a la persona adecuada». Rechazamos a los falsificadores porque traicionan esta emoción, y porque no son auténticos.

El mundo del arte y del coleccionismo tiene más cosas disonantes. En 1961, el artista italiano Piero Manzoni creó un lote de decenas de envases con sus excrementos a los que llamó Merda d'artista. En 2001 la Tate Gallery compró uno de ellos por 61.000 dólares. En la etiqueta dice: «Mierda de artista, peso neto treinta gramos. Conservada en fresco y producida y enlatada en mayo de 1961».

También se han vendido garabatos o una raya sobre un lienzo. Hace años, una visita guiada para periodistas a una exposición en el Guggenheim de Bilbao acabó en risas. La azafata se detuvo a explicar el significado de un lienzo que sólo contenía una raya horizontal. La chica reconoció que le pagaban por dar esa charla ridícula. Los que formábamos parte de su público asentimos. Los marchantes explotan comercialmente el esnobismo, de la misma forma que los restaurantes de cinco tenedores explotan a los filisteos del vino como yo, que no distinguen entre un Don Simón y un Vega Sicilia.

De todos modos, la discusión sobre si una obra es arte o basura nunca conduce a ningún sitio. La obra de Manet Olympia, expuesta en 1865, causó un enorme escándalo. Se aceptaban desnudos mitológicos, pero no modernos. Además era una prostituta. Hoy es admirada.

Muchos cuadros escandalizaron en su tiempo, pero luego se convirtieron en la norma. Siempre hay que tener la puerta abierta a los experimentos. Pero, por más experimentos que hagamos, el gusto del pueblo siempre será el mismo, según los darwinistas. Basta con fijarse en las reproducciones de los calendarios o las que adornan las habitaciones de los hoteles normales y corrientes: tienen un prado, una montaña y un lago.

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