sábado, 16 de agosto de 2014

Ballenas y economía



(Un texto de Carlos Salas en el suplemento económico de El Mundo del 15 de junio de 2008)

Uno de los artículos que producen más fricciones entre ecologistas y amantes del libre mercado se llama Cómo el capitalismo salvó a las ballenas. Lo escribió James Robbins en 1992 para The Freeman, y desde entonces se reproduce en blogs de medio mundo, encendiendo un volcán de comentarios a favor y en contra. (Puede encontrarlo en su buscador poniendo «capitalism whales» y les saldrá el primero).

La tesis de este doctor en leyes y colaborador de The Wall Street Journal es condenadamente interesante: a mediados del siglo XIX los casi 800 barcos norteamericanos que representaban el 80% de la flota ballenera mundial mataban anualmente unas 15.000 ballenas, las cuales despiezaban para aprovechar sus huesos, esperma, grasa, carne... Y, sobre todo, destilaban luego un aceite que servía para encender las lámparas domésticas de la creciente población norteamericana.

Si la matanza de ballenas se hubiera incrementado en proporción al aumento de la población, a final de siglo XIX se habrían extinguido estos cetáceos. Pero eso no pasó gracias a un señor llamado John D. Rockefeller y una gelatina espesa de color oscuro.

Pero hablemos antes de Abraham Gesner. Este inquieto geólogo canadiense descubrió que se podía destilar queroseno de una gelatina bituminosa terrestre también llamada petróleo (aceite de las piedras). Hasta entonces, el petróleo era considerado como un incordio de la naturaleza, no como un producto con cualidades. En cambio, el destilado de Gesner tenía mucha energía, producía una llamita luminosa y encima no poseía ese olor de chicharrón marino que desprendían las lámparas de aceite de ballena. Por último, se podía almacenar indefinidamente (no como el aceite del cetáceo, que se estropeaba).

Así que en 1865, el señor Rockefeller, con la ayuda de Samuel Andrews, invirtió dinero a granel para crear refinerías de queroseno por EEUU con el método Gesner, lo que dio lugar a la Standard Oil. A medida que el queroseno invadió el mercado, las flotas balleneras fueron disminuyendo su presencia en los puertos de Estados Unidos.

Luego, en 1879, Thomas Edison inventó la bombilla incandescente, lo que unido a la electrificación de las ciudades, desplazó aun más las lámparas de aceite y la caza de ballenas en ese inmenso país, hasta que en 1924 amarró para siempre el último ballenero norteamericano.

Más aún: según Robbins, la decadencia de esas flotas produjo otro efecto positivo en la fauna marina, pues los balleneros ya no tenían que hacer paradas en las islas Galápagos para merendarse a las tortugas, que estaban casi en fase de extinción.

No cabe duda de que el petróleo es la energía del mundo, y es mejor que venga del subsuelo que de las ballenas. Sus derivados son la base del transporte terrestre, marítimo y aéreo, y cada vez que sube de pecio empuja la primera ficha de un dominó cuyas consecuencias hemos notado en los últimos días en toda España.

Ahora bien: tenemos un serio problema. Mejor dicho, varios. En primer lugar, el petróleo no se puede reproducir como las ballenas. Hay lo que hay, y llegará el día en que no quede ni gota. Ésa es una de las cuestiones que se [debaten] en el […] Congreso Mundial del Petróleo […]

[…] Por partes. ¿Cuánto petróleo queda? Nadie lo sabe con seguridad. En 1969, el geólogo norteamericano M. King Hubbert vaticinó que en 2000 se llegaría a la cima de la producción mundial, y que luego caería indefectiblemente hasta agotar las existencias en 2100. Por eso se llamó el cenit de Hubbert (Hubbert's Peak). En 2005, salió un libro titulado Beyond Oil (Más allá del petróleo, Hill and Wang, New York), donde el profesor norteamericano Kenneth Deffeyes predecía que a partir de ese mismo año la producción mundial decaería hasta extinguirse. Y que hay que hacer algo. «[Hace 30 años] los directores de periódicos no hicieron nada porque pensaron que sus audiencias no estaban interesadas en historias de Pedro y el Lobo», dice Deffeyes.

Los especialistas en esta materia prima afirman, sin embargo, que cada año se encuentran nuevas reservas. El problema es que cada vez es más difícil extraerlas. Hay que perforar a profundidades colosales, o sacar petróleo mezclado con otros elementos y limpiarlo. Y eso cuesta mucho dinero.

Sobre el precio, las cosas están más claras: el crecimiento económico de China y de India, ambos países con una población conjunta de 2.300 millones de personas (un tercio de la humanidad), está aumentando el consumo de carburante y subiendo los precios. Ahora bien, los gobiernos son muy peseteros porque de cada euro de gasolina, ellos se quedan un 65%, como en España.

Al petróleo se le han echado muchas culpas, pero la verdad es que es una materia que ha permitido muchas ventajas: no hay forma conocida más eficaz de elevar un avión a los cielos que con el queroseno. Además los derivados del petróleo se han purificado (en cierta medida) en Europa. Y es fácil comprobarlo: vayan a Ciudad de México y alcen la nariz. ¿A qué huele? A ácido. Es el olor que había en las ciudades españolas hace 10 años, pero en ese periodo la vertiginosa implantación de la gasolina sin plomo ha permitido contaminar menos nuestro aire. Una victoria silenciosa.

En fin, son muchas cosas las que van a debatir los petroleros […]. Algunos los mirarán como los malos contaminadores de mares, pero nadie les bendecirá por facilitar la fabricación de abrigos acrílicos, que han permitido proteger del estrago a los visones y otros animales. Y salvar ballenas.

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