(Un texto de Carlos Salas en el suplemento económico de El
Mundo del 15 de junio de 2008)
Uno de los artículos que
producen más fricciones entre ecologistas y amantes del libre mercado se llama Cómo el capitalismo salvó a las ballenas.
Lo escribió James Robbins en 1992 para The
Freeman, y desde entonces se reproduce en blogs de medio mundo, encendiendo
un volcán de comentarios a favor y en contra. (Puede encontrarlo en su buscador
poniendo «capitalism whales» y les
saldrá el primero).
La tesis de este doctor
en leyes y colaborador de The Wall Street
Journal es condenadamente interesante: a mediados del siglo XIX los casi
800 barcos norteamericanos que representaban el 80% de la flota ballenera mundial
mataban anualmente unas 15.000 ballenas, las cuales despiezaban para aprovechar
sus huesos, esperma, grasa, carne... Y, sobre todo, destilaban luego un aceite
que servía para encender las lámparas domésticas de la creciente población norteamericana.
Si la matanza de
ballenas se hubiera incrementado en proporción al aumento de la población, a
final de siglo XIX se habrían extinguido estos cetáceos. Pero eso no pasó
gracias a un señor llamado John D. Rockefeller y una gelatina espesa de color oscuro.
Pero hablemos antes de
Abraham Gesner. Este inquieto geólogo canadiense descubrió que se podía
destilar queroseno de una gelatina bituminosa terrestre también llamada
petróleo (aceite de las piedras). Hasta entonces, el petróleo era considerado como
un incordio de la naturaleza, no como un producto con cualidades. En cambio, el
destilado de Gesner tenía mucha energía, producía una llamita luminosa y encima
no poseía ese olor de chicharrón marino que desprendían las lámparas de aceite
de ballena. Por último, se podía almacenar indefinidamente (no como el aceite del
cetáceo, que se estropeaba).
Así que en 1865, el
señor Rockefeller, con la ayuda de Samuel Andrews, invirtió dinero a granel
para crear refinerías de queroseno por EEUU con el método Gesner, lo que dio
lugar a la Standard Oil. A medida que
el queroseno invadió el mercado, las flotas balleneras fueron disminuyendo su
presencia en los puertos de Estados Unidos.
Luego, en 1879, Thomas
Edison inventó la bombilla incandescente, lo que unido a la electrificación de
las ciudades, desplazó aun más las lámparas de aceite y la caza de ballenas en
ese inmenso país, hasta que en 1924 amarró para siempre el último ballenero norteamericano.
Más aún: según Robbins,
la decadencia de esas flotas produjo otro efecto positivo en la fauna marina,
pues los balleneros ya no tenían que hacer paradas en las islas Galápagos para
merendarse a las tortugas, que estaban casi en fase de extinción.
No cabe duda de que el
petróleo es la energía del mundo, y es mejor que venga del subsuelo que de las
ballenas. Sus derivados son la base del transporte terrestre, marítimo y aéreo,
y cada vez que sube de pecio empuja la primera ficha de un dominó cuyas
consecuencias hemos notado en los últimos días en toda España.
Ahora bien: tenemos un
serio problema. Mejor dicho, varios. En primer lugar, el petróleo no se puede
reproducir como las ballenas. Hay lo que hay, y llegará el día en que no quede
ni gota. Ésa es una de las cuestiones que se [debaten] en el […] Congreso
Mundial del Petróleo […]
[…] Por partes. ¿Cuánto
petróleo queda? Nadie lo sabe con seguridad. En 1969, el geólogo norteamericano
M. King Hubbert vaticinó que en 2000 se llegaría a la cima de la producción
mundial, y que luego caería indefectiblemente hasta agotar las existencias en
2100. Por eso se llamó el cenit de
Hubbert (Hubbert's Peak). En
2005, salió un libro titulado Beyond Oil
(Más allá del petróleo, Hill and
Wang, New York), donde el profesor norteamericano Kenneth Deffeyes predecía que
a partir de ese mismo año la producción mundial decaería hasta extinguirse. Y
que hay que hacer algo. «[Hace 30 años] los directores de periódicos no
hicieron nada porque pensaron que sus audiencias no estaban interesadas en
historias de Pedro y el Lobo», dice Deffeyes.
Los especialistas en
esta materia prima afirman, sin embargo, que cada año se encuentran nuevas
reservas. El problema es que cada vez es más difícil extraerlas. Hay que
perforar a profundidades colosales, o sacar petróleo mezclado con otros
elementos y limpiarlo. Y eso cuesta mucho dinero.
Sobre el precio, las
cosas están más claras: el crecimiento económico de China y de India, ambos
países con una población conjunta de 2.300 millones de personas (un tercio de
la humanidad), está aumentando el consumo de carburante y subiendo los precios.
Ahora bien, los gobiernos son muy peseteros porque de cada euro de gasolina, ellos
se quedan un 65%, como en España.
Al petróleo se le han
echado muchas culpas, pero la verdad es que es una materia que ha permitido
muchas ventajas: no hay forma conocida más eficaz de elevar un avión a los
cielos que con el queroseno. Además los derivados del petróleo se han
purificado (en cierta medida) en Europa. Y es fácil comprobarlo: vayan a Ciudad
de México y alcen la nariz. ¿A qué huele? A ácido. Es el olor que había en las
ciudades españolas hace 10 años, pero en ese periodo la vertiginosa
implantación de la gasolina sin plomo ha permitido contaminar menos nuestro
aire. Una victoria silenciosa.
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