(Un artículo de Luis de Guindos en el suplemento económico
de El Mundo del 21 de febrero de 2010. Pura arqueología económica)
El riesgo soberano es el
concepto más citado en las últimas semanas y también el más temido, pero hace
apenas un año se ignoraba y no se contemplaba como una amenaza potencial. Entonces,
se trataba de evitar el colapso económico y financiero, y la solución eran los
programas de estimulo fiscaI -incluso cuanto más grandes mejor-, y de expansión
monetaria. Hemos visto cómo se llegaba a monetizar los déficit públicos, al
adquirir los bancos centrales, directa o indirectamente, la deuda emitida. No
se prestaba, entonces, atención a las consecuencias y daños laterales que dicha
política pudiera llegar a generar. En concreto, la posibilidad de que una vez que
se retiraran los apoyos monetarios de carácter excepcional, el tsunami de deuda
fuera de tal magnitud que los mercados empezaran a penalizar a aquellos países
cuyas finanzas públicas se percibieran como especialmente vulnerables.
Esto es lo que ya está
ocurriendo, y con una intensidad insospechada. El caso más evidente, aunque no
único, es el de Grecia. El riesgo surge por la posibilidad de que el país emisor
muestre un deterioro de tal calibre en sus cuentas públicas que impida el
servicio, en los plazos acordados, de la deuda pública emitida. Existen dos
variables fundamentales para intentar valorar dicho riesgo: el déficit público
y el ratio deuda pública/PIB. Este último depende lógicamente del primero,
aunque también de otros factores como el crecimiento del PIB nominal y los
niveles de tipos de interés a lo largo de su curva de plazos.
El riesgo soberano de un
país se agrava cuando se deteriora su déficit público y el peso de la deuda
pública crece rápidamente respecto a su PIB. La primera reacción de los mercados
suele consistir en exigir una mayor rentabilidad a la deuda, lo que hace crecer
adicionalmente la carga financiera, ensanchando el déficit aún más en una
especie de círculo vicioso Si el endeudamiento se percibe que puede llegar a
ser explosivo, entonces la única salida es un programa de consolidación fiscal
que permita reducir el déficit y, en consecuencia, el peso de la deuda pública.
El problema fundamental viene de que dicho proceso de consolidación tarda
tiempo en producir sus efectos en términos de reducción del déficit. Por ello,
resulta prioritario que los mercados de capitales otorguen credibilidad, y
tiempo para mostrar sus frutos, al plan de ajuste presupuestario planteado.
Un riesgo adicional
viene de la posibilidad de que el país devalúe su divisa, con lo que los
prestamistas internacionales podrían sufrir una pérdida adicional en su propia
moneda. Tradicionalmente, el riesgo soberano se solía asignar a países en
desarrollo, en los que convivían el deterioro presupuestario con inflaciones elevadas
y un déficit exterior galopante. Sin embargo, al igual que ocurrió con la
crisis financiera en el 2007, en este caso el origen de los problemas se ha
producido en una economía desarrollada, miembro de la UE y del euro, como es
Grecia, y ha amenazado con extenderse a más países de la zona.
Las causas del drama
griego son varias. Primero, la sorpresa y falta de credibilidad de sus estadísticas,
ya que tras la llegada de un nuevo Gobierno se dobló el déficit estimado, hasta
superar el 12% en 2009. Pero la razón fundamental está en la percepción de que Grecia
ha podido cruzar la línea de lo que son unas finanzas públicas sostenibles, y
ello le puede llevar no sólo a un potencial impago de la deuda, sino a
abandonar la zona euro. Y es que la economía helena sufre de un problema de
pérdida importante de competitividad, que en el seno de una unión monetaria
únicamente puede ser corregido a través de un ajuste de precios y salarios a la
baja, lo que determina un periodo largo de reducido crecimiento, y hace muy difícil
volver a unas cuentas públicas saneadas.
En concreto, el Gobierno
griego ha presentado un programa de estabilidad que plantea reducir su déficit
público en cerca de 10 puntos del PIB en tres años, empezando por un recorte de
cuatro puntos en 2010. Este ajuste fiscal tendrá sin duda un efecto contractivo
sobre la actividad, que algunos estiman entre 10 y 15 puntos de crecimiento, puesto
que la caída de gasto público se trasladará íntegramente al nivel de renta. Y
es que resulta poco probable que el gasto privado o la exportación, en las
condiciones actuales de la economía griega, compensen, incluso parcialmente, la
política fiscal contractiva. Para una sociedad tan subsidiada como la helena,
un panorama como el anterior va a resultar difícil de aceptar, y sin duda
originará una ola extensa de descontento social. Esta realidad cuestiona la
capacidad de ejecución del plan de reducción del déficit y sólo deja dos
caminos: el rescate por parte de los países ricos del euro o su salida de la
moneda única.
Por todo ello, no
resulta extraño que el ataque contra Grecia, o mejor dicho el pánico al país
heleno, haya sido de una virulencia similar a los que sufrían los bancos en el
peor momento de la crisis financiera, o a los que padecieron las divisas del
Sistema Monetario Europea, hace ya más de 15 años, tras el No danés al Tratado de Maastricht. Este ataque no se ha limitado a
la deuda griega o la cotización de los bancos helenos, que son los más perjudicados
por el deterioro del riesgo soberano, sino que también ha llegado a afectar a
la cotización del propio euro. Y es que el caso griego, aunque único en su
gravedad, puede también acabar extendiéndose y contaminando a otros países con
pérdidas importantes de competitividad, un nivel excesivo de deuda privada y un
deterioro intenso de sus cuentas públicas.
El riesgo soberano se va
a convertir en algo muy presente en nuestra vida económica, y escaparse de sus
consecuencias va a exigir esfuerzos importantes. y, por desgracia, nos vamos a
acordar de los errores de política económica del pasado, que ayudaron a que hoy
dicho riesgo sea más que una simple amenaza.
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