(Un texto de Domingo Soriano y Pablo Rodríguez Suanzes en el
suplemento económico de El Mundo del 16 de noviembre de 2008)
¿Alguien sabe cómo se fabrica un lápiz? En 1776, con esta sencilla
pregunta, Adam Smith daba comienzo a la ciencia económica moderna y fundaba la ideología de más éxito e influencia
de los últimos tres siglos: el liberalismo. Porque los grandes pensadores que
vinieron después (desde Marx a Keynes, pasando por Mill o Hayek), lo que
hicieron fue adherirse, criticar o matizar las ideas de Smith, que permanece
hoy como parada obligatoria para todo el que quiera comprender el funcionamiento
del orden económico libre.
Porque el genio de Smith no se encuentra sólo en la pregunta,
sino, sobre todo, en su respuesta: nadie sabe cómo se fabrica un lápiz. El leñador
de los bosques noruegos que corta la madera, el dueño de la mina en Alemania de
la que se extrae el grafito para la punta o el capitán del barco holandés que
transporta estos materiales hasta el Reino Unido son partes de una gran cadena
en la que sus componentes no son conscientes de participar. Son meros
eslabones, que talan un árbol porque un transportista se lo comprará o fletan
un barco porque un industrial así lo contrató.
Es la mano invisible del mercado la que les une y permite que
esa madera noruega acabe en el estuche de los escolares de Manchester. Y es el deseo
de obtener beneficios (dentro del respeto a los contratos y a la propiedad privada
de los otros) del maderero, el comerciante y el fabricante de lápices el que
permitirá satisfacer la necesidad de ese alumno: «No es por la benevolencia del
carnicero, del cervecero y del panadero por lo que podemos contar con nuestra
cena, sino por su propio interés».
A partir de esta idea, tan sencilla como revolucionaria,
Smith desarrolla todo una filosofía basada en una premisa: demos libertad a los
hombres con el único límite de los derechos de sus vecinos, la búsqueda de su
propio interés será el motor que permita que la sociedad avance.
Las consecuencias de esta teoría socavarán los cimientos de
la política de la época. En un momento en el que sólo el Reino Unido puede
definirse como una incipiente democracia (es una bonita casualidad que el mismo
año de La Riqueza de las Naciones sea el de la Independencia de EEUU) y en el que
las relaciones económicas entre los estados se basan en el proteccionismo, Smith
reta a los poderes establecidos.
El funcionario de aduanas escocés (curiosa ironía de la historia)
presentó la mejor defensa hecha nunca de la libertad de comercio (que beneficia
a ambas partes, no es un juego de suma cero) y del derecho del individuo para dirigir
sin interferencias su destino. Un planteamiento que no busca la desaparición del
Estado: ni Smith ni ninguno de los grandes liberales que le siguieron propugna la
desregulación completa de los mercados (como se repite erróneamente en los
últimos días), ni que el comercio se convierta en la ley de la selva. Su ideario se basa en la existencia de un Estado fuerte
(para proteger la libertad del individuo, su vida y su propiedad) pero limitado
(que no interfiera en aspectos que deben ser potestad de sus ciudadanos).
Los pensadores liberales que vinieron después intentarían
demostrar la veracidad de la intuición de Smith. Así, la ciencia económica, especialmente
tras la revolución marginalista de Jevons y Walras, se convierte en una materia
cercana a las matemáticas, en la que las curvas de oferta y demanda explican cómo
los consumidores y los productores se unen en un punto de equilibrio que maximiza
sus utilidades marginales (todos estos descubrimientos dan lugar a la microeconomía).
Luego vendría Alfred Marshall, el primer neoclásico, que aúna los principios de
Smith. David Ricardo o John Stuart MilI con el análisis marginalista.
Ya en el siglo XX, especialmente tras el triunfo de las
tesis keynesianas, los principales teóricos liberales tuvieron que soportar que
se les etiquetara con prefijos (neo, ultra...) que pretendían situarles en un extremo
ideológico, contrapuesto al marxismo (que tan influyente fue, por otra parte entre
los intelectuales occidentales). Así, la escuela austriaca de Ludwig von Mises
y Friedrich Hayek se vio prácticamente silenciada por su oposición a la intervención
del Gobierno en la economía, incluida la política monetaria, en su opinión la
principal causante de la aparición de las recurrentes crisis del sistema (como la
de 1929).
En la segunda mitad del siglo, sería la escuela de Chicago,
capitaneada por Milton Friedman, la que centraría las iras intervencionistas. Su
pensamiento (seguido en algunos aspectos por Ronald Reagan y Margaret Tatcher)
incluía propuestas de fuertes rebajas de impuestos junto a un ataque directo a los
servicios púbicos por su ineficiencia, coste y obligatoriedad (en algunos pasajes
de Libertad de Elegir, acepta la
gratuidad de la enseñanza para todos, pero cuestiona que tenga que ser un funcionario
el que la ofrezca).
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