(Un artículo de Enrique Mora en el suplemento económico de
El Mundo del 3 de enero de 2010)
Imagine una empresa cuyo negocio es evaluar a otras. Imagine
además que cobra precisamente de las empresas a las que Juzga. Hasta ahí, bien.
Pero añada que las compañías juzgadas no tienen opción. Deben someterse a esa
evaluación por imperativo legal. Probablemente crea que hablamos de algún
organismo público dedicado al control de calidad o la protección del
consumidor. No, estamos hablando de empresas privadas que han logrado consagrar
un modelo de negocio en el que difícilmente se puede perder dinero: vender un servicio
obligatorio sin que la administración entre mucho en cómo lo hace.
Complete el cuadro con el pequeño detalle de que, a casi todos
los efectos, sólo son tres y las tres del mismo país. Estados Unidos. Con todo ello,
posiblemente piense que semejante situación no puede acabar bien. Tiene usted
toda la razón.
Me refiero a las llamadas agencias de calificación de riesgo
crediticio, cuya actuación antes y durante la crisis financiera acabó bastante
mal en algunos casos. Pero no para ellas. Entre los presuntos culpables de la crisis -banqueros codiciosos, inversores
estúpidos, reguladores incompetentes (la enumeración no es mía, sino de Barack
Obama en su discurso en Wall Street en septiembre)-, las empresas de calificación
de riesgos (Standard & Poor's, Moody's, y Fitch) han sido las que por ahora
han salido mejor paradas.
Su escandaloso comportamiento, cebando la burbuja y precipitando
las pérdidas después, llevó a muchos a pedir una regulación especial de estas empresas.
La Unión Europea así lo hizo en abril. Pero no es suficiente.
Un breve recordatorio. Estas agencias dieron la máxima
calificación a productos estructurados altamente complejos que tenían en su interior
titulaciones de hipotecas de dudoso cobro. Los bancos que emitían estos productos
pagaban a las agencias para que los calificaran -ningún regulador, tampoco el
europeo, pareció preocuparse por este evidente conflicto de intereses- y luego
los colocaban entre los inversores que creían de buena fe estar invirtiendo en
un producto de bajo o nulo riesgo (una calificación AAA equivale a decir que el
riesgo de impago es casi nulo). Cuando la crisis estalló, es decir, cuando
salió a la luz que estos productos eran un mala inversión, las agencias se limitaron
a recalificarlos. En seis meses, degradaron las calificaciones de productos de
inversión por valor de casi dos billones de dólares, casi el PIB de España. En
cuestión de días, calificaron de basura
lo que antes habían denominado inversión
sin riesgo.
Por bastante menos de eso se han montado escándalos
mayúsculos. Hay que recordar que un dictamen de estas agencias no es una simple
opinión. No es un mero consejo de esos que leemos en las páginas salmón de esto
va a subir o aquello va a bajar. Es una orden para muchos inversores institucionales.
El gestor de un fondo de inversión de los habituales en las carteras de los
españoles sólo puede comprar lo que estas agencias consideran seguro -AAA y similares-
y está obligado a deshacerse de lo que consideran de mala calidad. Usted
pensará que semejante poder lleva aparejado la correspondiente responsabilidad.
Se equivoca.
La regulación aprobada por la UE en abril no aborda esta
cuestión. Ni que las agencias cobren de las instituciones cuyos productos
evalúan en lugar de que sus potenciales clientes sean los inversores que crean
necesarios sus informes. Se limita a crear un registro y traduce a lenguaje comunitario
una serie de buenas prácticas elementales. Algunas tan elementales como afirmar
que la calificación debe basarse en información fiable (artículo 8). Como sí un
reglamento sobre líneas aéreas recomendara mirar de vez en cuando el motor de
los aviones.
[…] Que una empresa privada norteamericana pueda
desestabilizar un país de la entidad de Italia, miembro del G7, nos indica que,
en algún momento en el pasado, sin que nadie pareciera apercibirse o darle importancia,
esta cuestión dejó de ser económica para ser política. Por ello, si se quiere abordar
en serio la regulación de estas agencias, la perspectiva deberá ser, en primer
lugar, política.
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