miércoles, 9 de abril de 2014

¿Quién vigila al vigilante?



(Un artículo de Enrique Mora en el suplemento económico de El Mundo del 3 de enero de 2010)

Imagine una empresa cuyo negocio es evaluar a otras. Imagine además que cobra precisamente de las empresas a las que Juzga. Hasta ahí, bien. Pero añada que las compañías juzgadas no tienen opción. Deben someterse a esa evaluación por imperativo legal. Probablemente crea que hablamos de algún organismo público dedicado al control de calidad o la protección del consumidor. No, estamos hablando de empresas privadas que han logrado consagrar un modelo de negocio en el que difícilmente se puede perder dinero: vender un servicio obligatorio sin que la administración entre mucho en cómo lo hace.
Complete el cuadro con el pequeño detalle de que, a casi todos los efectos, sólo son tres y las tres del mismo país. Estados Unidos. Con todo ello, posiblemente piense que semejante situación no puede acabar bien. Tiene usted toda la razón. 

Me refiero a las llamadas agencias de calificación de riesgo crediticio, cuya actuación antes y durante la crisis financiera acabó bastante mal en algunos casos. Pero no para ellas. Entre los presuntos culpables de la crisis -banqueros codiciosos, inversores estúpidos, reguladores incompetentes (la enumeración no es mía, sino de Barack Obama en su discurso en Wall Street en septiembre)-, las empresas de calificación de riesgos (Standard & Poor's, Moody's, y Fitch) han sido las que por ahora han salido mejor paradas. 

Su escandaloso comportamiento, cebando la burbuja y precipitando las pérdidas después, llevó a muchos a pedir una regulación especial de estas empresas. La Unión Europea así lo hizo en abril. Pero no es suficiente. 

Un breve recordatorio. Estas agencias dieron la máxima calificación a productos estructurados altamente complejos que tenían en su interior titulaciones de hipotecas de dudoso cobro. Los bancos que emitían estos productos pagaban a las agencias para que los calificaran -ningún regulador, tampoco el europeo, pareció preocuparse por este evidente conflicto de intereses- y luego los colocaban entre los inversores que creían de buena fe estar invirtiendo en un producto de bajo o nulo riesgo (una calificación AAA equivale a decir que el riesgo de impago es casi nulo). Cuando la crisis estalló, es decir, cuando salió a la luz que estos productos eran un mala inversión, las agencias se limitaron a recalificarlos. En seis meses, degradaron las calificaciones de productos de inversión por valor de casi dos billones de dólares, casi el PIB de España. En cuestión de días, calificaron de basura lo que antes habían denominado inversión sin riesgo

Por bastante menos de eso se han montado escándalos mayúsculos. Hay que recordar que un dictamen de estas agencias no es una simple opinión. No es un mero consejo de esos que leemos en las páginas salmón de esto va a subir o aquello va a bajar. Es una orden para muchos inversores institucionales. El gestor de un fondo de inversión de los habituales en las carteras de los españoles sólo puede comprar lo que estas agencias consideran seguro -AAA y similares- y está obligado a deshacerse de lo que consideran de mala calidad. Usted pensará que semejante poder lleva aparejado la correspondiente responsabilidad. Se equivoca. 

La regulación aprobada por la UE en abril no aborda esta cuestión. Ni que las agencias cobren de las instituciones cuyos productos evalúan en lugar de que sus potenciales clientes sean los inversores que crean necesarios sus informes. Se limita a crear un registro y traduce a lenguaje comunitario una serie de buenas prácticas elementales. Algunas tan elementales como afirmar que la calificación debe basarse en información fiable (artículo 8). Como sí un reglamento sobre líneas aéreas recomendara mirar de vez en cuando el motor de los aviones. 

[…] Que una empresa privada norteamericana pueda desestabilizar un país de la entidad de Italia, miembro del G7, nos indica que, en algún momento en el pasado, sin que nadie pareciera apercibirse o darle importancia, esta cuestión dejó de ser económica para ser política. Por ello, si se quiere abordar en serio la regulación de estas agencias, la perspectiva deberá ser, en primer lugar, política.

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